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Óperas olvidadas (1): La rondine

Para comenzar esta sección dedicada a las óperas olvidadas, al señor Alpeck le gustaría romper una lanza por La rondine, de Puccini. Es una de las óperas menos representadas de su autor y la verdad es que nadie parece tomársela muy en serio. El prestigioso diccionario Grove la califica “la ópera más floja de Puccini” y afirma taxativamente que “carece de melodías líricas memorables”. Uno se pregunta si tales opiniones están basadas en la escucha real de esta obra o solo en prejuicios e ideas preconcebidas. Existe una maravillosa versión de La rondine dirigida por Pappano, con Angela Georghiu y Roberto Alagna en los papeles principales, que debería servir para disipar cualquier duda al respecto. Hay otras versiones también magníficas: la de Anna Moffo, dirigida por Molinari Pradelli y la de Kiri y Plácido Domingo. A mí me parece una ópera maravillosa, sobre todo por la increíble riqueza de sus “melodías líricas” todas ellas “memorables”, que se suceden una tras otra sin descanso. No está entre lo más grande de Puccini, es cierto, pero a mí me gusta mucho más que La fanciulla del West (con perdón de Richard Strauss, que fue uno de los grandes defensores de esta obra extraña), Il Tabarro o Suor Angelica, y desde luego más que sus dos primeras óperas, Le Villi y Edgar, por mucho que adore estas dos óperas juveniles.
Hay que tener en cuenta que La rondine es una de las últimas óperas de Puccini, y es por tanto la obra de un compositor en la plenitud de sus facultades. La escribió después de La fanciulla y solo le siguen en su catálogo Il Trittico y Turandot, que no llegó a terminar. Es de notar, también, que Puccini escribió nada menos que tres versiones de La rondine. Parece que él mismo se la tomaba bastante en serio.
Uno se pregunta cuál será la razón de la inexplicable inquina que existe contra esta ópera maravillosa, una de las más felices y deliciosas de toda la literatura lírica, tan bella que uno comienza a escucharla y se desliza por sus tres actos sin poder parar y sintiendo, al terminar, que le ha sabido a poco. ¿Será porque comenzó como opereta? ¿Será porque fue un encargo del Karlstheatre de Viena? Tras su estreno en Monte Carlo en 1917, Leon Daudet acusó a Puccini de falta de patriotismo, dado que Italia acababa de entrar en la guerra del lado de los aliados. Claro que estas cuestiones políticas se olvidan pronto. Y tampoco tenían el menor sentido en su momento.
Sobre La rondine se dice siempre que tiene algo de La Traviata (ha sido llamada “La Traviata de los pobres”) por su argumento y algo de El murciélago por haber sido planeada originalmente como opereta. Y algo, creo yo, de El caballero de la rosa, sobre todo por la abundancia de valses. Técnicamente no es una opereta porque no tiene partes habladas. Y tampoco, he de decir, transmite la sensación de una opereta, donde todo es ligero, chispeante y saltarín y donde a menudo echamos de menos ese elemento de melancolía, de profundidad emocional, que, mal que les pese a sus críticos, llena las páginas de La rondine. Es tan opereta como El caballero de la rosa o como Arabella. Es decir, que no es una opereta en absoluto, sino una ópera de pleno derecho que, como las obras citadas, establece un diálogo estilístico con el género de la opereta.
Otro elemento que puede resultar disuasorio para el pucciniano de pro es que La rondine es una obra feliz y no, como todas las otras obras de su autor (a excepción de Gianni Schicchi), una tragedia. Tampoco es técnicamente una comedia, porque no termina bien y porque su música, intensamente lírica, no es “humorística” como la de Gianni Schicchi o la de Falstaff. Digamos, entonces, que es una comedia agridulce. Medio ópera, medio opereta; medio comedia, medio drama; medio italiana, medio austriaca. Y todo eso ¿qué importa?
Lo cierto es que lejos de ser esa obra torpe y rutinaria que describe tantas veces la crítica, La rondine está llena de todo tipo de magias y delicadezas de la orquestación, de la armonía y, desde luego, de la melodía. Las combinaciones instrumentales tienen un sabor camerístico especialmente mágico. La armonía es enormemente atrevida, y está llena esos ecos modales y de esos acordes paralelos de sabor impresionista que escandalizaban al anciano Verdi cuando los oía en las obras de los jóvenes compositores “veristas”. El vals aparece aquí y allá, pero también esas melodías pentatónicas que, en otro contexto, podríamos asociar fácilmente con el mundo “chino” de Turandot o el “japonés” de Madama Butterfly. La verdad es que estas melodías con sabor “oriental” son características del lenguaje de Puccini. No hay nada especialmente “vienés” en La rondine y sí raudales y raudales de maravillosas melodías llenas de esa característica mezcla de melancolía y sensualidad pucciniana.
No hay milagro más grande en la música que la melodía. Nada tan impredecible, nada tan imposible de analizar. En realidad, no sabemos por qué una sucesión de notas es una melodía bellísima e inolvidable. A veces bastan tres notas. Podemos explicar las relaciones armónicas, las modulaciones, las relaciones más quiméricas entre unos acordes y otros (aunque, ciertamente, no siempre), pero no hay modo de explicar la relación entre las notas de una melodía.
Podemos analizar la forma, la armonía, la textura, el desarrollo motívico, las relaciones tonales, todo, o casi todo, pero no podemos de ningún modo analizar una melodía ni explicar por qué una cierta línea es una melodía y otra nada más que una sucesión de notas.
Podemos dominar todos los aspectos de la música, pero no podemos en modo alguno dominar la melodía. La melodía siempre es un regalo: aparece cuando aparece. Cuando no aparece, no hay nada que podamos hacer. Nada en la música depende tanto de la inspiración. El contrapunto, la orquestación, la armonía, se estudian. La melodía, no.
El siglo XX imaginó un tipo de ópera donde no hay melodías: una de las primeras, posiblemente, fue Elektra de Strauss. Es el modelo, desde luego, que decidió seguir la ópera moderna.
Afortunadamente, Strauss no continuó por el camino de Elektra. Suele considerarse su obra maestra, pero a todos nos gusta mucho más El caballero de la rosa.
Construir el arco narrativo y dramático de una ópera no es una tarea fácil. En tiempos de Mozart, una ópera era una sucesión de “números” (arias, dúos, tríos, etc.) separados por recitativos acompañados del clave. El camino hacia la construcción musical continua lo hallamos en los finales de sus óperas y en las óperas de Gluck.
Construir una sinfonía tampoco está al alcance de todo el mundo, pero aquí tenemos al fin y al cabo la ayuda de los cuatro movimientos, los cuatro temperamentos (ardiente, flemático, melancólico, sanguíneo) y recursos formales tales como la forma sonata, el minueto, el rondó, el tema con variaciones, etc. Nada de estos recursos pueden usarse en una ópera, cuya forma musical depende enteramente de la narración teatral. Construir un acto de una ópera, típicamente media hora de música (mucho más en el caso de Wagner) es un arte difícil que requiere una habilidad extraordinaria. Rossini nunca nos dejará satisfechos a este respecto. Con Bellini también nos sentimos a menudo esperando, esperando, esperando a que suceda lo siguiente.
La inmensa maestría de la construcción de La rondine, la implacable lógica musical que nos arrastra en su escucha, deberían ser evidentes para cualquiera.

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