Toda la pompa del ayer
Investido de nuevo Talleyrand, en algún momento de su edad provecta, el primer ministro Harold Macmillan dictaminó que quien no había conocido el mundo anterior a la Gran Guerra –simplemente– no había conocido la dulzura de vivir. Tal vez Macmillan fuera un hombre menos original que cultivado, pero el verano de 1914 –uno de los más hermosos de la historia de Inglaterra– parece darle la razón. Nos es fácil imaginarlo todavía: un tiempo manso y suave, entre casas de campo con praderas infinitas, regatas en Cowes, el brillo acharolado de las fiestas nocturnas y una sucesión de fresas y champán. El último fulgor de la Inglaterra eduardiana. De hecho, aquel verano del Catorce aún sangraría en la memoria de tantos muchachos que, desde el barro de Passchendaele o las trincheras del Somme, iban a cifrar en él la sugestión y la pérdida de la Inglaterra arcádica, añorada como el hogar primordial. En realidad, fue un verano de tanta excepción que Lloyd George tuvo muy a la mano el símil para declarar, ante las altas jerarquías de la City, que el cielo nunca había sido de un azul más perfecto en materia de asuntos exteriores. Apenas tres semanas después de sus palabras, comenzaba una guerra para la que no se iba a encontrar nombre más adecuado que “Gran Guerra”.
Lloyd George no gozó, en verdad, de un día profético. Pero quizá vaya en su descargo aducir que distaba de ser el único en disfrutar de una realidad en apariencia halagüeña. Entre los estrenos de Caruso y los expresos de Larbaud, podía concebirse que Norman Angell argumentara –La gran ilusión, 1910– que el tiempo del militarismo había pasado. Y, sin duda, forma parte del acervo de las desilusiones humanas que la Primera Guerra Mundial estallase en una cota nunca vista de optimismo histórico. Así lo iba a reconocer un atribulado Henry James, al lamentar cómo la contienda daba al traste “con la larga edad en la que hemos supuesto que el mundo mejoraba gradualmente”. Y así, con palabras de justa fama, también lo iba a reconocer, continente adentro, Stefan Zweig, para quien creer en una guerra entre naciones europeas era como creer “en brujas y fantasmas”. Al fin y al cabo, la vieja Europa “nunca había sido más fuerte, más rica ni más hermosa”. Never such innocence again, lamentaría Larkin mucho después, como quien lamenta el adiós al “mundo de ayer” o contempla la espada de llamas que cierra el Paraíso.
No son pocos los que han querido encontrar en ese perfecto mediodía de civilización una formación de nubes, los amplios círculos que describen en su vuelo las naves carroñeras. En Gran Bretaña, no faltó quien –con la novela de Forster– se preguntara si Howards End seguiría en pie. Arreciaba el problema de Irlanda, “esa tormenta hacia el Oeste”. Se revolvían sufragistas y huelguistas. El ala conservadora –por ejemplo, Saki– reprochaba a Inglaterra su aburguesamiento; la facción vanguardista –en tiempos de estetización de la violencia– le recriminaba su filisteísmo, y aun se permitía la culpa de celebrar la guerra como “higiene”. Mientras, en los telegramas y despachos del Foreign Office se reconocía como “nuestro verdadero enemigo” a la Alemania del Kaiser.
Poco extraña, por tanto, que Rudyard Kipling, como alerta temprana del Imperio, hiciera oír su voz a no tardar. Ya desde tiempos de los Bóers venía censurando a esa Gran Bretaña que “se burla de los uniformes que vigilan su sueño”. Y todavía retumbaban los cañones de agosto cuando comenzó a llamar a la lucha “por todo lo que somos y tenemos”.
Cierto joven oficial haría caso a su mensaje. No era otro que Harold Macmillan. El futuro primer ministro, hombre de bravura épica, iba a caer herido cinco veces en la guerra y a hacer sobrados honores a la gallardía que Jünger apreció en el enemigo británico. Como modelo acabado del ethos más caballeresco del Imperio, Macmillan –por ejemplo– tuvo que pasar un día en la tierra de nadie, rodeado de muertos, entre inyecciones de morfina y lecturas del Esquilo en griego que llevaba en un bolsillo del uniforme. “Valiente como Macmillan”, decían en su regimiento de granaderos. Y no es atrevimiento suponer, con Sir George Younghusband, que su caso fuera uno más de entre esos soldados “que pensaban, hablaban y se expresaban exactamente como Kipling les había enseñado a hacerlo” a través de su literatura y su retórica patriótica. Un auténtico oficial del Imperio. Quizá por eso sea una ironía que el propio Macmillan, al cabo de las décadas, se encargara personalmente de alentar los “vientos de cambio” que iban arrinconando a ese mismo Imperio sobre los mapas. O quizá sólo fuera una obediencia a esos otros versos de Kipling, según los cuales “toda la pompa del ayer” imperial estaba destinada a conocer el mismo fin que Nínive y que Tiro.
Convertir a los hombres nuevamente en barro
Hay una belleza muy propia de la Navidad en Alemania, con sus plazas envueltas en luz, las velas rojas sobre las coronas de Adviento y ese vino especiado que pone calor y alegría en los corazones. Es, a su manera, un espectáculo. Y, a buen seguro, el voluntario del Kaiser que, recién llegado al frente, escribió a su familia que “¡la guerra es como la Navidad!”, también tenía interiorizado ese espectáculo de fuegos y canciones y desfiles. Pese a la celebridad que ha ganado la frase de aquel soldado desconocido, la efervescencia y el ardor nacional con que se vivió el primer compás de la conflagración no iban a ser patente alemana. En las despedidas y las cartas de los soldados británicos también aparece un voluntarismo particular: la creencia ciega en que todos estarían de vuelta a casa para –justamente– celebrar las pascuas. La guerra, escribe el historiador A. J. P. Taylor, iba a ser cuestión “rápidamente decidida”, asimilable a una larga “batida de faisanes”. Quizá sorprenda que en toda aquella Europa nadie recordara que Dios –según se ha dicho– había dispuesto las llanuras de Flandes a modo de campo de batalla. Pero no debiera sorprender tanto: en Inglaterra, los ejércitos llevaban un siglo sin conocer una contienda continental; en Francia y Alemania, no había un solo hombre en edad militar con experiencia directa de la guerra. El desajuste con lo radicalmente nuevo no pudo ser más trágico.
Una escena –hermosa y terrible– descrita por Jean Clair nos permite contemplar el horror de esa novedad. Es la de la mujer italiana que, asomada a su balcón, ve la marcha de los soldados rumbo al frente. Acostumbrada a la bizarría de los uniformes de su juventud, a los penachos de los húsares, a las pecheras refulgentes de medallas en los salones de la sociedad, la buena mujer, entre el descrédito y el miedo, no puede sino volverse a su casa ante el avance de una masa sin rostro ni nombre, impersonal, monocroma en su camouflage[1], exactamente como una cadena de montaje de la muerte. La intuición de la anciana era acertada: si por algo iba a caracterizarse la Gran Guerra, era por llevar la muerte a los ritos de la mecanización, a la escala industrial. Y, reclutamiento tras reclutamiento, trinchera tras trinchera, los dos disparos de Gavrilo Princip en Sarajevo iban a multiplicarse en más de diecisiete millones de muertos.
Fue una multiplicación con no poco de cruenta reducción al absurdo, a instancias del aludido desequilibrio criminal entre la novedad y las viejas inercias. La percepción del absurdo afectará al artificio en la cocción de un conflicto que, de los gabinetes a las guarniciones, iba a ser hijo de una política que pudo elegir entre la guerra y la paz. Similar sinsentido tendría el décalage entre la técnica disponible –el gas, la ametralladora, las minas, los aviones– y la táctica desplegada por un generalato del que no saldrían ni un Marlborough ni un Napoleón. Y el choque entre lo viejo y lo nuevo todavía contribuyó a dar por absurdos valores y actitudes tradicionales en una guerra a la que se entró por celo del propio honor y que, a ras de las trincheras, sólo pudo dar testimonio de la masificación de la muerte. Como escribe Edward Thomas, su único propósito era convertir a los hombres nuevamente en barro.
Esa macroeconomía de la destrucción humana iba a desarbolar lo mismo a los Estados Mayores que a los soldados rasos. No hubo el menor poder de disuasión: se trataba de seguir matando para seguir viviendo, como la gélida sistematización a la que apunta Jünger cuando afirma que disparaba a su enemigo pero no pensaba mal de él. Ahí, la célebre tregua de la Navidad del año Catorce, con sus pitillos y sus canciones en la tierra de nadie, sería la última página de un código de conducta ya prescrito: aquel que, como indica Burleigh, había transparentado de humanidad tantos conflictos desde tiempos medievales. Del Marne a Loos, sin embargo, las órdenes pasarían ya por no ceder la posición, por no emprender la retirada, por aguantar –si era necesario– “hasta que la espalda dé con la pared”.
La experiencia de la muerte –la guerra como sacrificio en el ara jungeriana de los siglos– no tardaría en mover los resortes de la incredulidad y el desaliento. En 1915, con la intención loable de salvar algún resto de lo humano, el Poeta Laureado Bridges mandó imprimir un folleto que, pese a todo, celebraba El espíritu del hombre a modo de triaca de “un dolor imposible de afrontar”. Exculpación o esperanza, ya en 1918, tras acumular 300.000 víctimas en seis días, el Daily Mirror se veía obligado a restringir su moral propagandística a un “permaneced alegres”. Entre un extremo y otro de la guerra había muerto, en términos exactos, una generación completa de británicos. Y los que quedaban en el frente –como vemos en las páginas de Sasoon, Graves o Blunden– coincidían en la peor aprensión: el convencimiento de que luchaban una lucha que nunca iba a terminar. Es una maldad intrínseca de la guerra nacida para terminar con todas las guerras. Lo dejó por escrito Barbusse: en medio de la refriega, no es un bando u otro bando, es la guerra la que gana.
Una literatura del desengaño
La presencia de la literatura en la Primera Guerra Mundial es tan intensa que todo un Sassoon llega a desear que las balas no le encuentren antes de terminar un novelón de Thomas Hardy. Cierto periódico de la época dará fe del fenómeno al mostrar en una viñeta el avance de un soldado: el petate a la espalda, en una mano la bayoneta y en otra un cuaderno –nada menos– para escribir sus versos. Es una imagen quizá incongruente en cualquier otra contienda, pero no en aquella en la que iban a tomar parte Charles Péguy y Salomón de la Selva, Blaise Cendrars y Wilfred Owen, además de –entre tantos otros– el recién citado Siegfried Sassoon. La Gran Guerra será, de modo eminente, la guerra de los poetas. Y aun cuando ciertos mandos poco sensibles desdeñaran su liderazgo moral como cosa de un puñado de oficiales de segundo rango, alguna huella de hondura iban a dejar los versos de estos hombres cuando, en otra década y en otro conflicto, Cecil Day-Lewis se pregunta “¿dónde están los poetas de la guerra?”. Tal y como dejó escrito Peter Parker, cada año se publican cientos de tesis, artículos, libros y biografías concernientes a la Primera Guerra Mundial y, sin embargo, es una guerra más dominada por la literatura que por la historiografía.
Un erudito prodigioso como Paul Fussell apunta diversas motivaciones –algunas más pedestres, otras más elevadas– para la celebración de esos nuevos esponsales entre las armas y las letras. “No había apenas cine, no había radio y, ciertamente, no había televisión. Salvo por el sexo y la bebida, la diversión se encontraba ante todo en el cultivo formal del lenguaje”. En la eminencia de la literatura en la Primera Guerra Mundial concurren, sin embargo, causas más profundas que la conversión de la necesidad –o del taedium belli– en virtud, y que pueden explicar aquella carta del soldado inglés que pedía a su familia un bocado tan culto como “las obras de Petronio en la edición de Loeb”. Se trata, ante todo, del énfasis de la pedagogía británica en la llamada “literacy”, en la “literaturización” o, de modo más general, en los estudios de corte humanístico. No es sólo que contribuyeran a hacer de aquella –en verdad– “la generación mejor preparada de la Historia”. Esa imbricación natural con el canon nacional logró que tantos de aquellos muchachos “tuvieran la sensación de que la literatura estaba en el centro de la experiencia normal de la vida” y, por tanto, de que no era caudal exclusivo de intelectuales y estetas, de profesores y críticos. Cuando Wilfred Owen titula Dulce et decorum est uno de sus más célebres poemas, el guiño horaciano desvela el andamiaje clasicista de un itinerario educativo que, como diría Waugh más tarde, parecía no tener otra voluntad que convertir al alumno en escritor.
Fussell habla de la popularidad entre la tropa de las antologías de versos de Oxford y –en poesía o en prosa– no pocos de los motivos más habituales de la literatura escrita en la Gran Guerra encontrarían su venero en la tradición vernácula. Pensemos en el pastoralismo o ruralismo inglés, que de tentación permanente en la literatura británica se convierte en asidero ético y estético para tantos combatientes que buscan oponerlo a las tormentas de acero de la guerra. O pensemos en un homoerotismo que, alimentado por la herencia uranista victoriana, encontraría su mejor sublimación en la ética de la camaradería surgida del conflicto. Un éxito del calibre de A Shropshire lad, de A. E. Housman, iba a acertar al encauzar ambas sensibilidades en una sola. En cuanto a la imaginería religiosa, filtrada a la memoria a través de la Biblia King James, del Book of Common Prayer o de El progreso del peregrino –hitos todos de la transmisión cultural británica– no podía estar ausente, menos aún ante el recordatorio perpetuo de los calvarios dispuestos por la piedad popular en los caminos de Flandes y el norte de Francia.
Más allá del hontanar de la tradición, los “war poets”, y los escritores de la Gran Guerra en general, compartirán rasgos que abarcan desde una inclinación a la comicidad –tan visible en Graves– cuando no al humor negro, hasta un aborrecimiento de las jerarquías no inexplicable dadas aquellas circunstancias. Es más estimulante, con todo, considerar el escaso grado de politización que –en comparación, notablemente, con la Guerra Civil Española– muestran los escritores del Catorce. Sin duda, resulta sintomático del citado absurdo en que se tuvo a la propia guerra, pero a la vez nos habla, como quiso Maurois, del testimonio personal como fuente de legitimidad frente a las lecturas ideológicas del conflicto. Esa voz individual se alzará como único intérprete válido de la realidad y, de hecho, encuentra correspondencia –pensemos en Renn, Remarque o Sassoon– con la partición del mundo a ojos del escritor-soldado: por un lado, los compañeros de trinchera; por otro, “los extraños”.
Tal escisión radical no se debe sino a la también radical incomunicabilidad de la experiencia bélica. En vano buscaremos a lo largo de la Gran Guerra –escribe Bergonzi– espacios para un Homero heroico, para el realismo de un Tolstoi. Lo innombrable ya no aludirá –comenta Fussell– a lo que no se puede decir por inconcebible, sino a lo que paraliza la pluma por terrible. Y la colisión entre los hechos y el lenguaje disponible para describirlos, en buena medida, tendrá sus concomitancias con ese choque entre lo nuevo y lo viejo en una guerra en la que –recordemos– no iban a participar profetas de la palabra moderna como un Joyce o un Pound. Los principales libros memorialísticos sobre la contienda apenas empiezan a aparecer al cumplirse una década de su fin: tan lenta iba a ser la metabolización del espanto en lenguaje.
Es significativa la observación de que, entre los rudimentos más efectivos para transmitir la vivencia de la guerra, el understatement –la atenuación– vaya a verse reivindicado por oposición al pathos que hubiésemos esperado de una retórica romántica. No es algo sin consecuencias. Esa misma licuefacción de la lengua guardará perfecta sincronía con la “rebaja de expectativas” que, según Fussell, va a caracterizar al modernismo literario a modo de “escepticismo o minimalismo”. La distancia es marcada frente a la solidez de las grandes retóricas y los grandes valores al modo victoriano o eduardiano. Como apunta Bernanos, “esa religión del Progreso, para la que se nos había pedido educadamente morir”, se iba a resolver en “una gigantesca estafa a la esperanza”. La literatura de la Gran Guerra será así –fatalmente– “una literatura del desengaño”. Después de ella, todo iba a tener que empezar de nuevo.
La complejidad de una reputación
Rudyard Kipling y Henry Rider Haggard posaban ya de viejos paquidermos de las letras británicas cuando –íntimos como eran– daban en bromear entre sí acerca de lo lejos que estaban de su tiempo. Con menos humor, y también con menos piedad, una joven luminaria como Eliot –allá por 1919– iba a confirmar su percepción. Sin llegar a la virulencia de las andanadas de Edmund Wilson, posteriores en años y lindantes ya con la excomunión literaria, el estilo quirúrgico de Eliot tampoco iba a ser risueño para con el Nobel inglés, a quien ve como “un laureado sin laureles” y –crueldad de crueldades– considera “casi, casi un gran escritor”[2]. El veredicto del poeta anglo-americano, con todo, subrayará la peor de las tachas de Kipling al mencionar cómo sus libros han dejado de alimentar la conversación de la inteligencia literaria de la época. Kipling –venía a decir Eliot– representaba el pasado.
Lo representaba, sin embargo, para muy poca gente: apenas para esa crema que es, precisamente, la inteligencia literaria de cada generación. Para el amplio resto, basta con agolpar los datos para colegir su llegada: Kipling ha sido el último poeta de masas en Inglaterra, no ha habido otro escritor más leído hasta la Rowling, y gozó de una fama sin interrupciones desde que –con 22 años– se declarara abierto el “Kipling furore” con El hombre que pudo reinar. Conseguir el Nobel más temprano de la Historia –y el primero en inglés– también sería útil para depararle tantas admiraciones como envidias. Resultaba por tanto de esperar que esa inteligencia literaria, siempre atenta a servir el papel de Edipo con sus mayores, y por lo general más dotada de exquisitez que de masa lectora, desdeñara a Kipling como el escritor favorito de quienes no leían. Al fin y al cabo, parecía haber algo degeneradamente filisteo en que sus rimas se imprimieran para el pueblo en ceniceros y en jarras de cerveza.
A la posteridad, y no sólo a la inteligencia literaria, Kipling tampoco se lo iba a poner fácil. Baste considerar que –todavía–, al hablar de él, resulta de rigor presentar excusas y aludir de inmediato a la “complejidad de una reputación” pegajosa e incómoda como pocas otras. De un lado, el narrador que puede pasar sin problemas –así lo reconoce un Orwell– como el mejor escritor de historias cortas en inglés; de otro, el hombre al que sólo con tantas sutilidades como buena voluntad se le puede librar de la carga tan nefanda de racismo. De un lado, el genio sin parangón a la hora de recrear las infancias y sus mundos; de otro, el intelectual público de la causa del Imperio. De un lado, en fin, las alabanzas de una autoridad como Borges; de otro, la percepción de que sus postulados políticos –como escribe Chaudhuri– son un obstáculo a la hora de asegurarle un lugar de elevación en la literatura inglesa.
Por supuesto, no han faltado escritores óptimos con ideas políticas pésimas, y quizá lo distintivo del caso Kipling sea que esas mismas ideas han contribuido no poco a la simplificación de una figura con más tonalidades de las que quiere el cliché. El juicio sobre su pensamiento terminaría por perjudicar la estima de su pericia literaria, en tanto que –según se ha dicho– hay algo de desagradable en el hombre Kipling que permea mucho del arte del Kipling escritor. Sin embargo, no son leves las ambivalencias o las contradicciones kiplinguianas apenas aludidas: enemigo de la democracia, como afirma Hitchens, pero defensor del hombre común; criticado por la facilidad casi vulgar de su estilo y –al principio– exaltado por los exotismos de un nuevo Loti; creyente en las virtudes militares como esencia del Imperio y, al mismo tiempo, capaz de describir una incompetencia militar que los escritores británicos suelen reservar más bien a los no británicos. El suma y sigue es perpetuo: el gran fabulador de cuentos y novelas cortas fallaría en sus intentos de novela larga, y el mago del don narrativo reconocería que “cuatro quintas partes del trabajo de todo el mundo han de ser malas”. A nadie sorprenderá, por cierto, que algunos se hayan urgido a aplicar esta cita novelesca a las páginas de su propio autor.
Es, sin embargo, su propia condición de zelote del Imperio la que más se iba a ver transitada de paradojas. Kipling pudo exaltar la misión imperialista británica y al mismo tiempo convertirse –tal vez su mejor apuesta moral– en el mayor fustigador de su soberbia. En lo tocante a su relación literaria con la India, todavía conviven el recuerdo gravoso de “la carga del hombre blanco” y la constatación de que nadie dio en publicitarla y exaltarla con amor más demorado. Con la propia Inglaterra también tendría unos rapports de densidad insospechada: al morir en los mismos días que Jorge V, alguno iba a ironizar con que el rey se había llevado consigo a su trompetero, pero el mismo Kipling se encargó de rechazar mil y un honores de la Corona para no desapegarse de las gentes del común. Véase que, arquetipo de lo inglés, el país no dejaría de parecerle nunca “una tierra extranjera”. Y si nunca consideró en pie de igualdad a los pueblos “non-white”, admira en ellos un valor y una autenticidad que echa en falta entre los suyos. Estas incoherencias kiplinguianas no dejan de aportar matices a su perfil, y lo significativo es que se extenderán a todos los temas de su tiempo, de las clases trabajadoras a las relaciones con Irlanda y Estados Unidos o una Iglesia de Inglaterra a la que criticó tanto como amó su Biblia y sus himnarios. En fin, el poeta del Times, el profeta de la exaltación de los mapas en color rojo imperial, creía que el Imperio era cuestión de sacrificio y no de lucro. Ese sigue siendo un hallazgo para muchos. Y todavía será de justicia añadir que –más allá de sus complejidades y aun de sus defectos–, por encima de todo sobrevuela esa “potencia del genio” que le reconoció a Kipling un lector tan fastidioso como Henry James.
Por afecto o por menosprecio, como puede verse, el autor de Kim logrará siempre –así lo apunta con honestidad su biógrafo Carrington– mover nuestras pasiones. Al considerar lo mezclado de su huella, por ejemplo, Orwell no dudará en condenarlo por su “jingoísmo”, por una condición “moralmente insensible y estéticamente repugnante” que le ha ganado “el desprecio” “de toda persona ilustrada”. Al mismo tiempo, Orwell no deja de subrayar que, mientras tantos de sus críticos son materia del olvido, “Kipling, de alguna manera, sigue estando ahí”. Incluso acudirá en socorro de su fama al alabar un rasgo que, en verdad, nadie ha podido negar: “la decencia personal” del prohombre, en quien admira su contención a la hora de convertir su popularidad en espectáculo. La conclusión de un escritor de tanto peso ético como Orwell es nítida: Kipling fue un imperialista –sin duda–, pero sin dejar de ser un hombre de honor.
Con sus palabras, de alguna manera, lo que Orwell señala es la intención moral que –para bien o para mal– funda y recorre la intelectualidad pública de Kipling y buena parte de sus pulsiones estéticas. Eso era algo que ya se había podido rastrear a lo largo de sus páginas durante décadas, en su carácter de cantor de una joie de vivre de la gente corriente –el soldado, el marino– inaccesible para la alienación del hombre urbano. También iba a ser patente en el candor y la pasión con que, celador del orden de la Pax Britannica, Kipling hizo de continua Casandra ante un Imperio que vio bajo la amenaza permanente de tener “el huno a las puertas”. De algún modo, Kipling va a poner siempre a prueba nuestra capacidad para la indulgencia contra la equivocación que se comete sin doblez, porque el hombre capaz de ofrecer su casa como hospital para los soldados era, indudablemente, un hombre sin dobleces. Al final, interpelará incluso a nuestra legitimación para juzgarlo. Cuando, en el verano de 1914, el huno llega definitivamente a las puertas, su literatura y su propaganda nos sitúan ante unos dilemas y vértigos morales que sólo las guerras son capaces de causar. Pero quizá su sufrimiento humano también nos lleve a la comprensión que merece el dolor de una guerra. Vale la pena recordarlo ya: Rudyard Kipling iba a perder a su único hijo en la batalla de Loos…
Este texto es un fragmento del prólogo a las Crónicas de la Primera Guerra Mundial, de Ruyard Kipling que, en traducción de Amelia Pérez de Villar, acaba de publicar la editorial Fórcola.
Ignacio Peyró (Madrid, 1980) es periodista y escritor. Tras comenzar como corresponsal político de El Confidencial Digital, fue columnista y redactor jefe de Cultura de La Gaceta de los Negocios. En 2012 fundó y dirigió la publicación Ambos Mundos, un proyecto de periodismo cultural en internet. Ha publicado sus trabajos en diarios españoles como El País, El Mundo, ABC, La Vanguardia, La Razón, El Español o Libertad Digital, así como en revistas como Leer, Turia, Nueva Revista, Letras Libres, F, Revista de Occidente, Clarín, Esquire, Tapas o National Geographic. Asimismo, ha sido cronista político para medios latinoamericanos como El Comercio de Lima, El Nuevo Siglo de Bogotá o El Nacional de Caracas. Es traductor y prologuista de obras de Evelyn Waugh, Louis Auchincloss, J. K. Huysmans, Rudyard Kipling o Augusto Assía, entre otros, ha dirigido y coordinado la edición de Lo mejor de Ambos Mundos (Renacimiento, 2013). En la actualidad, es director de la edición digital de Nueva Revista, consejero de EFE, jefe del proyecto de opinión online de The Objective y asesor del Gabinete de la Presidencia del Gobierno. Es autor del libro Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa, editado por Fórcola. En FronteraD ha publicado Locura y poder y Las ‘public schools’ inglesas, viveros del poder, y mantiene el blog Fino y muy seco.
[1] No en vano, invento de la época.
[2] Eliot terminaría por modular su aspereza, y llegó a publicar, con los años, una antología de Kipling.