Quiero encontrar la estatua del toro furioso que alumbra las guías de los turistas en la sección «New York Top 10» y me da cierta vergüenza. Así que al acercarme al guardia que camina frente al edificio de la Bolsa, invento un pretexto: «Acá mis dos amigos acaban de llegar a Nueva York y quisieran saber dónde está la estatua del toro, esa famosa…». El oficial me da las señas para llegar sin hacerse problemas, como quien da la hora.
¿No me interesa conocer al bendito toro, o es que me hace sentir mal la imbecilidad de mi propósito? Tal vez mi subconsciente no se quiere alinear con la fila de los turistas: se toman fotos delante del culo del animal; una muchacha le pide a su padre que la retrate pasándole la lengua a los superdotados testículos de bronce. Ser turista es visitar los lugares importantes de una ciudad, incluyendo los símbolos imaginarios que la representan. Para millones de viajeros, el toro furioso es el icono del Centro Financiero de Nueva York.
Yo mismo –por tres largas semanas– he sido hace poco un turista muy bien disciplinado. Acabo de caminar por varias ciudades de Europa identificando –satisfecho– los pedacitos de colores de las fotitos de mis guías de Viena, Praga, Berlín o Budapest. Servir de guía a mis amigos, en mi ciudad, luego de haber apurado los puentes y las calles más visitadas del este europeo, me agrada.
Un amigo me repetía que para conocer una ciudad hay que visitar sus bares y sus prostíbulos. No tengo ningún problema en entrar a las cantinas y empezar la conversación. La charla y la intimidad con el ciudadano local te dan las claves de sus diferencias, te enseñan a ver el mundo –con obvias limitaciones– de acuerdo a las ideas de tu compañero de borrachera. Y sin embargo, ¿de qué me serviría haber estado en todos los bares de Praga sin haberme maravillado con el interior de la catedral de San Vito, o sin haber merodeado por los corredores y calles del Castillo? El currywurst y la cerveza deben estar entre lo mejor que los estómagos turísticos pueden recibir de Berlín; y las alemanas estoy seguro que sabrían proveer al turista de un rico y vertiginoso acercamiento a la vida berlinesa; pero nuestra visita a la capital de Alemania sería incompleta sin haber constatado el lugar donde se levantan los restos del Muro; sin haber visitado los botines arqueológicos del Museo de Pérgamo; o sin utilizar nuestras miradas de videotape para comparar las imágenes de ciertos días de turbulencia en 1989 con la imagen actual de la Puerta de Brandeburgo.
Como al comer, el buen turista debe optar por una dieta balanceada. No resulta tan estúpido cogerle las bolas al toro de Wall Street si es que también te das tiempo para escuchar lo que piensa el irlandés que te sirve la cerveza sobre la política del alcalde Bloomberg o el destino de la ciudad. No es tan ridículo tomarte la fotografía de ti mismo mirando una pantalla en Times Square, si le dedicas unas horas de tu viaje a incursionar en los laberintos del Museo Metropolitano o a leer los cartelitos explicativos que describen el valor de tal o cual edificio. El zoom y el flash de las aventuras por esta Newyópolis congestionada de turistas (sólo me he percaté de aquello cuando me volví uno de ellos) se deben combinar con un tiempo dedicado a reflexionar en los detalles de un mundo que hasta entonces no hemos conocido.
Así que aquella foto del espacio donde se desplomaron dos torres a principios del siglo XXI no significará nada si el hombre que la fotografía no entiende el rol que tuvo esta ciudad durante todo el siglo XX. Un buen turista debe retratar para la vista y para el cerebro. Debe intentar llevarse tanto las imágenes como aquellas ideas que conforman la vida de una ciudad.