Mario Vargas Llosa dijo recientemente que Ollanta Humala le debía su victoria a las clases medias, y es probable que tenga razón. El próximo presidente de Perú no habría conseguido quizá los decisivos dos o tres puntos porcentuales para ganar la segunda vuelta electoral sin el apoyo de los colectivos civiles, estudiantiles e intelectuales que rechazaban decididamente la reivindicación del régimen fujimorista. Pero también es cierto que gran parte de esas clases medias, incluidos la acomodada burguesía limeña y el sector empresarial le dieron su voto a Keiko Fujimori, horrorizados por la posibilidad de que Humala llegase al poder. Se trataba de un miedo con distintos orígenes, algunos bien fundamentados. Pero en ellos se mezclaban también prejuicios de todo tipo e incluso abierta y descaradamente el racismo (un colega en Lima recogió algunos agravios espantosos que podían leerse en las redes sociales tras la segunda vuelta, en una nota publicada por varios medios internacionales, por ejemplo por la web del diario español El Mundo.
Las resistencias definen bien las dificultades a las que habrá de enfrentarse el gobierno de Humala. En su variante más legítima, el rechazo expresa el temor al deterioro de las condiciones macroeconómicas de un país que ha crecido de forma sostenida en los últimos años, sacando de la pobreza a miles de personas y para alivio de las clases medias tan vapuleadas durante las crisis de los años 80 y 90 del siglo pasado. El recuerdo de la hiperinflación durante el primer gobierno de Alan García o del fujishock, como se denominó a la cura radical de medidas neoliberales aplicada por Alberto Fujimori para detener la recesión, está aún fresco. “Voté por Keiko porque era lo que más le convenía a mi bolsillo”, me dijo recientemente alguien desde Lima. Ella, madre de una niña y embarazada de su segundo hijo, trabaja para una multinacional estadounidense que tuvo que salir de la Venezuela de Hugo Chávez, el espejo en el que se miraba Humala no hace muchos años. La decisión fue difícil, me aseguró, porque repudia lo ocurrido durante el fujimorismo, cuya herencia reivindicaba abiertamente la candidata que perdió las elecciones. Pero mi interlocutora votó pensando en su familia. “Le puse la marca en la cara” a Keiko Fujimori, recordó con una pizca de humor negro. Era una alusión a las minucias del derecho electoral peruano, que prevé que el votante haga una cruz en el pictograma del partido de su preferencia o, en caso de no poder identificarlo bien por ejemplo por no saber leer, que la haga simplemente sobre la fotografía del candidato. Ahora, para el caso de que las cosas se pongan mal con Humala, su empresa le ha ofrecido un puesto en el extranjero, terminó de contarme.
Aunque minoritario en el conjunto del país, su caso es similar al de muchos otros peruanos de clase media, preocupados por perder su incipiente bienestar económico. Si en las elecciones del 5 de junio los círculos intelectuales hablaban de ética y se negaban a refrendar un sistema corrupto y represivo como el de Alberto Fujimori, otros estratos limeños favorecidos temían por la economía. A ellos se sumaron además los que no le creyeron nunca a Ollanta Humala su conversión de populista radical y ex militar con devaneos golpistas –la imagen que se forjó él mismo a pulso al comenzar su carrera política– a demócrata con auténtica preocupación social, tal y como se presentó en estas elecciones. Para esos votantes, el nuevo presidente peruano no dejó nunca de ser un acólito de Chávez, ni es plausible que sea ahora un admirador del brasileño Lula da Silva.
Y hay otros, finalmente, para los que esto último, la política de inclusión social con la que se identifica en los últimos tiempos el éxito de Lula, tampoco es una prioridad. Se trata de sectores preocupados no solo por su estatus social, sino desinteresados además históricamente por la marginación de gran parte de sus compatriotas. Sectores que rechazan a Humala ya no por temor a su política económica o a sus dudosas credenciales democráticas, sino por su mero origen social y étnico como hijo de inmigrantes andinos llegados a Lima como tantos otros que huían de la pobreza de la Sierra en el último medio siglo. Para ellos, su próximo presidente es un “milico” (militar) ignorante, cuando no un “indio” resentido.
Las reticencias legítimas al gobierno de Humala conviven así con una serie de graves prejuicios en las clases sociales más favorecidas. No se trata de un fenómeno particular de esta elección, sino de un viejo lastre. Las elites peruanas fracasaron históricamente en la construcción del estado moderno y son en buena parte responsables de la división social del país: nunca supieron incluir en su proyecto de nación al resto de la sociedad. No es tampoco baladí que los mercados “saludaran” ahora a Humala con un tremendo batacazo de la bolsa tras su triunfo electoral. Ni que representantes de las altas clases empresariales limeñas, algunos con mejores formas que otros, le exigieran que nombrase a un ministro de Economía cuando todavía ni siquiera había terminado el recuento oficial de votos. La conciliación entre los intereses legítimos de unos y los derechos anhelados por otros no será fácil.
Perú ha crecido con esa fractura, aliviada a veces pero nunca cicatrizada del todo. Las elites peruanas tendrán ahora no solo que controlar que Ollanta Humala cumpla sus promesas de cuidar el crecimiento económico y proteger su democracia de ser necesario, sino también dejar paso a las reformas sociales necesarias. A posteriori, al fin y al cabo, quedó claro que el tema decisivo de las recientes elecciones no era primordialmente la economía. Era la inclusión social.
* Isaac Risco es periodista. En FronteraD ha publicado, entre otros, los artículos Perú, la democracia que le teme a su pueblo, Forget Vargas Llosa y El ex recluso de Guantánamo