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Mientras tantoObjeto fílmico no identificado

Objeto fílmico no identificado


Suena Nights that won’t happen,

de Purple Mountain

El cineasta Andrew Patterson, el co-guionista James Montague y el montador Junius Tully podrían repartirse los méritos, tal vez de manera no del todo equitativa, de una película como The vast of night (2019), uno de los sleepers de la temporada y que desde su estreno en la plataforma de streaming de Amazon Prime empezó a llamar la atención entre espectadores entusiastas y una crítica sorprendida y ávida de alicientes. Debería haber un reparto de reconocimientos, si no fuera porque, en realidad, son la misma persona. Lo que no sabemos es si el bueno de Patterson se hizo su «Juan Palomo» porque se sintió demasiado solo, tuvo la necesidad de multiplicarse en varios seudónimos como estrategia creativa para llevar a cabo su proyecto, o si para darle mayor envergadura al asunto creyó que cabía ampliar el equipo técnico de una producción mínima realizada a lo largo de dos semanas en Whitney, pequeño poblado de Texas, y en la que invirtió todo lo ganado como creador publicitario.

Sin embargo, una vez finalizado el rodaje y editado el film, el éxito no fue inmediato ya que Patterson tuvo que ver como su película era rechazada en uno y otro festival –de Cannes a Sundance-. Solamente cuando todo parecía indicar que The vast of night acabaría en el disco duro de su ordenador o colgada en Youtube o Vimeo, se proyectó en Slamdance, festival especializado en cine independiente. Fruto de la obstinación, después llegarían Toronto o Edimburgo y, finalmente, la compañía capitaneada por Jeff Bezos compró los derechos para ofrecerla en su canal de streaming. Y lo que uno no entiende es cómo lo que unos vieron, o descubrieron, en The vast of night, que se trataba de una futura joya del cine de ciencia ficción, otros no supieron o, tal vez, no quisieron verlo. Como quien no quiere creer en los ovnis, vamos.

Porque The vast of night lo tiene todo, absolutamente todo, para atrapar al espectador, sin soltarlo a lo largo de sus apenas noventa minutos de duración, desde que se inicia con la imagen de un antiguo televisor de tubo –Philco Predicta-, en el que se proyecta un serial televisivo titulado Paradox Theatre Hour, y por el cual nos introduce la cámara para trasladarnos a través de un vertiginoso y admirable plano secuencia a la propia acción del film. La que transcurre en plena década de los 50 del siglo pasado en una pequeña localidad de Nuevo México, Cayuga, en lo que supone un guiño para los más avezados (o informados), y la definitiva confirmación de que estamos ante un homenaje retro de la popular serie televisiva The Twilight Zone (La dimensión desconocida), creada por Rod Sterling coproducida por la CBS y Cayuga Productions.

A partir del citado plano secuencia, a través del cual observamos como los lugareños se reúnen en el pabellón del instituto para presenciar el típico partido de baloncesto escolar, Patterson nos introduce a los dos principales protagonistas: Fay, una entusiasta adolescente que trabaja algunas horas como recepcionista de la central telefónica y aficionada a todo avance tecnológico, y Everett, un joven algo indolente y arrogante que trabaja como locutor en la radio local WOTW -último guiño, en este caso, a la célebre retransmisión realizada desde el Mercury Theatre on the Air por Orson Welles de War of the World, la novela de H.G. Wells, y que desató la paranoia y provocó el caos entre la población-.

Las referencias son evidentes recursos culteranos que pretenden jugar con la complicidad del espectador atento, y capaz de establecer los vínculos con la cultura popular, y son, también, una declaración sincera por parte de un cineasta que asume los territorios narrativos que transita –los de la ciencia-ficción de los 50 y 60- y los códigos genéricos que recupera –aquellos que beben de una temática concreta: la invasión alienígena-. Porque, efectivamente, una vez hemos superado la introducción de los personajes y hemos recorrido junto a ellos las calles deshabitadas de Cayuga, cuando Patterson decide, con decisión, pasar del dinámico plano secuencia a un larguísimo plano estático en el que Fay ejerce su labor de telefonista y esta oye por primera vez lo que parecen ser sonidos provenientes de algún lugar desconocido, The vast of night pone de manifiesto que el terreno, por muy trillado que esté, si uno es plenamente autoconsciente, siempre hay caminos nuevos por explorar, algo nuevo por descubrir, tratándose además, como es el caso, de invasiones extraterrestres -¿o puede que se trate de los soviéticos? El apunte a la paranoia ciudadana está ahí, y no debe faltar para no dejar cabos sueltos en el homenaje-.

Viejos códigos genéricos, antiguas historias, contadas y vistas una y mil veces, y nuevas formas para contarlas por parte de un cineasta al que se ha acusado de exhibicionismo formal, cuando en realidad lo que hace es abrazar la única opción que le queda, la de trazar una puesta en escena que lleve implícita el desconcierto, la incertidumbre, en definitiva, un doble proceso de descubrimiento, el del espectador respecto a la trama y el del propio cineasta respecto a su propia mirada. Porque no solo se trata de que dicha puesta en escena atrape al espectador de manera que lo traslade a un espacio u otro –de la central telefónica a la emisora de radio pasando por el hogar de una anciana con secretos que desvelar- o lo convierta en oyente de relatos orales que hablan de lo que siempre se ha dicho, pero nunca se ha podido del todo saber. Se trata, además, de que en cada decisión tomada se intuya un sentido dramático, el que nos lleva a compartir el estado anímico de los dos protagonistas, o narrativo, el de conectar a Fay y Everett, espacialmente aislados al principio, pero unidos por las ondas, y finalmente compañeros de viaje a través de los sonidos de la vasta noche.

Que todo ello sea consecuencia de una puesta en escena absolutamente predeterminada evidencia, no solo la habilidad, sino la inteligencia de Patterson y es lo que convierte The vast of night en un logro y un misterio que nadie esperaba que ocurriera.

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