La leyenda dice que por el Burato do Inferno se oyen los lamentos de las almas condenadas en su estertor pagando por sus pecados, y cuando en días de grandes tempestades el mar llega hasta allí batiendo las rocas los aullidos son entonces interminables. A las dos de la mañana se corta la luz en Ons y bajo esa penumbra adopta uno como ciertas las creencias, aunque sea con esfuerzo meláncolico. La isla va despidiendo el verano y en los últimos barcos del domingo suenan gaitas, palmas y panderetas; atruena la vida, en extraña ejecución. Algunas noches una procesión de almas en pena anuncia la muerte entrando a la isla por Punta Centolo desde Noalla a dejar el aviso y desaparecer evaporándose en el cementerio. A las doce de la mañana ya hay gente en las terrazas de Checho y Acuña derribando cervezas y pocas horas después se escuchan las voces y las guitarras. El día echa a rodar como una pelota de trapo: feliz, endémico, trasnochado. Como en cualquier isla, hay alcohol en exceso volcado en actitudes libres y complacientes; la estética irrenunciable de una vida en suspenso. Hoy no son más de setenta las personas que viven todo el año en Ons aunque cientos aprovechan para acampar allí o alquilar una casa y balancear, también a su modo, el tiempo detenido. Pocas veces los esqueletos de los diablos del Burato do Inferno emergen a tierra y casi nunca ha podido ver alguien a la Santa Compaña. Pero el suministro de luz y agua es escaso y el generador de la isla abre a las siete de la tarde y cierra a las dos, así que las costumbres se ejercitan: también las hippies. Hubo luna llena y ese rastro de luz fue todo lo que iluminó el camino de vuelta a casa a las cinco de la mañana: una estrella soberbia y grandiosa descolgándose allí mismo como un muñeco. A nuestra derecha subían más sombras y debajo, en el pueblo, se clausuraba el verano. Alguien trajo más botellas a la terraza y se decidió, pasada una hora, cerrar como fuera el Burato do Inferno y hacer desaparecer el espanto de aquellos lamentos condenados al fuego eterno.