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Mientras tantoObsesiones

Obsesiones


Quien manifieste no haber tenido obsesiones en algún momento, y ahora más que nunca en la catástrofe que estamos inmersos, pienso que se engaña. Yo las he tenido y las sigo teniendo con mucha frecuencia. El peligro es que deriven en una neurosis. Aunque bien mirado, qué importará si he llegado a ese estadio con todo lo que está cayendo.

Soy débil, frágil, y supongo que lo son también el resto de los humanos. Algunos, en especial quienes gobiernan, aparentan no serlo. Se mienten a sí mismos y mienten a los demás. Sienten la obligación de mostrar seguridad, porque de lo contrario son conscientes de que serían reprobados por sus congéneres y perderían poder, lo más preciado y la razón de su existencia.

La imagen nos los muestra bien vestidos, pero si la cámara nos ofreciera un plano completo descubriríamos que debajo van desnudos, sin pantalones o sin falda. Mi ex esposa, psicóloga y pedagoga, y yo solíamos bromear cuando estábamos juntos sobre la resistencia psicológica de cualquier ser humano. Pensábamos que algunos se desmoronarían en menos de media hora en el diván de Sigmund. Con otros el doctor vienés tendría que esforzarse un poco más. Así, ¿cuánto resistiría Donald Trump, Vladímir Putin, el Papa Francisco, el Emérito o el mismísimo Pedro Sánchez? Sería cuestión de tiempo. Caerían en la lona o abandonarían el combate al verse descubiertos en sus contradicciones, en sus engaños, en sus frustraciones o en el reconocimiento de que no se sentían orgullosos de su propia vida. Sería incalculable el precio de un vídeo que nos mostrara, por ejemplo, a un Trump deshecho en lágrimas y confesando  al profesional de la psique que su vida era un error y un horror.

La mente humana sigue teniendo muchas zonas de sombra que la ciencia trata de esclarecer. La última de mis obsesiones se llama «vigilancia digital». El control de mis actos a través de internet y de los bigdata, los grandes datos digitalizados, por el bien presuntamente de la sociedad. En China hay más de 200 millones de cámaras de vigilancia, dotadas de inteligencia artificial con capacidad de reconocimiento facial minucioso. En la estación ferroviaria de Pekín cualquier viajero que llega es captado por una cámara que mide su temperatura corporal. Se lo leí en un artículo reciente a Byung Chul Han, el filósofo surcoreano afincado con gran éxito en Alemania, cuyo ensayo La sociedad del cansancio me atrapó cuando lo leí al descubrir de su existencia casualmente en una entrevista publicada hace tres o cuatro años. Recuerdo que cavilaba por entonces sobre la conveniencia de poner fin a un amor baldío. Me llamó la atención que sostuviera que la depresión es una enfermedad narcisista: «El narcisismo te hace perder la distancia hacia el otro y ese narcisismo lleva a la depresión (…) el mundo digital es también un camino hacia la depresión: en el mundo virtual el otro desaparece».

Existen instrumentos para controlar a cualquier ciudadano mediante la geolocalización. Sin irnos tan lejos, el Gobierno español está ultimando una aplicación obligatoria para cualquier usuario de móvil por la que se podrá saber con quién ha tenido contacto últimamente. Lo adelantó la ministra de Asuntos Exteriores, Arancha González Laya a la BBC. No será una app opcional, sino, al parecer, obligatoria, aunque a lo mejor he entendido mal. Es verdad que estará destinada fundamentalmente a aquellas personas contagiadas o potencialmente infectadas del Covid-19.

¿Quién puede oponerse a ello si se hace por necesidades sanitarias de emergencia con el fin de acabar con la pandemia del coronavirus? Pocos, indudablemente, y aquellos que lo hicieran serían considerados malos ciudadanos y no sé si sujetos a una multa. Desconozco si en esa categoría entraríamos los asociales. Prefiero no pensarlo. Miedo me da que una noche aparezca en mi cueva una brigada sanitaria, disfrazada con equipo de astronauta. que toque el timbre a horas intempestivas, a esas que no es el lechero precisamente, me ponga el termómetro y descubra lo que yo todavía ignoro si lo soy.

Por el bien de la sociedad un asocial como yo en momentos de emergencia como éste está preparado para que el Ejército de Sánchez me movilice para acabar con el rastrero y asesino patógeno. Ahora bien, siempre y cuando eso tenga una fecha de caducidad. De todos modos, me pregunto qué podría hacer yo por Sánchez y él por mí. Vaya, la frase al estilo de John Kennedy. Evidencia la mano de su gurú, el rey de reyes del marketing político hispano.

Como consecuencia de los atentados del 11-S, George W. Bush acentuó las medidas antiterroristas, especialmente en los aeropuertos. Los dos presidentes que lo sucedieron, Obama y Trump, no sólo no las relajaron sino que las incrementaron hasta el punto que viajar a Estados Unidos sea cada vez más incómodo. Tales medidas se extendieron rápidamente por el resto del mundo y paulatinamente se han ido haciendo tan desagradables como allí. Naturalmente, si es ése el precio que debe pagar la ciudadanía la mayoría está de acuerdo con ellas. El problema es que el poder una vez implantadas éstas u otras no las suele rebajar. En ocasiones hasta las amplía.

Resulta siempre tentador para quien gobierna controlar a sus conciudanos. Y hoy más que nunca cuando con las nuevas tecnologías, con esas herramientas útiles, inteligentes y convenientes para avanzar en el progreso cualquier poder político o empresarial puede controlar quién soy, quiénes son mis amigos, mis aficiones etcétera. Y con el tiempo, cuáles son mis emociones. Recomiendo al respecto la lectura de Máquinas como yo, del novelista británico Ian McEwan.

Voy a releer otra vez esta noche a Orwell y prestar atención al tenebroso Gran Hermano.

 

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