El sábado por la noche llegué a casa a las dos y cuarto de la mañana, tras darle al taxista un euro con cincuenta de propina por tener una conversación normal y no hablar ni de fútbol, ni de política. Me dijo: “hoy es un día especial, la gente que estoy llevando es más bien intelectual, como salida de un teatro, hay muy buen rollo esta noche”.
Al día siguiente, a las nueve de la mañana tengo una cita con el ajedrez, una partida de un torneo Pre-Liga en la cual voy tercero de nueve participantes, contra un amigo llamado Javier García Martín. Me ganó la última partida, así que toca revancha. Yo jugaré con blancas, esto es una ventaja porque abres el juego, como si tu eligieras el tipo de baile y la música, y el otro debe seguirte, aunque esto es solo el principio.
Odio el ajedrez.
Llego a casa malherido, tras nueve horas de trabajo sin descanso, sin parar a comer, con mi vejiga a rebosar y sin prestarle atención, pero todavía me queda cenar (prepararme yo la cena), y enviar una foto a 365 international, un proyecto de un grupo de fotógrafos en el cual tengo que enviar una foto diaria. Son 365 fotos en un año, llevo 320, no puedo abandonar el proyecto. Calculo acostarme a las tres y media y así puedo dormir cuatro horas.
Me acuesto y cada hora miro el reloj porque no quiero dormirme. Mi mujer al lado, que solo la veo por la mañana cuando se va a trabajar y por la noche cuando está dormida con mi hija. Nuestra hija duerme con nosotros. Se acuesta en el centro y con una mano toca a Ana y con la otra me toca a mí, así durante sus sueños viaja con nosotros y está siempre acompañada. Pongo el despertador a las 7.33, me gusta jugar con los números, nunca lo pongo a una hora en punto, siempre varío. A las 7.28 me levanto y me voy a la ducha, tras parar el reloj para que no las despierte. Mi hija tiene diez meses, este martes cumple once, nació un 18 de diciembre.
La partida es a las nueve de la mañana, pero me despierto una hora y media antes porque tengo una serie de rituales. Antes de jugar. Ocho minutos de estiramientos (tengo una tendinitis en el hombro izquierdo y una doctora simpática me dijo “ese dolor ya no se va a quitar”), hoy es día par con lo cual no me afeito, y tampoco me pongo champú, la hoja de afeitar lleva ya seis afeitados y tengo que cambiarla, pero ando justo de dinero y tendrá que esperar. La radio del cuarto de baño esta sintonizada a Radio Nacional de España, y la de la cocina a Onda Cero, en el cuarto de baño oigo siempre a Alfredo Menéndez por las mañanas, pero hoy es domingo y esta Pepa Fernández y Jose María Íñigo. Cuando entro desnudo a la ducha pienso en la apertura que le voy a hacer, si hago Apertura Catalana (g3) rehúyo la lucha por el centro pero gano la diagonal blanca, también puedo realizar la Apertura Inglesa (Cf3, c4), pero la última vez me dieron una paliza con esta apertura. Puedo analizar mentalmente una partida y las variables mientras me enjabono las piernas.
Mi segundo ritual es un café Nespresso (el de George Clooney), y una mandarina, este es mi desayuno porque soy estreñido pero los domingos descanso, no hay fruta, solo café. Realizo 61 giros de tronco con una toalla en los hombros y los pies descalzos. Acabado el ejercicio tengo el tronco erguido y solo pienso en mi contrincante. En la última partida que jugamos hace dos años y que perdí, en mis errores de entonces. Tenemos un ELO parecido, el ELO es el potencial actual de un jugador. Un 1800 es un jugador normal, yo tengo 1670. Un buen jugador tiene 2000 de ELO, pues el número uno Magnus Carlsen tiene 2832. Nunca un jugador ha tenido tan alta puntuación en toda la historia del ajedrez. Si ganas tu puntuación sube, si pierdes baja tus puntos.
Nuestro duelo es en la Didáctica un club de ajedrez que se fundó en 1927, somos 71 socios y tenemos siete equipos en la Liga Madrileña. Yo fui presidente del club durante dos años, ahora solo soy capitán de equipo de Segunda.
Estaba tan concentrado en la partida y las posibles variantes que le compro al quiosquero El País, cuando yo leo El Mundo, tuve que volverme sobre mis pasos y comprar El Mundo. Llevo mi agenda, una revista de cine llamada Dirigido, y el último libro que estoy leyendo llamado Austerlitz, de W. G. Sebald, del cual llevo 130 páginas y todavía no sé de que trata.
Llego a las nueve menos veinte y estoy a seis grados de temperatura mirando una fachada de un club de ajedrez que está cerrando y que tiene pintadas a ambos lados de la puerta. ¿Qué hago yo aquí? ¿Ésta es forma de pasar un domingo por la mañana? Nadie en la calle Molino de Viento. Veo a un chico vestido con ropa de deporte que se agacha a recoger una colilla encendida. Un taxi para delante de un portal y sale una pareja y mete en el maletero del taxi un trípode y dos bolsas negras. Una chica joven atrapada en un saco de abrigo saca a pasear a un Chihuahua. Al fondo aparece Javier García Martín, sonriente, con su abrigo rojo y su sonrisa cómplice. A las nueve de la mañana. Un domingo. Familias en el Retiro. Una vuelta por Chinchón. Una escapada a Alcalá de Henares. Un paseo por El Escorial. No, encerrados en un cuartucho jugando una partida de ajedrez. Jugamos al ritmo de una hora y media más 30 segundos de incremento por movimiento. Es decir, tú tienes una hora y media para jugar la partida, pero si realizas el movimiento antes de treinta segundos el reloj no corre, pero si tardas más, se va restando el tiempo. Es decir, tú sabes cuando empiezas, pero nunca la hora que la partida terminará. Ésta terminará cuando tú le des jaque mate al otro, o cuando el otro se rinda, paré el reloj y te dé la mano diciendo al otro que es mejor y que tú seguirás intentándolo.
Tengo las llaves del club. Cogemos un ajedrez especial con figuras talladas en madera, tenemos todo el club de ajedrez para nosotros, cogemos dos aguas sin gas que luego abonaré el importe al encargado Santi. Nos miramos. Nos sonreímos. Nos damos la mano, y empezamos. No se puede hablar entre nosotros. Silencio absoluto. Hablas con las piezas. Si quieres decirle algo al otro, tienes que decirlo cuando corra tu tiempo, no el suyo porque lo estarías distrayendo. Ni puedes hacer ruido, ni aspavientos, ni crujido de dientes. Silencio. El cuerpo desaparece, dos mentes se enfrentan.
Elijo la Apertura Catalana. El hace un juego astuto y se enroca por el mismo lado que yo. La mejor jugada posible. Va a ser una partida larga. En el ajedrez como en la vida, con cada movimiento que hagas creas una amenaza (avanzas), pero también dejas un punto débil (algo pierdes). Si hay algo que he aprendido en mis diecisiete años de competiciones ligueras en la Comunidad de Madrid es…que no hay excusas. El otro jugó mejor que tú, bajas la cabeza, haces una reverencia, y a tu casa a estudiar. Como dice Anand “descubro donde estuvo el error y olvido la partida”. Los grandes jugadores tienen un arsenal de 20 ó 30 partidas memorizadas de cada variante de las aperturas. Imagina que hay 25 aperturas conocidas, imagina las partidas que puedes almacenar en tu memoria. Se puede hacer. No es complicado. Es como conducir, al principio mejor que vayas por terreno conocido, grandes autopistas, para que no te cacen en una encerrona, y no caigas en una trampa, y luego conforme llegas al medio juego, estas solo tú, no puedes consultar ningún libro, no puedes llamar a tu madre, no puedes consultar el programa Fritz, estas tú con tus defectos y tu inteligencia.
Otra cosa que he aprendido del ajedrez es que la personalidad oculta de una persona se muestra en el tablero. Niños timoratos que tartamudean al hablar, pero se sientan a jugar al ajedrez y son unos asesinos. Personas trajeadas y de modales exquisitos, que luego ni se enrocan, sacrifican piezas, se saltan las aperturas, unos auténticos “destroyer”.
Una hora. Miro el reloj, mi contrincante ha cometido un error, se ha dejado el flanco izquierdo desprotegido, y sus propias piezas se molestan.
Dos horas. Como me veo tan superior, quiero destrozarlo por el flanco derecho, justo por dónde él se encuentra mejor. Cometo un error y pierdo un peón. Bueno, tampoco es tanto. Llevo tanta tensión en el estómago que siempre que juego al ajedrez, hago de vientre. Como dije soy estreñido, menos cuando juego al ajedrez. Me dirijo al cuarto de baño y el water no tira agua. Me contengo y me relajo. Tendré que esperar a llegar a casa.
Miro el reloj. Tres horas y cuarto. Llevo sentado tres horas y no me he dado cuenta del paso del tiempo. Hace tiempo que la temperatura subió, y los dos nos quitamos el jersey al miso tiempo.
Tres horas cuarenta y cinco jugando. Llego a un final con mismo número de piezas, yo un alfil y él un caballo (en finales el caballo es más fuerte), y Javier me sacaba dos peones de ventaja. Paro el reloj, le doy la mano y le felicito. “Gran partida Javier”.
Salí corriendo porque me esperaba mi cuñado para llevarme a comprarle un regalo a mi mujer en Media Markt. Entraba a trabajar a las tres de la tarde. Le dije a mi mujer: “Aunque sea media hora voy a casa, quiero veros y besar a la pequeña”. Llego a las dos, veo a mi hija con un jersey rojo precioso, con sus ricitos rubios y cogiendo a su muñeco Blas por la cabeza. Lo único que puedo decir es “me cago”. Me encierro en el cuarto de baño, cinco minutos más perdidos. Tengo diez minutos para decirle a mi hija que la quiero, para besarla, para jugar con ella, para pedirle perdón a mi mujer por fastidiarle un domingo, para decirle que es la última partida que juego… este mes… Odio el ajedrez.
Dos y media. Salgo pitando para el trabajo sin comer. Mordiéndome el labio de rabia y maldiciendo a mi abuelo porque me enseñó a jugar al ajedrez y cada vez que juego él juega conmigo. Odio el ajedrez.
Pero mientras trabajo poniendo cafés sigo analizando la partida y me digo “Javier tienes los días contados”, pienso en Anand y descubro el error, tendría que haber doblado torres y atacar por el flanco izquierdo, debí enrocarme antes, no debí mover el caballo a h4 y la jugada de peón f4 fue errónea.
Un día a las tres de la mañana me levanté diciendo h3 era la jugada, h3, tenía que haber movido h3. Ese día me asusté. Llevo diecisiete años enamorado de este deporte, y unas veces gano y otras pierdo. He aprendido a saber perder como diría mi amigo David Trueba. No lo puedo dejar. Y mi mujer me deja este capricho. Tengo 50 años y no seré Bobby Fisher. Pero en invierno los domingos por la mañana de liga, me levanto a las siete de la mañana sonriendo, con ardor en el estómago, ávido de experiencias nuevas, podemos ir a jugar a Alpedrete, Navalcarnero o Tres Cantos, y allí estará Cándido al que todos llamamos Hierro y que toca el fagot en el metro, Juan Barrios que es Notario y una fiera en el tablero, Marcelo Álvarez que le quitaron un riñón y todos hicimos un torneo en su nombre, el Torneo Marcelo Álvarez, conseguimos 540 euros y se los llevamos al hospital, Salvador Palomino que sufre hemodiálisis tres veces por semana y siempre nos contagia con su humor y su fortaleza, Fernando Berrocal que apenas habla y tiene amigos pero en el club todos nos sentamos a jugar contra él,…Para mi son mi familia. Os he mentido. Yo amo el ajedrez.
Juan Bohigues