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Café del que haya o que se vayan

 

No me caben muchas dudas de que hemos llegado hasta aquí, entre otras cosas, con la connivencia de los sucesivos gobiernos españoles.

No en vano, las cloacas del Estado ataron en corto a Mena y Villarejo, los fiscales del caso Banca Catalana, tras la querella presentada en 1984. Lograron desde el Gobierno central que Pujol y acólitos no rindiesen cuentas por un desfalco de 139.000 millones de pesetas. Le brindaron a Pujol la opción de envolverse en la cuatribarrada, que todo lo repele. Previamente se había introducido en la Constitución, con calzador, la distinción entre nacionalidades y regiones y habían permitido que nuestro sistema electoral representase en el Congreso, donde debe estar representada la soberanía nacional, los intereses territoriales que debieron haber sido representados en el Senado. Y posteriormente mandaron a Roca de vuelta a Cataluña cuando, despechado tras el fracaso-traición de la “Operación Roca”, fue a Madrid a chivarse del entramado mafioso de Pujol y cia: “es que están robando a manos llenas”. La historia ya se conoce: Corcuera pasa la pelota a Pujol y éste le pone un sello a Roca, ofreciéndole todos los casos jurídicos en los que se vieran envueltos los ayuntamientos gobernados por CIU. Entre tanto, se ha tolerado que, con comisiones del 3%, que han cobrado tanto CDC, como Unió o ERC, las élites extractivas catalanas expoliasen a su gusto al ciudadano catalán (y al español, claro; que los vasos son comunicantes). Y así, Jordi Pujol Ferrusola, hijo del capo, obró el milagro y 140 millones de pesetas del año 1980 se convirtieron en 8 millones de euros en el año 2000. En el ínterin iban bailando los millets, los sumarroca y la madre que los parió. Pero la música de fondo la pondrían González, el amigo en los tiempos del cólera, y Aznar, el íntimo catalano-parlante, recurriendo, ambos, tanto a PNV como a CIU para aprobar presupuestos que año tras año beneficiaban a las respectivas comunidades históricas (las que hoy buscan ser singulares), ante el silencio cómplice de los demás barones territoriales, que también se llevarían lo suyo por callar (la infrafinanciación que se ha tolerado en Valencia no tiene otra explicación; y ahora, por su indecente negligencia, hay que alegrarse de que hayan llegado los nacionalistas, que están gestionando infinitamente mejor). De Zapatero y su menosprecio del estado de derecho mejor no hablamos.

No hay mejor y más sintética explicación estructural de todo esto que la brindada hace no mucho por Ruiz Soroa, recurriendo a Angelo Panebianco: “los pactos federalizantes constituyen a veces, mirados descarnadamente, poco más que un intercambio o acomodo entre dos élites políticas: la del Estado central que recibe el reconocimiento de su soberanía por la élite local, a cambio para esta de recibir la competencia absoluta y exclusiva para amoldar y aculturar a su propia población sin tener en cuenta su pluralismo constitutivo. Algo así como intercambiar soberanía por personas, un tipo de pacto que en este país nuestro han practicado contumazmente tanto PP como PSOE en su relación con las élites nacionalistas periféricas: las poblaciones concernidas son vuestras si no impugnáis el Estado”.

Pero todo esto, la corrupción, las élites locales, la casta… está ya trillado. Ojalá lo que está sucediendo ahora en Cataluña se arreglara sólo con recordarlo, o denunciarlo, o encarcelarlos. ¿Se imaginan? Pero no es así. No está siendo así. En realidad, la corrupción era lo de menos. La corrupción se arregla. Si nos descuidamos, hasta lubrica. No me entiendan mal… que también (¡nos han dejado finos!). Pero lo intolerable fue, sobre todo, consentir la construcción nacional de Cataluña, forjada paso a paso y de forma tan milimétricamente diseñada para atentar de lleno contra los principios liberales de nuestra democracia, constitucionalmente consagrados.

Pero se consintió. Y ahora llegan tarde. 25 años después de este intolerable y antidemocrático programa de 1990, llegan muy tarde. Hoy el diario Avui es lo que tenía que ser, como son lo que tenían que ser la TV3, la Universidad catalana, los colegios, las ampas, los sindicatos, la patronal, los hospitales, las editoriales, el Barça, etc. Sin duda es el documento clave de toda esta pesadilla. (Por cierto… vayan mirando ya hacia Navarra y hacia Valencia si no quieren repetir la historia).

La sociedad ya estaba catalanizada y clientelizada y no ha hecho falta mucho esfuerzo para que todos los sectores sociales remasen en la misma dirección. En un tres no y res han logrado enterrar la realidad sociológica de hace dos días; cosas que eran verdad ayer hoy suenan muy, muy lejanas. Por ejemplo, que, según datos de 2010, el 41% de los votantes de CIU se consideraban tan españoles como catalanes (ningún diputado de CIU entra en esa categoría). O que en 2010 sólo el 20,8% de los catalanes creyese que las relaciones Cataluña–España eran un problema, ¡y sólo el 8,2% creyesen que era el principal problema. O que en 2006 la gente que declaraba que sólo se sentía catalana era un 14,0%. O que, en la misma encuesta, la gente que deseaba vivir en “un Estado en que se reconociese a las comunidades autónomas la posibilidad de convertirse en estados independientes”, no pasaban del 22,5%. O que el Estatut no le interesaba en 2003 ni al 4% de la población. O que, una vez redactado, la mayoría de catalanes aceptaba cambios. O que lo refrendara sólo el 36% del censo en junio de 2006. O que sólo el 9,3% de los ciudadanos defendió en su día la inmersión lingüística. Martín Alonso explica a las mil maravillas cómo se ha usado un trapo a modo de señuelo para llevar a cabo esta amnésica transición.

Llegamos tarde, decía. El mal está hecho. Tantos años de catalanización les han dejado la piel muy fina para que venga ahora nadie a españolizarlos. Ni falta que hace, claro. Bastaría con descatalanizarlos. Un poco sólo habría bastado para que la mayoría detectara el racismo que contienen las 4 citas aquí enumeradas de Pujol. La vergüenza habría hecho el resto. Pero no fue así y hoy la gente aplaude a la nº 2 de la lista independentista, Carme Forcadell, cuando dice que no acatarán las leyes, que su adversario es el Estado español y que el PPC y C’s no son partidos catalanes, sino partidos españoles en Cataluña.

Por fin, con paquidérmico paso, el entramado estatal y civil se puso en marcha para propagar algo de información útil. Se aclaró que es mentira que España ataque a la lengua catalana. Tuvieron que pasar años para que en 2014, ante el incumplimiento reiterado de las normas por parte de la Generalitat, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña instase a los centros escolares a que aseguren la presencia mínima del castellano del 25% de horas lectivas. Desde 2000 los ciudadanos catalanes no adeptos al régimen tuvieron que soportar un Consejo Audiovisual de Cataluña (CAC) para controlar la catalanidad de los medios, por aquello de proteger a una “minoría étnica”. Convivencia Cívica Catalana denunció que el 86% de la información del gobierno autonómico en internet no está disponible en español. Y fueron también ellos quienes denunciaron que los alumnos castellano-parlantes fracasan el doble que los catalano-parlantes.

Sabemos ya que es mentira el España ens roba. Para empezar porque los impuestos los pagan las personas, no los territorios. Pero es que el déficit fiscal de Cataluña es de 8.455 millones, la mitad que el de Madrid. El PIB per capita de un español medio es de 22.780 euros, mientras que esa media, en Catalunya, sube a 26.996 euros.

Sabemos que en ningún texto legal, nacional o internacional, hay tal cosa como un “derecho a decidir”. Resultan interesantes, a estos efectos, las Resoluciones de la AG de la ONU nº 1514, de 1960 (“todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas) y nº 2625, de 1970. De acuerdo tanto con la doctrina como con el derecho internacional, sólo será legítima una secesión “remedial”, cuyo objetivo sea poner fin a una situación de colonización, o de expolio o vulneración sistemática de los derechos fundamentales de una parte de la población. En tanto esto no se dé (y, sobra decirlo, no se da), no tiene ni siquiera sentido hablar de secesión. Y sabemos, además, que hay buenas razones para ello: “Si cada uno de los grupos étnicos, religiosos o lingüísticos aspirase al estatuto de Estado, la fragmentación no conocería límites y la paz, la seguridad y el progreso económico para todos se volvería cada vez más difícil de asegurar” (Boutros-Gali, secretario General de las UN, 1992)

Y, por supuesto, era mentira que la secesión fuera la solución, ni el puente a ninguna arcadia. Más de 6.400 sociedades trasladaron su sede social de Cataluña a otras comunidades desde el año 2008 al primer semestre de 2015. Y en lo que va de 2015, las 6 empresas catalanas que cotizan en Bolsa han perdido un 12,4%, cuatro veces más que la media del IBEX.  El PIB catalán caería un 4,5% y el comercio de Cataluña con España sería hasta 5,25 veces menor tras la secesión (Sevi Rodríguez Mora, A favor de España, p.154). ¡Sólo por el efecto frontera! Lo cual significa que se despeñaría en caso de salir de la UE. Pero tampoco cabe duda, como han afirmado ya varios miembros de la Comisión, que Cataluña quedaría fuera de la UE. Bueno, y de todos los organismos internacionales, hasta ser reconocida como Estado por la comunidad internacional. Los ciudadanos perderían derechos como la libertad de circulación por los países miembros del Tratado Schengen, el libre establecimiento o ejercicio profesional en otros estados miembros, la libre circulación de capitales, el derecho a participar en las elecciones al PE, a incorporarse a la función pública europea… Y otras muchas ventajas, como la PAC, los fondos estructurales, la financiación de proyectos, la exigencias de calidad en algunos productos, etc.

Pero ya es tarde. Es tarde porque demasiada gente ha sido enajenada. De tal modo que ya muy pocos atienden a razones. De hecho, es evidente que nadie que haya llegado hasta aquí en la lectura piensa independizarse. Las bondades de la deliberación son finitas. Mucho más alicortas de los que nos gusta creer. Para que funcione debe haber pretensión de verdad, y eso en cuestiones políticas suele quedar pronto en agua de borrajas. La psicología social nos revela que preferimos una peor casa con tal de que quienes nos rodean no vivan bajo un techo mejor que el nuestro. Pero esto sólo es un sesgo ante el cual somos vulnerables y contra el que quizás se podría luchar simplemente con hacérnoslo presente. Lo peor es que muy a menudo se entrecruzan intereses muy prosaicos que alienan nuestras más excelsas aspiraciones. El poder; los juegos de poder entrecruzan y pervierten cualquier aparente transparencia en la comunicación. Y el nacionalismo ha tenido mucho poder. De hecho, en el panorama descrito, no ayuda en absoluto el total adoctrinamiento de una buena parte de la población. Pero eso es el poder. Ahora el sentimiento lo impregna todo, lo cual ayuda a los más abyectos para no dar absolutamente ninguna razón.

Total, que nos hemos plantado ante un panorama absolutamente desalentador: con los secesionistas y la CUP cerca de la mayoría absoluta y, lo que es peor, de la mayoría de los votos. Y ya es tarde.

Y a estas alturas, al tiempo que pienso que ya no hay deliberación ni persuasión posible, me acuerdo de un artículo de Jorge de Esteban. Llegados a este punto, afirma el autor que sólo hay dos soluciones posibles. O bien “llegar a un acuerdo con los nacionalistas catalanes, prometiendo que en un nuevo Estado Autonómico tanto Cataluña como el País Vasco, podrían tener una situación de preeminencia sobre el resto de las regiones, lo que sería volver al origen en el sentido de diferenciar entre nacionalidades y regiones”. O recurrir al “artículo 155 de la Constitución, el artículo 410 del Código Penal o, en un caso extremo, la Ley de situaciones de excepción”.

Ante la supuesta imposibilidad de la primera opción, que no aceptarían ni los nacionalistas ni el resto de regiones, Esteban se decanta por la segunda, que el Estado haga valer su monopolio sobre la violencia legítima. Pues bien, aquí hay una trampa recurrente en la que venimos cayendo una vez tras otra para no asumir, de verdad, el escenario en el que nos encontramos.

Las últimas encuestas nos enfrentan a un problema político, no sólo jurídico. Esteban se excede, y no le culpo, cuando afirma (refiriéndose a la recepción del rey) que “si esto hubiera ocurrido en un país serio, el señor Mas hubiera salido del Palacio de la Zarzuela en una ambulancia camino de un psiquiátrico o en un furgón policial para la cárcel”. Precisamente porque España es un país serio, Mas volvió por donde vino. Con la enésima victoria bajo el brazo.

Bien, no creo que haga falta ningún gran despliegue conceptual para explicarme. Como demuestra Chávez, es posible en una dictadura meter en la cárcel al opositor con más apoyo social. Es posible condenarle a 14 años, acusándolo de 43 homicidios con los que debería pechar el Estado. ¡E incluso es posible disponer de un miserable que vaya comparando a dicho opositor con la kale borroka (aunque sea Venezuela la que da asilo político a 75 etarras)! Es posible si dispones de un ejército, les regalas 20.000 coches con las rentas extraídas del crudo y del narcotráfico, y les enfrentas a la población. Pero no es posible hacer esto en una democracia.

El monopolio legítimo de la violencia sólo es legítimo (sólo es legítima su violencia) cuando de algún modo es aceptado por el grueso de la población subordinada, la potencialmente destinataria de la coerción. Es lo que va del absolutismo a la democracia, de Hobbes a Kant, de la facticidad de la norma vigente y vinculante (que ofrece paz social y seguridad jurídica) a su validez (que ofrece democracia y civilización del poder). En una democracia asentada la norma se acaba desobedeciendo (y se acaba cambiando) en cuanto no se la tiene por válida. Y desgraciadamente esto puede llegar a suceder incluso cuando a todas luces dicha norma sea justa. ¡Ay, el problema de la legitimación del poder! Sin duda, el Estado puede ejecutar sentencias fácilmente para encerrar a un corrupto o a un criminal mientras un gran porcentaje de la población tenga claro que es injusto que tal ejemplar campe a sus anchas. Pero está demostrando ser harto más complicado hacer cumplir la legalidad en Cataluña. Aun cuando, como hemos tratado de recordar, no hay absolutamente ninguna base para la secesión.

Traeré aquí a colación, para ilustrar lo que pretendo decir, la crítica de Tajadura (“El defensor de la Constitución”, El Correo, 16/09/2015) al PP por pretender hacer del TC un órgano ejecutivo. Tajadura recuerda la discusión doctrinal entre Kelsen y Carl Schmitt sobre el guardián de la Constitución: “el primero dijo que solo un tribunal de justicia puede en el marco del Estado constitucional tener atribuida esa función. Schmitt replicó que esa función corresponde al jefe del Estado. Ambos tenían razón porque estaban hablando de cosas distintas. El Tribunal Constitucional tiene la función de defender jurídicamente la Constitución mientras que al jefe del Estado corresponde la defensa política o existencial de la misma”.

Así, concluye Tajadura que el Gobierno está trasladando al Tribunal Constitucional una responsabilidad que es sólo suya. Yo diría más. Le traslada una responsabilidad que es de todos, aunque sean Mas y acólitos quienes irresponsablemente, vilmente, la han roto con la pasividad de sucesivos gobiernos españoles, como se apuntaba al principio. Digo de todos porque, en última instancia, los lazos de solidaridad que generan y son generados por la comunicación y por la confianza entre ciudadanos, nos vinculan y, por tanto, nos atañen a todos. Pero ya se sabe que quien puede poner las condiciones de posibilidad para que aflore dicha confianza es el ejecutivo. Han sido todos los ejecutivos, nacionales y autonómicos, que por la democracia han pasado. Pero éstos han preferido animar en los ciudadanos el apego por el terruño para perpetuarse en su cargo. Una preferencia sin duda alimentada por la estructura caciquil y pseudofederalista a la que apuntaba Soroa refiriéndose a Panebianco.

Desde luego, hay argumentos morales, jurídicos y políticos de sobra para declarar tanto la inoportunidad como la injusticia de la secesión catalana. Pero, a pesar de todo, seguirá habiendo un problema político innegable: la pervivencia del Estado en Cataluña depende bastante de que los catalanes, principalmente los funcionarios, acaten ahí las normas del Estado. Por eso creo que Esteban no afina del todo bien la causalidad al atribuir a la pasividad del Gobierno el que se hubiera celebrado el referéndum ilegal del 9n o el que no se hubiera recurrido la creación de la Comisión para la Transición Nacional de Cataluña, cuyo objetivo es organizar la independencia de Cataluña y la creación de un nuevo Estado. El Gobierno, pese a lo que se le achaca, pensaba (y creo que con razón), que un enfrentamiento abierto podría ser usado por Mas para envolverse de nuevo en la bandera, generando más leña para el fuego independentista y poniendo más letras en el guión que el nacionalismo lleva siguiendo con absoluta eficacia durante 30 años. En ese sentido, los errores han sido todos previos: desde el 84, pasando sobre todo por ese execrable documento de 1990, que inoculó la gangrena que corroe a toda la sociedad catalana. Del mismo modo que mañana lo hará con la valenciana y la navarra. Esos polvos son hoy un lodazal en el que nos estamos empantanando políticamente.

Atendiendo a las dos opciones enumeradas por Jorge de Esteban, queda al menos la de volver a los orígenes constitucionales (¡ésos que nos han traído hasta aquí!) y ofrecer, tanto a Cataluña como al País Vasco, una preeminencia jurídico-política sobre el resto de regiones. Esteban no aboga por esto, claro, ni cree que los nacionalistas estén ya en éstas. Yo tampoco. Sin embargo, parece que es lo que nuestras queridas cloacas están preparando como premio para los irredentos. Una traición en toda regla al principio de igualdad política.

Resulta que Montoro decidió que Cataluña fuera la mejor financiada en el nuevo reparto. Resulta que Albiol, el candidato del PP catalán, defiende el principio de ordinalidad (que la financiación de las CCAA -lo que da lugar a la redistribución- no altere bajo ninguna circunstancia el ranking orignal de recursos per cápita)) “recogiendo las singularidades de los diversos territorios. Lo mejor que puede tener Cataluña es un modelo donde se recoja la corresponsabilidad y la solidaridad limitada. Los catalanes somos solidarios, pero eso tiene unos límites”. Resulta que el candidato del PSOE, Pedro Sánchez, defiende un “federalismo asimétrico”, avalando la inmersión lingüística, proponiendo competencias exclusivas en educación o definiendo a Cataluña como nación; además de ofrecerle una mejor fiscalidad, claro. Le refrenda, claro, el presidente del PSC, a quien después de hablar de equidad fiscal, se le ocurre afirmar que nuestro modelo federal “tiene que superar el modelo del café para todos y llevarnos a uno asimétrico; sino, no servirá para lo que se ha pensado: garantizar la convivencia de diferentes identidades dentro de un Estado”. Resulta que Podemos, teóricamente de izquierdas, defiende el derecho a decidir de los catalanes también en materia económica (a partir del segundo 36) y que Errejón defiende incluso un reconocimiento particular en materia fiscal para Cataluña: de nuevo, el principio de ordinalidad. Un principio que no se aplica (ni siquiera se publican las balanzas fiscales para evitar armas arrojadizas), como algunos han dicho, en los principales estados federales. Resulta que se juntan 25 ex ministros a decirnos que, aunque debemos decidir todos los españoles, hay que reconocer la “singularidad” de Cataluña para dar respuesta a las “aspiraciones legítimas de los catalanes”.

Y, en medio de todas estas declaraciones emerge la ponzoñosa voz de los empresarios catalanes, que en su día presionaron a Maragall y Mas para tratar de lograr mejor financiación, luego trataron de solucionar el desvarío de Artur Mas de estos últimos años pidiendo al Gobierno de Rajoy que concediese mejor financiación, más tarde se echaron en manos de Rajoy para evitar la independencia (o, al menos, para granjearse una salida ante ella) y ahora siguen con el raca-raca de la financiación.

Empresarios, nacionalistas vascos, navarros y catalanes y bienpensantes que avalan, irreflexivamente, la absurda tesis de que las regiones más ricas de España están oprimidas. El PSOE, el PP y Podemos. Todos ellos son cómplices de la misma traición cometida contra la igualdad de los españoles. Si son ellos quienes deben hacer frente al problema más serio al que se ha tenido que enfrentar nuestra democracia, mejor que se vayan. Que se vayan -digo- los catalanes, si es que de verdad quieren irse. Y los vascos; y los navarros. Y todo aquel que ose pedir una fiscalidad asimétrica, un principio de ordinalidad o un simple carajillo. Café, café y a callar. El que haya. Y si no que se vayan. Me explico.

El PIB per cápita del País Vasco pasó de representar un 129,7% de la media española en 2008 (plena crisis), al 132,5% en 2012. Esto es así porque el Concierto, que en principio no debería ser más que una vía alternativa para recaudar los impuestos y transferir la parte proporcional a la Hacienda común, en la práctica desemboca en un chantaje y negociación anual de los presupuestos que beneficia enormemente a las arcas de ambas regiones: según el Instituto de Estudios Fiscales, la transferencia neta del País Vasco al resto de España fue, en 2005, de 0,6% del PIB vasco; es decir, que prácticamente recaudan y gestionan el 100% de sus recursos, quedando así al margen de la redistribución de rentas que manda la Constitución y la propia legislación autonómica. Siguiendo la metodología del “flujo-beneficio”, donde un vasco pone 16 euros, un catalán o un madrileño ponen, respectivamente, 155 y 240 euros (J. V. Rodríguez Mora, A favor de España, p. 117). Por eso, mientras en el resto de comunidades la financiación media es de 2.054 euros per cápita, en el País Vasco y Navarra disponen del doble de dinero por habitante: respectivamente, 4.225 y 4.004 euros per cápita. Una sobrefinanciación abismal que sirve a sus gobiernos nacionalistas no sólo para sacar pecho por su gestión, sino para bajar los impuestos a sus ciudadanos y a las empresas ahí afincadas, incidiendo en una nueva injusticia (derivada de la primera) y haciendo un dumping con el que ganan competitividad frente al resto de CCAA.

Si territorializamos un mínimo las balanzas fiscales habrá que sumarle a esto la partida de la Seguridad Social, que sale de los presupuestos nacionales (españoles): el resultado es que, en lugar de aportar lo que le tocaba, el País Vasco recibió 1.576 millones. No tengo la cifra de Navarra pero el mecanismo es el mismo. Sabemos también que si el País Vasco se independizara perdería de golpe más de un 13% del PIB, entre lo que dejaría de llevarse por la gorra y las fricciones comerciales que supondrían la nueva frontera con España. Y esto sin contar lo que perdería por quedar fuera de la UE. Para ellos sería una debacle; para el-resto-de-España, reducir el PIB un 0,65% (José V. Rodríguez Mora, A favor de España, p. 153).

Y, en el caso de Cataluña, ya se ha dicho que es una de las regiones con mayor PIB per cápita; y tiene una financiación envidiable. En caso de que se independizara su PIB caería no sólo el 4,5% por el efecto frontera, sino mucho más, al quedar fuera de la UE. Tota la estabilidad macroeconómica de Cataluña se tambalearía, mientras que el PIB español caería poco más de un 3% (J. V. Rodríguez Mora, A favor de España, p. 151).

¿Cómo es posible que con estas cifras sobre la mesa estemos todavía sucumbiendo a su chantaje? ¿De verdad hay tantos intereses en mantener la integridad territorial de España? Desde luego que los hay. (No me refiero ahora a los intereses más dignos de ser tenidos en cuenta, los de aquellos ciudadanos que perderían sus derechos, que romperían sus vínculos familiares, que quedarían en minoría en un país que no parece tener intención de respetar sus derechos; ellos son los que más me preocupan en toda esta historia; me refiero a intereses en el sentido más vulgar y peyorativo). En primer lugar, hay evidentes intereses del caciquismo nacionalista; apoyados, claro, por la ciudadanía que con ello saca tajada. ¿Fuera de nuestras fronteras de quién iban a extraer semejantes rentas? En segundo lugar, hay intereses, como decíamos al principio, de las élites estatales, para trocar fidelidad por permisos de expolio locales. Pero también hay, principalmente, intereses de las grandes empresas: con la sobrefinanciación territorial será más fácil que los gobiernos nacionalistas adopten una fiscalidad laxa para ellas. Y aquí está el meollo. Las grandes empresas quieren tensar la cuerda sin romperla, pues con la secesión perderían el mercado común, el español y el europeo. Su apuesta es clara: la mejor financiación posible pero dentro de las fronteras españolas. Un juego que, a todas luces, se les ha ido de las manos en Cataluña. ¡Y siguen intentando pescar!

A mi juicio, la Sociología de la globalización de Saskia Sassen explica bien lo que está pasando. “Las nuevas tecnologías informáticas y el poder de las empresas transnacionales contienen facultades de operación, coordinación y control global que deben producirse de algún modo. Cuando se estudia el proceso de producción de dichas facultades, se agrega una dimensión muchas veces desatendida en el discurso sobre la globalización. El enfoque se desplaza hacia las prácticas que constituyen lo que se entiende por ‘globalización económica’ y ‘control global’, es decir, hacia la labor de producir y reproducir la organización y la administración de un sistema de producción global y de un mercado global de capitales, ambos marcados por la concentración económica” (126).

En una sociedad basada en el conocimiento, donde los costes marginales se acercan a cero y donde las desregulaciones (introducidas, desde los años 70, por los grandes Estados en sus políticas comerciales) están horadando las capacidades políticas de los propios gobiernos nacionales, la concentración económica empuja sin grandes fricciones hacia una administración del sistema de producción global caracterizado por la desarticulación del Estado, por la multiplicación de reguladores transnacionales (en materias técnicas como la regulación bancaria, la financiera, la de internet, etc.) que evitan la rendición de cuentas democráticas, por la posibilidad de acudir a tribunales de arbitraje que escapan a las jurisdicciones nacionales y, sobre todo, por la aparición del actor clave de todo esto: las instancias estratégicas que son las “ciudades globales”. Éstas operan como plataforma parcialmente desnacionalizada para el capital global (Saskia Sassen, Una sociología de la Globalización, p. 236). Una red de ciudades globales (de la que sin duda los empresarios catalanes quieren que Barcelona sea parte) arroja ante nuestros ojos una infraestructura física (el hiperespacio de la economía global) compuesta de oficinas, zonas residenciales, aeropuertos y hoteles. Las ciudades globales se aprovechan de las bondades del Estado mínimo y a su vez del debilitamiento de la autoridad formal y exclusiva de los estados; atraen grandes centros comerciales o financieros internacionales, y se constituyen así en nodos de una nueva infraestructura organizativa para el trabajo de gestión y coordinación de la economía global corporativa (218). “Aparece así una nueva geografía económica de la centralidad, que deja a un lado las fronteras estatales y la distinción Norte-Sur, y que ofrece un espacio transnacional para la libre reproducción del capital” (240).

He aquí lo que parecen desear los empresarios, junto con el nacionalismo: un mínimo entramado jurídico común (español, europeo), pero políticamente hueco. La fragmentación administrativa proveerá a un complejo y fragmentario proceso productivo las mejores condiciones para la inversión, pero asentando las peores bases para la función fiscal y redistributiva. Dinamismo del capital con alto coste social. Conexiones transfronterizas que pueden prescindir en gran parte del mercado interior y que no requieren de un Estado social que provea demasiada mano de obra cualificada. Basta con seguridad jurídica y mercado común. La mano de obra legal y barata llegará de aquí o de acullá. La seguridad privada, saltando por encima de la paz social, suplantará la función integradora del Estado. Concentración del capital, competitividad entre ciudades, dumping social, race to the bottom. El último que cierre la puerta. Las grandes empresas y las zonas dinámicas ya presionan a los dirigentes europeos para un TTIP con posibilidad de acudir a tribunales de arbitraje a gusto del productor (ISDS).

En suma, parece que el nacionalismo catalán es promovido por élites extractivas (las élites económicas y las élites políticas se retroalimentan) deseosas de adaptarse rápido a este panorama, haciéndonos un corte de manga al resto de ciudadanos, que hemos visto poner las condiciones de posibilidad de su desarrollo. Y, envueltos en la bandera, están consiguiendo arrastrar al ciudadano de Tarragona para defender los intereses de unos poquísimos residentes en Barcelona capital. Porque para eso sirven las CCAA: para hacer de escuderos identitarios y proveedores de carne a las élites de turno. A medio plazo, ni eso. Una ciudad es una ciudad. ¿Y la izquierda? La izquierda les hace el pasillo: ¡la Europa de los pueblos (o, lo que es igual, de las ciudades globales)!

Pero lo peor no es que las grandes empresas sigan presionando para, dentro de las coordenadas neoliberales, convertir a Barcelona en una ciudad global y mejorar sustancialmente sus condiciones. Están en su papel. Lo peor es que todos los partidos políticos españoles, incluidos los de la supuesta izquierda, están apoyándoles. Y me temo que el papel lubricante, ideológico, de todo el arco parlamentario español sólo es posible gracias a un blando y muy mal entendido nacionalismo español: con tal de mantener España unida en el mapa se cede con todo, hasta el punto de dejarnos parasitar por las regiones que deberían contribuir a la solidaridad interterritorial.

Pues bien, yo también quiero la unión de España; y la quiero dentro de una Unión Europea federal y plenamente democrática que, a su vez y por poner, esté integrada en una ONU sin 5 países con derecho a veto y con una Asamblea General que se parezca a un parlamento capaz de interpretar una legislación internacional que sea vinculante, y con la que los gruesos errores que hemos cometido en Siria, en Líbano, en Irak o en Palestina (por mencionar unos pocos, entre los vistosos) no tengan jamás cabida.

Pero la unión que yo quiero no es a cualquier precio; ni en España ni en la UE. La carencia de una Unión Económica y Monetaria, con reales competencias presupuestarias y fiscales (que, por tanto, requieren una legitimación democrática desde un Parlamento fuerte), nos ha sumido en una crisis brutal. Por suerte, la dinámica europea es centrípeta y veremos si conseguimos salvar la bola. En España, sin embargo, donde la dinámica es centrífuga, las consecuencias de mantener la unión a cualquier precio se me antojan desastrosas. No sólo se aprovechan de ello los empresarios; el propio Artur Mas cree estar controlándolo: “apretamos para negociar”, parece haber confesado el pájaro.

La justicia, e incluso la ley, conducen inexorablemente a encausar a Mas y a enfrentarse con la ley en la mano a una mayoría de catalanes que quiera la independencia. Sin embargo, con el firme deseo de equivocarme, ya no estoy seguro de que ésta sea una solución políticamente posible. Y también he tratado de exponer por qué me parece injusto mantener unida a Cataluña (y al País Vasco y Navarra) a base de prebendas que pagamos el resto de españoles. Lo que urden las cloacas es indigno. Donde hay supra-financiados hay infra-financiados. Rehagan las cuentas, por favor. Y explíquenles a los ciudadanos, quiénes estamos pagando el pato para que los niños mimados no lloren. ¿Entonces, no quedan opciones?

Sí, queda una. Del callejón sin salida en el que nos metíamos ya trataron de advertirnos hace tiempo Ruiz Soroa y Joseba Arregi. Y para salir de él apuntalaban ambos su argumentación en dos afirmaciones: “primera, que la sociedad catalana no es titular de un derecho unilateral a la secesión, porque tal derecho no existe ni en teoría ni en Derecho Internacional. Pero, segunda, que el Estado español está obligado a dar un cauce democrático para tratar y componer la demanda seria, persistente y fundada de secesión de una parte de su territorio”.

No estoy seguro de que acierten al escribir “cauce democrático” por cuanto lo que se proponen es romper lo único que democráticamente , por definición, no puede decidirse: la unidad de decisión. Sin embargo, ahora entiendo que ante tamaño problema político, sólo quedan plantear decisiones políticas, es decir, pragmáticas. Y de eso va la estrategia que Stéphane Dion teorizó para Canadá y que ellos recuperan. Da igual que los catalanes hubieran aprobado la Constitución con el 88% de los votos emitidos, da igual todo lo demás. Ante el grado de apoyo a la paranoia colectiva, ante lo que se avecina, necesitamos una ley de claridad (la pregunta debe ser clara; hay que determinar qué porcentaje mínimo del censo debería votar; y hay que determinar qué mayoría de ese voto sería suficiente) que enmarque un proceso tras el cual los catalanes tendrán que decidir si “dentro” o “fuera”.

Decía Jorge de Esteban en el artículo ya citado que el Consejero de Gobernación del tripartito, Joan Carretero, en una entrevista en ‘La Vanguardia’ del 19 de marzo de 2006, afirmó, cuando se aprobó en el Parlament el nuevo ‘Estatut’, que  “todo el mundo votó, sabiendo que iba en broma” (sic). Bien, pues para evitar esta dinámica perversa hace falta ser tajante. La broma se acabará cuando la perpetua adolescencia del nacionalismo se vea obligada a votar sin red. Sin la red que les proporciona el saber que, incluso si votan independencia, llegará el Estado para acolcharles el golpe, pagarles las costas y seguir poniendo el culo para recibir patadas.

Por eso creo que la opinión pública debería presionar al Gobierno para que, a su vez, éste presione al TC hasta obtener nuestra propia ley de claridad. Un referéndum: si es dentro, es dentro: democracia; ergo, igualdad política; ergo, igualdad de derechos y obligaciones; ergo, solidaridad; ergo, ni se menciona el principio de ordinalidad, ni la asimetría, ni la singularidad (¡?), ni sandeces parecidas. Y si es fuera, es fuera: ya me dirán si hace frío o si avistan la arcadia.

El Estado lo componemos los ciudadanos soberanos. Y ya es hora de que vayamos enterándonos de que lo que se brinda animosamente a las ricas comunidades históricas (que se sienten oprimidas)  se detrae de los servicios públicos de los ciudadanos del resto de Comunidades Autónomas. Sus prebendas son patadas en nuestro culo. Un Estado democrático es (y debe ser) un Estado compuestos por iguales políticos, donde rija una auténtica solidaridad (que no caridad) sustentada por iguales derechos y obligaciones, sustentada, en fin, en la igualdad política, cuyo concepto gemelo es el de no-dominación. Sin igualdad de oportunidades, no hay conciudadanos. Antes de mantener el mapa a cualquier precio, que se vayan.

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