No pude esquivar a un imbécil en el gimnasio; fingí estar muy concentrado en mis quehaceres —lo cual se me da bastante bien—, pero estaba decidido a pararse a hablar, así que no pude evitarlo. Y no quería intercambiar tres o cuatro palabras, sino alguna más; tanto es así que tuve que dejar de correr para no ahogarme.
Su intención era cuestionar las últimas decisiones que había tomado en mi vida. «Lo has dejado, ¿no?», me preguntó para empezar. Asentí levantando las cejas, esperando la continuación del interrogatorio. «¿Y no es muy desagradecido ese trabajo nuevo?», me dijo sin vacilar. Estuve a punto de responderle que sí, que mi idea era dejar un trabajo de mierda para desempeñar otro peor; en cambio, respondí con tacto, dándole amablemente algunas explicaciones. Y no solo eso. También me contuve, porque la frase inscrita en su cantimplora animaba a hacerle a él algunas preguntas: «Los límites solo están en tu cabeza», rezaba la pegatina. «Pero qué límites», pensé.
Pasado un rato, al comprobar que no estaba amargado, se dio por vencido. Se fue a saludar a otro y, por fin, pude continuar corriendo sobre la cinta del gimnasio, huyendo a ninguna parte.
Pero su inoportuno saludo me hizo reflexionar; en concreto, sobre lo difícil que es comportarse con precisión. Es decir, a veces somos demasiado indulgentes con los hijos de puta, y otras, en cambio, nos quedamos cortos de simpatía. Por cautela, por tendencia a mantener las distancias, medimos mal. Y es difícil cambiar esas actitudes. Las habilidades sociales: otra asignatura de las seiscientas que deberían incluirse en los programas escolares —los niños nunca dejarán de pagar por los complejos de los adultos—.
En eso pensaba cuando, de súbito, volví a cruzarme con el imbécil. Vio que me iba y se interpuso en mi camino. «¿Ya te vas? ¡Poco deporte haces tú!», me dijo. Y volví a sorprenderme a mí mismo, pues no le reventé la nariz de un cabezazo. Aun así, decidí divertirme. Lo miré alicaído, apretando los labios, y con trémula voz contesté: «Acabo de enterarme de que mi perro se ha muerto…». Entonces le cambió la cara, y se mostró comprensivo —a mi juicio, él actuaba peor que yo—. «Vaya… Lo siento», masculló. «No te preocupes. Adiós, adiós», le dije aparentando estar al borde del llanto, y me dejó en paz. Imagino que, después de un poco de drama, se quedó satisfecho. Aunque espero que no se entere de que no tengo perro.
De vuelta a casa, escuchando la radio, volví a oír que me llamaban. «¿Hasta cuándo, desgraciado, abusarás de mi paciencia?», pensé. Pero no era el tipo del gimnasio, sino mi padre, que estaba en una terraza con mi madre. Menos mal. Me acerqué y, entre otras cosas, me contaron que habían contratado Netflix y que estaban viendo Mad men. No dudé en sentarme un rato con ellos. Sin tener que seguir estrategias conductuales, sin medir palabras: en casa.