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Mientras tantoÓpera y censura (hoy, no ayer)

Ópera y censura (hoy, no ayer)


 

En el mundo de la ópera moderna hay cosas que nunca pasan de moda. Por ejemplo, representar una ópera de Wagner (en Alemania) e introducir simbología nazi, que se organice un escándalo antes del estreno y que se cancele el espectáculo. Da igual el motivo: a Wagner, aunque solo sea por asociación, lo nazi parece sentarle bien según algunos. Es más, conozco no pocos casos de gente que piensa que Wagner y Hitler no solo se conocieron, sino que ¡fueron coetáneos!

 

Lo polémico del grande de Bayreuth ha llegado intacto a nuestros días y se ha extendido, sobre todo en ciertas latitudes (ejem, Alemania) gracias a lo arriesgado del regietheater que por allí practican y la generosidad con la que se tratan las más extremas propuestas artísticas. Viene a la memoria, por ejemplo, otro caso de censura y polémica monumental, acaecido en 2006 en la Deutsche Oper de Berlin con la representación de Idomeneo, de Mozart, llevada a cabo por el director de escena Hans Neuenfels. Neuenfels decidió añadir una escena final en la que aparecen las cabezas cercenadas de varios dioses; entre ellos, de Mahoma, colocadas sobre sillas. A raíz de aquello la producción se pospuso, se canceló, hubo manifestaciones, políticos hablando, líderes pronunciándose, amenazas de bomba y muchos titulares en los tabloides. Hasta que al final se representó y, como suele ser también costumbre, no pasó absolutamente nada digno de mención.

 

Hace más de veinte años, una situación similar se dio en Estados Unidos cuando John Adams estrenó The Death of Klinghoffer, una de sus grandísimas óperas, que versaba sobre el secuestro del crucero Achille Lauro a manos del grupo terrorista palestino Septiembre Negro en 1985 y sobre el asesinato del pasajero judeo-estadounidense Klinghoffer. Baste para indicar las conciliadoras intenciones de Adams señalar que la ópera comienza con un coro de exiliados palestinos y, a continuación, con otro de exiliados judíos, cosa que no evitó cancelaciones en varios teatros, una polémica de órdago y airadas quejas por parte de la familia del pasajero que da título a la obra.

 

Este año, el Metropolitan de Nueva York la representará de nuevo. Desde que se supo, empezaron las reuniones y el encaje de bolillos por parte del director general de la casa, Peter Gelb, que ayer mismo optaba por calmar los ánimos cancelando la retransmisión en directo de la ópera a los cines de todo el mundo, pero no el montaje en cuestión. Quien ha montado en cólera esta vez es el propio compositor, quien aduce que esta solución no supone más que ceder a las presiones externas y abrir el melón de las cancelaciones por motivos totalmente ajenos al contenido artístico de la obra, que para más inri, defiende, de antisemita no tiene absolutamente nada.

 

Estas sensibilidades son la nueva salsa picante del mundo de la ópera, en la medida en la que, por ejemplo, nadie ha sido capaz jamás de representar o de tocar música de Wagner en Israel desde que existe. Si bien hace doscientos cincuenta, trescientos o quinientos años el juego andaba en monarquías y censuras varias, ahora, que nos vanagloriamos de ser los más tolerantes, resulta que seguimos teniendo charcos en los que es mejor no saltar. El artista se enfurruña, se lanza el echarpe con indignación por encima del hombro; el empresario contemporiza como puede; el político hace declaraciones institucionales de concordia y amistad. Pero en ocasiones, como esta, sigue mandando aquello de que para qué vamos a meternos en jardines, o algún tipo de temor por una parte comprensible pero que, sin duda, debe ser asumida por instituciones culturales de esa magnitud.

 

El Met explica que hay países donde se retransmiten sus obras en los que podría no entenderse el fondo de la ópera, pero se queda claramente corto al bordear el peligrosísimo límite entre poner coto a la boutade gratuita y desterrar obras, compositores, o montajes, a un lugar que solo deberían merecer por motivos artísticos: el olvido.

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