Cortázar habla de aquello en Las babas del diablo. Bolaño nos cuenta la historia del Ojo, obsesionado con que su amigo escritor escuche una historia de la India que no sabe nadie, en Putas asesinas. De eso se trata uno de los mejores cuentos de Kipling, The man who would be king, y también The Turn of the Screw de James: conocidos que nos cuentan una historia que alguien les ha relatado. El viejo tema de la tribu alrededor del narrador de cuentos, cuando las historias alimentaban las noches. No estamos tan lejos en el tiempo. Si hacemos el ejercicio mental aún podemos remontarnos unos siglos y ver a un vagabundo haraposo que levanta los brazos mientras empieza un historia que le contaron sus padres. Una que la tradición le adjudica a un solo hombre pero que fue contada en círculos alrededor de fortalezas y en las noches de vigilia y temor de las ciudades sitiadas, una que habla sobre una ciudad llamada Troya.
Un sábado de invierno, en McNally Jackson, allá por ese barrio llamado Soho, nueve mujeres, cuatro hombres y un niño se juntaron para contarse un cuento. No es de noche, no hace frío, Nueva York no está detrás de las murallas esperando la llegada de los piratas o el ataque de los franceses. Sin embargo, en esta versión moderna de la tradición oral –llamada Club de lectura– se repite una historia que un narrador nos ha dejado. Que el autor fuera amigo de Borges importa tanto como que fuera zurdo: nos interesan los diálogos entre personajes, las descripciones de las montañas por donde se ha escondido para no perecer a sus odios internos (que él llama Los donguis) y las reflexiones de quien calcula la demasiada distancia que hay entre él y las mujeres que calientan sus fantasías en las noches frías.
Por las tardes, desde las estaciones del tren se nos recuerda que el día de San Valentín llega la segunda temporada de House of Cards. La televisión pública nos hace saber que nos estamos perdiendo los nuevos capítulos de Downton Abbey y la pantalla del cine nos explica que pronto, en Imax y con lentes oscuros, podremos ver una nueva historia del sorprendente Hombre Araña en tercera dimensión. El mundo está lleno de historias y nosotros queremos escucharlas todas.
Aún el menos imaginativo sabe cómo exagerar la importancia de su día a día, o reinterpretar, para sus amigos, la foto de primera plana del New York Post. Borges aprendió muy niño –tal vez de Scheherezade– a falsificar sus sueños para mantenernos en vilo. No sólo eso: convirtió su vida en un cuento y escogió a Bioy, suerte de Boswell, para que nos contara la historia.
Algunas veces me dedico también al mismo cuento. Hay historias (como ésta) que reviso y vuelvo a contar, percatándome que incluso en ellas he creado personajes que narran, que exageran al practicar este vicio hermoso de la humanidad (con variantes de lo mismo en uno y otro cuento) . Reescribo también las crónicas donde sólo quiero que exista la verdad: les coloco y quito adjetivos, elimino adverbios, tal vez con la insana pretensión de que se mantengan frescos, de que no envejezcan, de que puedan ser contados aún cuando yo no esté.