Suena Thinking of a place,
De The war on drugs
Han pasado algo más de dos décadas y el nombre del cineasta serbio Emir Kusturica ha dejado de ser casi una cita obligatoria a caer en el más absoluto de los olvidos. De tal manera, que han pasado diez años desde que estrenara su último largometraje de ficción, Prométeme (Zavet, 2007), y mientras tanto, algún ignorado documental dedicado a glorificar al glorificado Maradona y la participación en películas colectivas. Los festivales europeos, Cannes y Venecia a la cabeza, en su momento, le encumbraron como un autor de renombre para que, poco tiempo después, llegaran la decepción, el desprestigio y el olvido, sin duda merecidos. Y su regreso con En la Vía Láctea (On the Milky Road, 2017) viene a certificarlo, de manera que lleguemos a cuestionarnos si en realidad, hasta cierto punto, no le sobrevaloramos.
Desde luego, el inicio de su última película nos hace temer lo peor. Volvemos a territorio conocido y, premeditadamente, abandonado: el contexto bélico de los Balcanes como telón de fondo o, en el caso que nos toca, como excusa; la bandada de ocas que va y viene entre el ruido y la furia; las excentricidades humanas; las situaciones rocambolescas propias del slapstick o el cartoon; y la música zíngara a ritmo frenético para construir un mundo enajenado y delirante. Kusturica en su salsa, o, siendo maliciosos, recreándose en los clichés más reconocibles y que le llevaron a caer en el peligroso ejercicio de la auto-parodia. Asunto, dado el caso, doblemente grave cuando uno ha recurrido, y abusado, precisamente de los elementos paródicos, de la caricaturización, del surrealismo y todo aquello que antaño permitían alguna cita, tal vez algo gratuita, a maestros como Buñuel o Fellini. Sin embargo, la auto-referencialidad en la que cae el cineasta dista mucho de ser la marca de una personalidad artística, sino más bien, se trata de una sintomatología grave, la de un cineasta ahogado en la vacuidad estética y la ausencia de mirada.
Es cierto que en la segunda mitad de la película parece haber un atisbo de esperanza, como la que se apodera de sus dos protagonistas, dos amantes imposibles que huyen de la tragedia y sendos matrimonios concertados, pero no deja de ser un simple espejismo. Creemos que siguiendo el rastro de los dos personajes, Kusturica se desligará de su propia imagen estereotipada como cineasta, siempre al amparo de una fórmula que combine realismo mágico –algo ciertamente afín- y un romanticismo exacerbado. Sin embargo, lo que resultará de ello es la imagen de un cineasta desvalido que, por momentos, caerá en la ridiculez más vergonzosa y tan solo será capaz de acumular situaciones deshilvanadas y con nulo sentido dramático. La incapacidad de Kusturica por encontrarle sentido a lo que cuenta, a las imágenes que nos ofrece, evidenciará una única finalidad, la de encontrar algún tipo de desenlace que permita al espectador abandonar la sala. Entonces, recordando a alguna de sus anteriores, y celebradas, películas –Underground (ídem, 1995)-, en la que se decía: “Había una vez un país llamado Yugoslavia…”, nosotros nos planteamos si alguna vez hubo un cineasta en Kusturica.