Paréntesis para homenajear a un milagro, a Flower, a la perfección andante, a la robustez bien llevada, a la espalda por la que siempre me quise caer, a las piernas golosas, al sentido de chuparla, a mi sed por poseerla; a su cuello, caída libre de mi vida; a su lengua, músculo que evacúa el frescor más clorofílico, como sus pechos, surtidores de infantilismos, viéndome allí agarrado bucalmente, enganchado, por espacios de tiempo inimaginables, como el yonqui que no sabe salir de las redes de la bolsa que siempre sueña con adquirir, aunque cargue ya con una; a su perfección y talento; a su corazón embadurnado de mi persona, sus manos seguras, sus pies estrujados, sus rodillas como bases de columnas jónicas; a su culo, artefacto explosivo sin explosionar; y a su mirada, metralleta sectaria, pozo sin fondo, evacuación necesaria, verdes o azules, daltónico por los recuerdos, generados casi siempre en la embriaguez del amor, el sexo o el alcohol.
Flower y sus antebrazos, de jugadora de bolos, apasionantes en su formación muscular, atravesando poros sabrosos y nutritivos, llegando hasta un codo mordisqueable, que permite el acceso en ascensión mítica a unas axilas occidentales con necesidad de rasurado profundo y ambientador: como las de cualquier blanco. Y de allí al cuello, carne magra excitante, rampa de salida hacia sus hombros, mejorables para muchos e imprescindibles para mí, por su cercanía a su cara, temblorosa de mi llegada, con pómulos cambiantes en su colorido, con una boca magistralmente armada, de dientes irrepetibles como teclas de piano. Y su lengua, músculo obscenamente húmedo, de saliva sin igual, que yo guardaría en cartones si de mí dependiera, para beberla a solas, en una copa colmada, de un solo trago, sin hielo.
Su torso: la pechera; de incalculable valor y peso, con ambas diferenciadas, colocadas en diferentes posiciones, pero hermanas de sangre, decoradas por pezones abotonados, de valor incalculable, surtidores de amor y de futura leche para bebés, cajeros del placer, almohadas de vez en cuando.
Y bajamos al estómago, acumulación de nervios y comestibles, carpa de mi circo particular, lugar donde interiormente llega mi dedo corazón buscando un imposible desde agujeros penetrables, ombligo del mundo sólo para mí, otro osado agujero que te dio la vida, separándote de la miseria que hubiera sido seguir pegada a tu madre, hoy valorable en la distancia que se queda corta por la puta tecnología, que aún, en triste retraso, no permite que yo pueda residir dentro de ti.
Y cuesta abajo y sin frenos llego al pubis, volcán y estufa, hervidero y confusión, pelado o a pelo, con bigote o decorado, que abre paso a la clave de todo humano que no es la mía: tu vagina primorosa, estación de parada obligatoria, estrecha pero esforzada, húmeda a la primera e inundada a la segunda, lago profundo a la media hora, cavidad perfecta donde pasar mis días y mi noches si no fuera por tus piernas, que por perfectas deberían convivir juntas,encoladas, por exquisitas y memorables, por musculosas y curiosas, por mantener erguido todo ese resto de tu cuerpo que acabo de proclamar majestuoso, secuestrable, orinable, abruptamente milagroso. Una obra de arte sin enmarcar más que por la ropa, insidiosa envidia que la tengo, asquerosa cuando viene de la lavandería, gloriosa cuando se va manchada, perfecta cuando me la meto en la boca y sabe a ti, o cuando te la pones o te la quitas y hago como que debuto en esta enfermedad que fue mirarte, olisquearte, adorarte, palparte, rozarte, montarte; a fin de cuentas, escribirte.
Y verte dormir en silencio, mientras te arropo y me derrito, a la vez que me meto dentro, enfermo.
Joaquín Campos, 04/10/13, Phnom Penh.