En 1907 Rubén Darío llega a Madrid precedido por su fama de mago del arte. El poeta presenta todas sus credenciales, y al instante toma cargo como ministro plenipotenciario de Nicaragua en España. Poco después de iniciar sus labores, alguien le acerca una carta. Darío lee el remitente, toma la misiva, le da un vistazo y, con rostro hosco, se encierra en su oficina. Allí la abre y emprende su lectura:
“¿Me impulsas a la violencia? Pues sea. Yo no soy el amigo herido por la desgracia que pide ayuda al que consideraba como un gran amigo suyo: soy un acreedor que presenta la cuenta de su trabajo. Desde el mes de abril hasta el mes de agosto de 1905, yo he escrito por encargo tuyo hasta ocho cartas (de las cuales conservo en mi poder seis) que han aparecido con tu firma en el periódico de Buenos Aires, La Nación… estos artículos, por su extensión, por ser yo el autor de ellos y por la importancia del periódico donde se publicaron, valen cien pesetas cada uno, aplicándoles una evaluación modesta… No te extrañe que en caso de insolvencia por tu parte lleve el asunto a los Tribunales y dé cuenta a La Nación y a tu Gobierno de lo que me pasa. Yo lo haré todo y lo intentaré todo por rectificar estas anomalías de tu conducta. En cambio, puedes contar con mi más absoluto silencio a satisfacción, sin escándalo a mis reclamaciones. Serás en lo porvenir, como un muerto, o, mejor, como si no hubieras existido jamás”.
Darío abre una gaveta de su escritorio, y saca una vieja carta de la misma persona. También la lee:
“Creyendo en mi prestigio literario he llamado a las puertas de los periódicos y de las cavernas editoriales y no me han respondido; crédulo de mis condiciones sociales –yo no soy un ogro ni una fiera de los bosques– he llamado a la amistad, insistentemente, y ésta no me ha respondido tampoco. ¿Es que un hombre como yo puede morir así, sombríamente, un poco asesinado por todo el mundo y sin que su muerte como su vida hayan tenido mayor trascendencia que la de una mera anécdota de soledad y rebeldía en la sociedad de su tiempo?… Ven y levántame, tú que vales más que todos… si en las letras españolas tú eres como un Dios, yo he tenido la suerte de ser tu victorioso profeta”.
Repasa la última oración otra vez. Sus labios se mueven al compás de las palabras sin emitir sonido. Darío piensa mientras en su cara pasan ráfagas de fuego. Se acuerda de las viejas cartas del extraño personaje pidiendo una visita, dinero, ayuda. Y de lo que en medio de sus múltiples ocupaciones diplomáticas tuvo que idear para tenderle la mano, de la salida salomónica convertida en trato mefistofélico: la compra de su alma artística por unas pocas pesetas. Darío, el fenómeno detrás de Azul y Prosas profanas, el reformador de la poesía, el fauno modernista, recurre a un negro literario para que le escriba una serie de colaboraciones destinadas al diario La Nación de Argentina.
En todas esas crónicas aparece un personaje principal de nombre Alejandro Sawa. Éste le habla a Rubén Darío sobre lo que sabe, lo que ve, lo que vive, lo que vuelca en sus páginas. El poeta nicaragüense entiende que ésta fue la única forma que utilizó su amigo para no sentirse tan sucio y vendido en la proposición: colocando su propio nombre dentro de un discurso que no puede firmar como autor, y del que no recibe ni un centavo. El ministro plenipotenciario de Nicaragua en España se tapa la cara con sus manos, y se aterra de solo pensar en la posibilidad de que se descubra este tramo tan ruin de su biografía. Inhala hondo y se desvanece, mientras piensa en ALEJANDRO SAWA en mayúsculas. Todo en él se vuelve recapitulación, como si la parte más profunda de su mente jugara a escribir una semblanza de quien en una carta le acaba de retirar su amistad.
Y se acuerda de París.
Ese París en donde conoció a Sawa, el hombre que domó la meca del arte en siete años, el sevillano de ascendencia griega, un tipo atractivo, bohemio y mantenido por una marquesa a cambio de sus favores sexuales. Fue él quien encarnó la dicha y el abismo que pocos artistas son capaces de conjurar. Sawa: la institución de los ambientes poéticos franceses, el amigo personal de Paul Verlaine, Víctor Hugo, Alphonse Daudet, François Coppée, Stéphane Mallarmé, Théophile Gautier, Leconte de Lisle y Manuel Machado. El hombre de todos los nombres: Alejandro María de los Dolores de Gracia Esperanza del Gran Poder Antonio José Longinos del Corazón de Jesús de la Santísima Trinidad. El desertor del seminario de Málaga, el anticlerical, el pornográfico, el bon vivant. El tipo que se encariña con él, que reconoce su talento y que lo introduce en los círculos, blandiendo el bastón en defensa de su protegido Darío. El borrascoso Sawa, amante del hada verde de la absenta, el mismo que alguna vez escribió: “¡Oh alcohol! ¡Oh hastzchiz! ¡Oh santa morfina! ¿Por qué los desgraciados de todas las épocas han quemado ante vuestra ara sus mejores mirras, si no fuera porque sois clementes, porque sois piadosos, porque poseéis secretos de faquir para curar las más rebeldes heridas?”.
En el sueño, todo lo ve claro. Ve a Sawa beber en un callejón del barrio latino por cuanto orificio tiene su cuerpo, ante la mirada desaprobatoria del poeta guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, quien dice con sorna: “Es un hombre que no trabaja nunca, de ningún modo. Parece que hubiera nacido en domingo”.
Sin embargo, cuando el mismo Darío le intenta rebatir, decirle que Alejandro escribió centenares de artículos en periódicos y revistas, que fue traductor, que incursionó en el teatro con la adaptación de Los reyes en el destierro, de Alphonse Daudet, que terminó la nouvelle Historia de una reina y que en tres años firmó otras seis novelas naturalistas en donde no se amilanó para arremeter contra toda clase de tabúes, La mujer de todo el mundo, Crimen legal, Declaración de un vencido, Noche, Criadero de curas y La sima de Iguzquiza; Entonces, Carrillo desaparece en la bruma de sus sueños.
“¿Por qué lo has abandonado?”, dice una voz entre tinieblas. Darío no sabe qué responder. Quiere decirle que no es cierto, que irá su casa a ayudarlo en cuanto pueda, que Sawa es su hermano y que aún recuerda con gracia cada una de sus ocurrencias. Una carcajada parece atravesar el mundo consciente e inconsciente y la oscuridad desaparece. En su lugar se ve a Alejandro Sawa desesperado por sus deudas, en busca de una salida fácil a su debacle económica. El bohemio reúne gente con dinero y le habla del método que descubrió Voltaire con el matemático La Condamine para ganarse el millón de francos en la lotería municipal, que le permitieron vivir con comodidad por el resto de sus años. La labia del hombre es digna de alabanzas. Sus capitalistas le creen y lo acompañan a los casinos de Bélgica para presenciar el milagro. Ni las matemáticas, ni menos aún la suerte de Sawa, aparecen para salvarlo de cada una de las apuestas que realiza. Su piel cetrina se torna blanca y la mirada expresiva en ojos pintados. Así que huye lleno de acreedores a lo más profundo de París. Corre como un galgo a la rue Descartes en plena madrugada del invierno de 1896. Busca a Verlaine para hablarle de sus apuros, pero llega demasiado tarde. Lo que tiene ante sus ojos es un cuadro digno de las mayores de las decadencias: el poeta francés, muerto, en un lecho de miserias.
Sawa se horroriza ante tamaño desenlace para un pobre mortal, y hace las maletas. Le habla a su mujer e hija de la inminencia de su regreso a España. Allá espera reanudar su carrera literaria. Y llega para vivir en el arrepentimiento. Busca trabajo sin mayor éxito. En tierras castizas su nombre es apenas el eco de algo. Las puertas de Francia tampoco vuelven a abrírsele. El escritor español Rafael Cansinos Assens lleva rato sin verlo y va a visitarlo en su residencia de Conde Duque. Quien le abre la puerta es su viejo amigo rodeado de perros y envuelto en una sábana como si fuera un juez romano. Darío los mira conversar y escucha cuando Sawa le confiesa al otro que su encierro se debe al hecho de haber empeñado toda su ropa. Cansinos Assens no guarda ni pizca de perplejidad y luego en su residencia escribe esta línea: “mostraba el gesto arrogante de un césar. Sus rasgos de estatua clásica contribuían a la impresión”.
Después viene lo inevitable. En 1906, con apenas 46 años, Sawa suma a sus miserias y a sus dolores reumáticos una encefalitis que termina por sumergirlo en la tragedia. Con ella primero pierde la visión y luego la cordura. Así lo ve Darío, bajo vapores y líquidos, dictándole a su mujer el volumen confesional Iluminaciones en la sombra y la carta que ahora tiene en sus manos, la tercera que envía un Sawa que echa espumarajos por la boca.
Y, entonces, en ese momento el vate nicaragüense despierta.
No sabe cuánto tiempo ha pasado ni cuantos sueños ha enlazado en su extravío. Siente que lleva meses recreando la misma pesadilla. No se encuentra en el mismo día en el que recibió la misiva aquella. Se da cuenta cuando saca de la gaveta de su escritorio aquel papel que termina con estas palabras: “Serás en lo porvenir, como un muerto, o, mejor, como si no hubieras existido jamás”. También corrobora sus sospechas al momento de tomar entre sus manos el sobre que le sigue, va firmado por Ramón María del Valle-Inclán y habla del triste funeral de Alejandro Sawa, al que Darío no asistió y en el que se remedó el fin de Verlaine. “He llorado por él y por todos los tristes poetas”, dice una línea. Y en otra remata: “Tuvo el fin de un rey de tragedia. Murió loco, ciego y furioso”.
El poeta hace memoria. Ni por asomo se imagina que luego Sawa vivirá en muerte la tragedia de haber sido opacado por un personaje literario inspirado en él: Max Estrella, de Luces de Bohemia. El mismo protagonista de esa obra de Valle-Inclán, a quien le espetan en un episodio: “No has tenido el talento de saber vivir”. Tampoco sabe que el cuerpo de su amigo no tiene ubicación exacta. Aquella tumba que lucía el epitafio de Manuel Machado, “Jamás hombre más nacido/ para el placer, fue al dolor/ más derecho”, ya no le pertenecen a sus restos. La razón se cae de lo obvio: a falta de dinero para pagar el alquiler, los despojos terminaron en una fosa común.
Rubén Darío llora en silencio la muerte de su compañero. “Aún era joven”, piensa, “apenas tenía 47 años”. Entonces busca entre sus legajos, en sus pendientes, en el libro que está moviendo para publicación post-mortem y moja la pluma en tinta antes de escribir:
“Juana Prier de Sawa, la viuda de Alejandro Sawa, me ha pedido un prólogo para el libro póstumo de su marido. Lo haré con gusto en memoria de mi vieja amistad con el gran bohemio y por complacer a la buena, a la generosa compañera que por veinte años suavizó la vida de aquel hombre brillante, ilusorio y desorbitado”.
Darío vuelve a mojar la pluma en el tintero, antes de proseguir con otro párrafo. A su lado descansa el borrador de Iluminaciones en la sombra.
En la primera hoja se alcanza a leer lo siguiente:
“1901-1 de enero
Quizás ya sea tarde para lo que me propongo: quiero dar batalla a la vida.
Como todos los desastres de mi existencia me parecen originados por una falta de orientación y por un colapso constante de la voluntad, quiero rectificar ambas desgracias para tener mi puesto al sol como los demás hombres…”
De este episodio ya se cumplieron sus primeros cien años.
Daniel Centeno M. (Barcelona, 1974) es doctor en Periodismo. Fue director editorial de Alfaguara en Venezuela. Ha publicado artículos en numerosos medios de Latinoamérica y España. Es autor de dos libros y acaba de publicar Retratos hablados: 50 conversaciones de aquí y de allá (Debate). En FronteraD ha publicado Correspondencia desde El Paso