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Octubre rojo

 

Vasili Rózanov: El apocalipsis de nuestro tiempo

 

Con fecha del 14 de marzo de 1918, el jovencísimo Josep Pla escribía, premonitoriamente, en El Quadern Gris: “Los rusos están ahora implantando la justicia en su país. Sufrirán muchísimo. Lo pasarán muy mal. Se verán obligados a crear un Estado meramente policíaco, frío, siniestro. Pasarán mucha hambre y sed, tendrán que ampliar todas sus prisiones, tendrán que abolir todo aquello que hace agradable la vida. Y, así todo, no implantarán ninguna forma de justicia. Mi idea es que no puede haber alimentos, ni una forma mínima de vida en común, sin un determinado grado de injusticia. ¿Por qué hay mujeres feas y guapas? ¿Por qué tiene que haber hombres inteligentes y hombres estúpidos? ¿No es una injusticia? Si aplicamos la justicia a una situación así, no tendremos más remedio que matar a las mujeres guapas y a los hombres inteligentes…”

 

Visto a la distancia, la crítica de Pla es más bien una crítica visionaria y penetrante, pero todavía una crítica soft, por así decirlo. No hay, por donde se le busque, manera de ponerlo en compañía de los protervos —en ocasiones lúcidos, tempranos y tardíos, San Agustín, Joseph de Maistre, Lamennais a la cabeza— “reaccionarios” por antonomasia a la más mínima expresión de revolución de los que se encarga en su último libro Mark Lilla, The Shipwrecked Mind. On Political Reaction.

 

Marcado por el entusiasmo del que carecía Josep Pla a la hora de hablar de la revolución rusa, está sin duda el archi-conocido y leído reportaje del periodista graduado de Harvard, John Reed. En mi edición de Ten Days That Shook the World, el historiador A.J.P. Taylor atina al capturar el exacto calibre de Reed como escritor y en ubicar el sitio desde el cual escribe su libro.

 

Afirma el eminente historiador británico que Reed no estaba comprometido con la revolución, tenía el tiempo disponible para observar cuánto estaba sucediendo a su alrededor, tiempo para revisar la prensa, tiempo para escuchar las conversaciones y cotilleos callejeros y la invaluable oportunidad de cruzar de ida y vuelta la línea que separa a los revolucionarios de sus enemigos y detractores y enterarse así de que ocurría “del otro lado”. Sin embargo, y aquí el sin embargo es crucial, dice Taylor, “si bien Reed no estaba involucrado físicamente en la revolución bolchevique, se hallaba comprometido moralmente.”

 

El sitio desde el cual Vasili Rózanov escribe El apocalipsis de nuestro tiempo, en fascículos para suscriptores que sospecho no habrán sido muchos pues se trata sobre todo de una rabiosa meditación personal, de un lucidísimo e implacable panfleto en diez entregas, escrito igualmente en 1918, tras la toma del poder por los Soviets y en medio de las refriegas que se extenderán poco menos de dos decenios antes de la toma por Stalin del poder total en Rusia, se ubica en las antípodas de Los diez días que conmovieron al mundo. La primera frase de Der Wille zur Macht, de Nietzsche, advierte: “El nihilismo está en la puerta.” Nietzche desarrolla más tarde la tesis de que la decadencia del cristianismo contiene, en su moral tardía, al nihilismo finisecular.

 

 

En sentido contrario de John Reed, al vivir en carne propia y desde la más descarnada reclusión el advenimiento de la revolución bolchevique, Vasili Rózanov se mete, por así decirlo, junto con el nihilismo hasta la cocina misma de la Historia. Su diagnosis no sólo resulta neurasténica, sino endiabladamente auténtica. Veamos:

 

Todo está convulso; a todos nos han convulsionado. Todos se deploman; todo se desploma. Y todo corre a hundirse en el vacío de un alma que ha sido privada de su antiguo contenido.

 

Y de repente todo se hundió: el reino y la Iglesia. Los popes fueron los únicos en desconocer que la Iglesia se hundió más estrepitosamente que el reino. El zar estuvo por encima del clero. Ni disimuló ni mintió.

 

Desapareció el imperio, desapareció la Iglesia, desaparecieron el ejército y la clase trabajadora. ¿Y qué ha quedado entonces? Por extraño que parezca, no ha quedado prácticamente nada.

 

Morimos como fanfarrones, como actores. “Sin cruz, ni plegaria”. Si hay alguien capaz de morir sin cruz ni plegarias, ésos somos los rusos. Cosa rara, por cierto, porque nos pasamos la vida orando y persignándonos, y cuando de repente nos llega la hora de la muerte hemos arrojado la cruz a un lado.

 

El nihilismo… He aquí cómo asoma el nihilismo, con cuyo nombre se han bautizado los rusos desde hace tiempo. O mejor, el nombre que han adoptado mientras se apartan del bautismo.

 

El revolucionario es un mago, un teriántropo; no se trata de un ser vivo. En él no hay ni hubo alma viva jamás.

—Es un nihilista

 

Nihilismo. “¿Qué sale de ti?”.

—Nada.

Y de la “nada”, nada hay que hablar.

 

No ha sido el corazón del hombre el que pudrió al cristianismo, sino el cristianismo el responsable de haber podrido el corazón del hombre. He ahí el genuino significado del rugido del Apocalipsis.

 

El Apocalipsis revuelve a las masas y la gleba: el Apocalipsis crea.

 

Cristo permanece en silencio, ¿no es cierto? Acaso algo más que una mera sombra? Acaso es algo más que una misteriosa sombra? Una misteriosa sombra que ha dejado al mundo entero en los huesos.

 

Jesús no nos ha dicho nada sobre la creación del mundo. Por otra parte, y sobre todo, se ocupó de declarar pecado las “obras de la carne” y virtuosos los “frutos del espíritu”. Yo, en cambio, creo que las “obras de la carne” son las que de veras importan, mientras que los “frutos del espíritu” son mera charlatanería.

 

En Europa se aparecieron Herzen y Bakunin a “introducir el socialismo”, que era “lo último que necesitaba Europa”. Nuestro papel, entre Europa y Asia, no ha sido otro que el de unos híbridos: nihilistas incapaces de comprender ni a Europa ni a Asia. Sólo supimos llevar el alcoholismo, la confusión y la mugre.

 

El cristiano: parece que estuviera enfermo y sospechara que todos los demás padecen una enfermedad más grave que la suya. Tan sólo hay algo que no le inspira sospechas: el poder. El poder siempre es bueno y benigno; he aquí por qué el cristianismo se conduce siempre con pereza, en la confianza de que el poder lo aprovisionará siempre como quien mantiene a un tullido.

 

Nos dimos al culto de una religión de la infelicidad.

¿Por qué asombrarnos, entonces, de que seamos tan infelices?

 

En su muy erudito y accesible estudio, A Concise History of the Russian Revolution, el veterano historiador Richard Pipes le recuerda al lector un dato fundamental: los astrólogos del siglo XVI se referían al término “revolución” para designar acontecimientos abruptos e inesperados, determinados por el entonces caprichoso curso de los planetas, ajenos al control de los hombres. Pipes repara entonces en la acepción “antigua” del término para contraponerlo al “moderno”: lo revolucionario, samovol’shchina en el ruso de los ideólogos bolcheviques, los campesinos, los obreros y la soldadesca, apela a hacer lo que a uno se le venga en gana, lo radicalmente nuevo.

 

En el ensayo que escribió en ocasión del 60 aniversario de su amigo Martin Heidegger, “Sobre la línea”, Ernst Jünger escribió con lucidez luciferina: “En el instante en que se derrumbaban los palacios de Troya, ¿qué podría decirles a los troyanos que Eneas fundaría un nuevo reino? La mirada puede, más acá y más allá de las catástrofes, dirigirse al futuro y puede pensar en los caminos que conducen allí —pero en sus remolinos gobierna el presente.”

 

Ello me hace traer a cuento —quizás incompleta, quizás sesgada por el resentimiento ante el devenir del nihilismo en la Historia— la justa ponderación que Vasili Rózanov hace de la literatura en los fascículos sexto y séptimo de El apocalipsis de nuestro tiempo:

 

La literatura es la felicidad más grandiosa en tanto que nos permite sumirnos en el olvido de lo que somos, pero también es la más grande de las desgracias en lo que a nuestra vida personal respecta.

 

Es probable. Quizás Rózanov lleve razón. Pero al menos en este punto, a mí no acaba de convencerme. Como dice Jünger, nuestra mirada, para el caso la mirada literaria, nunca cesa de mirar hacia el futuro, y siendo futuro, se convierte en un eterno presente. En la literatura, tal vez en la historia, hay raptos de dicha y de desgracia —la mayoría de las veces— por partes iguales. La tragedia —al igual que la felicidad— absoluta, nos lo ha recordado en más de una ocasión George Steiner, es  humanamente imposible.

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