Discurro por una transición desastrosa, al menos para algunos de mis lectores, que me contactan a mi correo electrónico indignados, como lo estuvieron en su día los del 15M, porque dicen haber apreciado en mi literatura una caída de tensión; un aburrimiento neoclásico; polémicas gratuitas; repeticiones en los asuntos a tratar. En resumidas cuentas: textos prescindibles.
A mí mis lectores siempre me han dado igual, incluyendo entre ellos a mis familiares, amigos y/o conocidos; porque escribir para el público es lo más parecido a inaugurar un juego sacando, con ese gemido extrasensorial que rebota a lo largo y ancho del graderío, con el set a punto de ganarse y los recogepelotas más excitados que los propios tenistas; o como dar las noticias mirando a cámara con una eterna sonrisa, como si la vida fuera eso: reír porque sí, arriesgando sólo la dentadura previamente redecorada en el dentista más ilustre.
Porque para cambiar el paso debo reconocer que el otro día participé en una orgía. Que para los que no sepan lo que es no es más que el punto álgido del envidioso que todos tenemos cerca. Ese súmmum al que sólo llegamos cuatro. Y en algunos casos repitiendo.
La orgía fue de manual, con más muchachas (cuatro) que muchachos (tres) en el reservado de un bar del que nunca supimos salir vírgenes. El alcohol, el saber que sólo eran las siete de la tarde, y la canícula, que en principio fue la causa esencial de que acabara desnudándome antes de saciar mi sed con la primera cerveza, actuaron con la misma violencia que debe padecer el atracador cuando con la media en la cabeza y la recortada cargada de cartuchos se encuentra a siete metros de la caja de ahorros provincial.
Una orgía no es más que una broma. En general, casi nadie sale satisfecho, salvo por saber, entre empujón y chupetón, que al salir de aquel habitáculo a una orgía sólo le queda para hacerse realidad el poder contarla. Por lo que, camino de casa, me molesté en llamar a algunos de mis amigos para contarles la buena nueva, que sólo a los que residimos en Asia nos es comprensible. Por eso este texto es probable que sea colocado, por ustedes, mis queridos lectores, en el cajón de la ficción cuando es, ineludiblemente, una verdad como los tres templos que ustedes elijan de Angkor Wat.
Sin entrar en detalles entre púbicos y públicos, asegurar que disfruté más viendo a mis compañeros actuar –el uno francés y el otro compatriota– que a mí mismo. Porque durante el sexo en grupo, que no les quepa la menor duda, la única diferencia en hacer el acto con tu pareja es que otras gentes lo hacen a medio metro de ti. Y a mí, la verdad, con menos alcohol me habría gustado aún menos, ya que si me concentraba, mis fosas nasales inhalaban ese olor que por familiar no deja de ser molesto cuando sabes que no proviene ni de ti ni de la que tienes encima. La ventilación de aquel agujero repleto de sofás ochenteros e iluminado por una tétrica luz fluorescente, regular.
A eso de la medianoche, ya en casa, recapitulaba, preocupándome de poder escribir este texto que ahora leen, ya que una orgía, a lo mejor, tampoco sacia el temperamento de mis seguidores, que ya puestos podían marcarme la agenda del año que viene. Para variar.
Por cierto, otro detalle a tener en cuenta: cuando la orgía se disuelve se te queda un gesto extraño. Sobre todo cuando la que compartió contigo más tiempo te pregunta si la vas a volver a llamar. Que casi le digo, “llamarte casi seguro; ser novios, complicado, que a ver luego cómo le comentamos a nuestros padres dónde y cómo nos conocimos”.
Y que no se me escape ningún detalle: he pedido cita con el dermatólogo para dentro de dos semanas.
Joaquín Campos, 30/05/15, Phnom Penh.