Soy de los que pretenden escribir sin realmente saber qué contar porque realmente no tienen nada que contar. Ni ahora ni nunca. He empezado a leer el último libro de Enrique Vila-Matas, Montevideo (Seix Barral) y me llama la atención cuando habla de sus andanzas parisinas que en un cierto momento anunció a sus conocidos que había dejado de escribir. ¿Ah, pero tú escribes?, le contestaban con cierta acidez. Ahora escribimos todos con la pretensión de publicar y aspirar a tener éxito y con la convicción de que “lo nuestro” es singular, peculiar, entretenido y excitante. Los sabelotodos sentencian que la literatura ha muerto hace más de un siglo y que ya todo está dicho. En cualquier caso, para algunos, entre los que me incluyo, es la tabla de salvación y casi la razón de existir.
Con ese fatalismo que genéticamente me caracteriza, de recurrir a juntar palabras de modo compulsivo por simple necesidad de supervivencia, he pasado unos días en el monasterio de Silos, ese medieval convento benedictino afincado en la Castilla burgalesa, que a punto estuvo de ser pasto de las llamas por uno de los numerosos incendios declarados este verano a lo largo y ancho del país como consecuencia de los rigores climáticos pero también y sobre todo de la negligencia y criminalidad de unos cuantos desgraciados.
Era la tercera vez que visitaba el monasterio en menos de dos años y confieso que no sé muy bien por qué lo hacía. Tal vez buscaba el silencio y la paz, la serenidad que a veces me falta, pero sin intención alguna de abrazar una religión que abandoné o me abandonó tan pronto terminé el bachillerato en un colegio zaragozano de jesuitas. Ora et labora es el lema de esa comunidad frailuna. Me llevé unos folios y un bolígrafo y un par de libros que leía antes de dormir: Infocracia (Taurus), del filósofo germano-coreano Byung-Chul Han, sobre la crisis de la democracia en la sociedad digitalizada de hoy, y Los Effinger (Asteroide), un tocho de novela de la periodista y escritora alemana Gabriele Tergit, una saga sobre una familia alemana, escrita en 1951 y reeditada ahora, que va desde finales del XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. Más de una noche me sirvieron para conciliar el sueño sin necesidad de recurrir a somníferos o a lexatines, que uno de los dos amigos que me acompañaron buscaba con cierto desespero.
Rutina y convivencia monacal aparentemente tranquila pero que en el fondo no siempre es así, según me confesaba en una charla en el jardín el prior del cenobio. Una comunidad religiosa tiene los mismos problemas que presenta un grupo laico, porque al final son individuos que también adolecen de competitividad, ambición, egoísmo y reserva frente al comportamiento del otro. Al menos eso entendí de la larga conversación que mantuve con el jefe hospedero, a punto de cumplir los setenta y desde los 14 en el convento. Fortalecí con él una buena amistad, surgida ya en mi visita anterior y que espero seguir manteniendo más allá de nuestras discrepancias.
Medio en broma, medio en serio le pregunté si accedería a que yo ingresara en la orden. La respuesta fue taxativa: no. ¿Por qué?, inquirí con humor. La contestación fue tan contundente como la anterior: porque sería incapaz de integrarme en el grupo, aceptar la rutina y, además, porque de mis reflexiones quedaba claro que yo carecía de fe religiosa ni demasiada intención de tenerla. Me quedé un tanto afectado por su juicio aun cuando no estaba entre mis planes abandonar la cueva que habito desde hace un tiempo en mi ciudad accidental.
En cualquier caso, residir en un monasterio que habita un grupo de hombres dedicados a la vida contemplativa, a la oración, las faenas del campo, la carpintería y al estudio e investigación de textos bíblicos puede resultar atractivo durante unos días. Todo ello pese a que la convivencia con ellos es mínima y que ellos mismos, en su gran mayoría -actualmente son poco más de una veintena- no hacen demasiado esfuerzo para conversar y amistarse con los de fuera.
Es frecuente cruzarse con alguno sin apenas responder al saludo visitante por los pasillos del maravilloso claustro medieval que rodea al icónico ciprés, de más de un siglo de existencia, que glosó en unos versos Gerardo Diego. El poeta santanderino escribió en el libro de visitas un soneto ajeno al éxito que luego alcanzaría en la literatura española: “(…) Mástil de soledad, prodigio isleño, flecha de fe, saeta de esperanza. Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza, peregrina al azar, mi alma sin dueño. (…)”. Es sólo al anochecer cuando callan los centenares de pájaros que anidan en él. También Rafael Alberti se cuenta entre los huéspedes de un convento cerrado como consecuencia de la Desamortización de Mendizábal en 1833 y cuya vida monástica se reanudó en 1880 con monjes llegados de la abadía francesa de Ligugé.
Más de uno de estos religiosos observa al huésped como un intruso. En mayo pasado tras una reñida votación acordaron permitir que las mujeres pudieran también alojarse al igual que los hombres y tal como sucede ya en otros conventos peninsulares. El año anterior esa propuesta había sido rechazada. En los días que yo estuve conté dos féminas: una de ellas esposa de un vasco y otra, una madrileña con aspecto de monja seglar pues se le notaba mucha familiaridad y aceptación de las reglas conventuales. Sí me llamó la atención la heterogeneidad de los alojados, que nunca superaron la veintena. Predominaban individuos de media edad o superior, pero también dos jóvenes funcionarios europeos -uno residente en Bruselas y el otro en París- y un tercero, un filólogo sevillano que se mostraba muy solícito con los monjes que servían en el refectorio a la hora de retirar los platos. Ellos tienen su propio comedor. Intuí que algunos de los viajeros decidieron ir a Silos en busca no del tiempo perdido proustiano, sino de la pócima mágica que calmara la soledad.
Los frailes son conscientes de que su futuro es bastante sombrío ante la falta de vocaciones. La media de edad supera con creces la cincuentena. Conté tres o cuatro algo más jóvenes, entre ellos un rumano, y al menos un par cuyas condiciones físicas estaban muy perjudicadas. En el último año han tenido cuatro postulantes, pero al final todos ellos abandonaron el proyecto. No es fácil integrarse, según me confesaba el prior, que hasta hace poco desempeñaba la tarea de examinar a los solicitantes. Estos deben pasar por un periodo de prueba de cuatro años antes de ser definitivamente admitidos.
La paz monacal se ha visto alterada en los últimos dos años. El coronavirus alcanzó también al monasterio y forzó al cierre y desalojo de sus residentes durante un breve periodo. No hubo que registrar muertes. Y ahora este verano, el pasado julio, el pavoroso incendio que se declaró en el entorno del pueblo forzó a que todos sus residentes tuvieran que ser trasladados con urgencia a un convento de monjas de una localidad cercana. Las llamas se aproximaron al edificio y de haberse extendido podrían haber acabado con la iglesia, el claustro, la cripta, la botica y la biblioteca que reúne más de 150.000 volúmenes religiosos. El prior me confesaba que no tuvieron apenas tiempo de hacer un equipaje ni de proteger las zonas más sensibles al fuego como la biblioteca. Todo hubiese ardido en pocos instantes. Fue milagroso que no ocurriera, me admitió.