Mamá, cuando salíamos de casa camino de la escollera, cargados con las cañas y las latas con gusanos que utilizábamos de carnaza –rondaríamos los trece…, catorce años como mucho–, nos gritaba desde la cocina: sed buenos y temerosos de Dios. Mamá lleva muerta más de diez años.
Tendría que ponerme a escribir de nuevo y no sé si cuento con ánimos, si debería dejarlo. Me siento anímicamente como un animal despellejado. Además, tengo la sensación de haberlo dicho todo…, o lo que realmente importaba. Aunque, tal vez, no debería ejercer de oráculo, porque es imposible decirlo todo. Decirlo de otra manera quizás o de forma más precisa, más ajustada. Son sugerencias de una escritora que no deja de maravillarme, Chantal Maillard, y de un no menos admirado Fernández Mallo. Siempre permanece la sombra, escribió ella, y Agustín escribió que todo está escrito, y que lo que denominamos escribir no es otra cosa que irle borrando palabras al texto. Borrar palabras parece sencillo.
El desencadenante del deseo o de la necesidad es una fotografía. Digamos que no consigo dejarla a un lado y pasar a otra cosa; me habla pidiendo ser contada. Ocupa la pantalla del móvil y tiene el efecto de un imán que me impulsa a hacer algo. No dejo de escudriñarla, podría decir que obsesivamente, una y otra vez. Estoy así desde que la recibí hace unos días. La envió Santi, un amigo jubilado que ahora se entretiene escaneando fotos sin evaluar los efectos que pueden causar en quien las recibe. Repaso detalles que me conmueven, y me enerva no aparecer en ella. ¿Por qué no estoy en la imagen?, mascullo entre dientes. Como si ahí, en la fijación de las cuatro figuras, se condensase una parte de mi vida que no fue, que no existió; o que lo fue a medias, como tantas otras cosas en las que me enredé a lo largo de los años. No paro de darle vueltas, ya me sucedió otras veces con otras fotos en las que me vi envuelto, aun permaneciendo en discretos segundos planos. Instantes, situaciones, momentos, circunstancias. Las fotos, malditas sean.
Me estalla la cabeza, todo se complica. Estos días en los que reaparecieron los vértigos son un tormento y no dejo de pensar en el abatimiento que me consume. Una pereza que me domina y paraliza cada vez que constato como la realidad se va cubriendo con un manto gris que imita el color de cualquier amanecer nublado. Barrunto si mis estados de ánimo y los vértigos estarán relacionados, si con otra disposición a ser optimista desaparecerían. No creo. Los oídos, los condenados oídos, con sus zumbidos, y ese vacío de gruta abismal. Un túnel que comunica el equilibrio con el bienestar. Me muevo y tropiezo, oscilo, vacilo. Estoy mareado. Por momentos creo que acabaré en el suelo, me apoyo agarrando con una mano el borde de la mesa. Consigo sentarme en la butaca. Leo la fecha probable, según Santi, de la foto: Compostela, 1977. Pienso que está equivocado. Diría que es anterior, con seguridad un año. Es cierto que después de tanto tiempo, un año arriba un año abajo, a quién le puede importar; a mí, decido. Cambio de postura, estiro las piernas y resoplo. Actualizo lo que me parece incuestionable: Franco, el dictador –y resalto el epítome para quien el personaje pueda resultar brumoso o lejano– muere en noviembre del 75. De madrugada oímos la noticia en la radio, bendito amanecer aquel.
Un amanecer que pasaría a formar parte de nuestra historia, de la de miles de personas; de millones, probablemente. Mi hermano Ramón y yo estamos solos en casa. Nos habíamos mudado no hacía mucho, estamos viviendo en una de las arterias de la zona monumental de la ciudad, en la calle Caldeirería. En un primer piso de un edificio a destiempo de su estilo, eclécticamente modernista. Nos ahorramos el alquiler porque la casa es de nuestra madre, una mujer que por aquel entonces era mucho más joven de lo que yo soy ahora. Ella sobrevive en una pequeña villa costera de la que todavía no hablaré, una playa bordeada de casas con dos destartalados muelles, habitando una antigua salazón encalada de blanco, inmaculada y reluciente, en la que recibe visitas de hadas. A la casa de Compostela la bautizamos como la Casa Verde. Alguien, soy incapaz de recordar quién, puede ser que Salva, estaba leyendo esos días una novela con ese título. El cuarto que hacía de salón poseía dos sofás, un Sagrado Corazón sobre una peana con una bandera roja en la mano, varios flexos, cuatro o cinco sillas y una mesa de comedor que utilizamos para estudiar. Esa sala daba acceso a un balcón a través de dos puertas con cristalera. En ese estrecho espacio, poéticamente colgados del vacío bajo las estrellas, nos besamos una noche hasta saciarnos Arzúa y yo. Antes habíamos estado memorizando durante horas unos apuntes de Lingüística, después nos fuimos a acostar a otro cuarto, en otro piso. De amanecida la acompañé a su casa, nos volvimos a besar en el portal, con más pasión incluso. Supongo que era una época en la que pecábamos de un romanticismo atroz. Tengo alguna foto con Arzúa de ese año, no muchas, un par de ellas: en casa y bañándonos en el Castro de Baroña. Tomábamos el sol y nos metíamos en el agua como nos habían parido nuestras madres, pero en las fotos aparecemos vestidos y sonreímos, ligeramente entumecidos, a medio camino entre el objetivo y un amarillento fondo de maizales segados con pajares en derribo. El amarillo, yo tampoco lo sabía, es el color de la distancia. Supongo que tendríamos que repasar de nuevo las cartas de Van Gogh a Theo. Nosotros tenemos aspecto de perseguidos en captura, un final de escapada por la costa de Baroña. Fugitivos impresos en un cartel de una película de Malick. Fotos, fotos y más fotos. Amontonadas en cajas. La mayoría testigos de por donde nos movíamos y lo que hacíamos. Nos gustaba salir de la ciudad, resultaban reconfortantes aquellas excursiones. No hacíamos nada especial, sólo deambular por lugares que íbamos descubriendo, en cierta forma documentándonos para una futura memoria. Creo que sólo por eso valieron la pena. Estábamos dejando de ser un significado, disolviéndonos en ácidas realidades transparentes. Curso de Lingüística General, Ferdinand de Saussure. Ese era el libro que subrayábamos y memorizábamos. Fondo de Cultura Económica. Sincronía, diacronía, lengua, lenguaje, significado, significante, texto y contexto. Que no hay contexto sin texto era una de nuestras obsesiones iniciáticas. Nosotros en tránsito. A finales del año 76, en octubre o noviembre, con el curso comenzado, me quedé solo en la casa. En ese momento, de los que aparecen en la foto, solamente conocía a uno, a Santi. Era del mismo pueblo donde vivían mis padres, el de los dos muelles y no más de treinta barcos de pequeño calado, donde yo había nacido; además habíamos compartido cursos en un internado religioso, en diferentes aulas, porque Santi es un par de años más joven que yo. Un internado cárcel, cruel hasta la maldad, de abusos y humillaciones, regentado por frailes de hábitos negros. Un horror con vocación de estilo a campo de concentración. Una historia absurda la de unos lugares que causaron tanto daño. Decir que nunca debieron haber existido es una constatación frustrante si tenemos en cuenta los tiempos en los que florecieron; insistir en el terror, por lo tanto, es una simpleza, pero a mí me da paz testificarlo.
Había llegado a Compostela en enero del 74, matriculado en una carrera que me provocó hastío y una considerable distancia con el que mi padre denominaba mundo académico. No tardé en cambiarla por lo que pomposamente bautizaran como Ciencias de la Educación, y, sobre todo, por seminarios de debate que todos los atardeceres acababan por juntarnos a los que no teníamos nada que perder en el bar de Filosofía. Me alojé, primero, en un colegio mayor; después, en una pensión y finalmente disponía de una casa para mí solo. La casa familiar de mis abuelos que había heredado mi madre. Ni por asomo formara parte de mi ambición tal cosa. Soñé con llenarla de libros, de arriba abajo, y era inmensa. Hasta que acabó la carrera de medicina la compartimos Ramón y yo. Al licenciarse se fue o lo enviaron, nunca se lo pregunté, a ejercer de curador, el muy valiente, a una mínima isla en el interior de una ría a la que había que llegar en barco. Casi nada. Como un Ulises con trenca azul y botas de agua de regreso a una Ítaca rodeada de bateas. Una locura, vamos. Ahora que lo pienso mi hermano tenía cierto parecido con el navegante que había soñado ser Cunqueiro. Era rubio, alto, fuerte y atractivo. Mas ni con esas alcanzaba la altura de los tobillos del padre que nos había tocado en suerte, el sí que poseía hechuras de espartano. Sin duda atesoraba los atributos físicos de un héroe, además de ser bondadoso, colérico y ecuánime cuando era preciso. Todo esto forma parte de la génesis de la foto. Cavilo con qué cámara se haría y qué sería de ella. Por supuesto, sé que se trata de una pregunta retórica, porque no pudo ser otra que la réflex de Tomás. Una rareza que un estudiante de Historia poseyese una réflex en los años setenta del siglo pasado. Por cierto, ¡qué barbaridad, hay que ver cómo suena lo del siglo pasado! Ahora le doy vueltas a si sería robada. Porque actuábamos de esa manera, éramos pequeños rateros de libros, ropa y vinilos, de latas de conservas y pastillas de jabón. La estrategia de la manada o de la araña. Bernardo Bertolucci, 1970. Robábamos. Tratábamos de burlar a los dependientes envolviéndolos en una madeja de preguntas y pedidos mientras otros saqueábamos lo que íbamos a buscar. Conspirar. Lo hacíamos así, lo habíamos aprendido en las novelas de Dickens. Todos actuábamos coordinados y nos repartíamos el botín. Todos menos Ramiro, que ejercía por su cuenta. Lo que se dice un espontáneo. Acción directa lo llamaba él, otras veces, expropiación popular. Se había erigido en un convencido seguidor de una facción de activistas italianos de extrema izquierda que se denominaban a sí mismos con el contracultural apodo de indios urbanos. Nos había seducido la belleza primigenia de aquella denominación. Lo leímos en un artículo de un periódico underground, el Ajoblanco, del que arrancábamos las hojas para limpiarnos cuando íbamos al wáter. El contacto con la celulosa mal impresa, rugosa y áspera, nos irritaba el esfínter; decidimos, hartos de las pomadas y las molestias, que también robaríamos rollos de papel higiénico. Escogíamos sustantivos, del tipo autonomía proletaria, que nos liberaban de culpa y, sobre todo, de rompernos la cabeza. Actuar sin pensar equivalía a comité, comité equivalía a acción directa y acción directa a hacer lo que nos daba la gana. Yo me había apuntado a dos: Comité de Estudiantes en Lucha y Comité de Estudiantes Antifascistas. Ahora no recuerdo cuál de ellos preparaba acciones de lucha urbana: cruzar vehículos en las calles, estallar a pedradas vidrios de entidades bancarias, repartir panfletos y sembrar las fachadas de consignas y estrellas. Indios urbanos. Nos cubríamos el rostro con capuchas o bufandas y vestíamos de negro para no ser reconocibles por la policía, que nos detenía, fichaba y torturaba. Seguíamos estando, no hay que olvidarlo, bajo una dictadura. Dos años antes –otra fecha inolvidable, el 2 de marzo de 1974 – el Régimen (se les llenaba la boca de sanguijüelas cada vez que se vanagloriaban de pertenecer a semejante jerarquía) había ejecutado a garrote vil en Barcelona a un joven casi de nuestra edad: Salvador Puig Antich. No sería el último. Un espanto. Pero no sé si era peor el ambiente irrespirable a sotanas e impotencia que destilaba la realidad. En una de esas acciones de estrategia adiestrada y tensión máxima diría que fue donde por primera vez vi a Tomás, el autor de la foto. Lo identificaban un reconocible sobrepeso y un despliegue de ademanes exagerados que no pasaban inadvertibidos. Al poco de tomar posesión como exclusivo ocupante de la Casa Verde le había propuesto a un íntimo de Santi, estudiante de Arte que buscaba un sitio donde guarecerse, que disponía de un cuarto por un precio ajustado a sus necesidades económicas y a las mías, necesariamente austeras ambas. Así fue como Federico Baeza entró en mi vida y se instaló en el cuarto que había detrás de la sala, con una cama, una mesa de noche, un armario y una ventana que era puerta sin balcón y daba al vacío de un patio interior donde criaban los gatos. Estábamos en diciembre de 1976. Había traído con él unos cuantos libros, muy poca ropa, una caja de acuarelas y un ruidoso y numeroso grupo de amigos y amigas que, poco a poco, se fueron haciendo tan asiduos que acabaron por transformar toda la vivienda en una gran sala de estar donde pasar las tardes, escuchar música, celebrar reuniones y juergas, encuentros y citas, planear maratones de estudio y buscar refugio en noches desoladas. Nos habíamos agenciado un tocadiscos Grunding y poníamos y reponíamos hasta la saciedad vinilos de Cream, Pink Floyd y –probablemente– King Crimson. No tengo ni idea de a dónde fueron a parar esos discos, perdidos, intuyo, en algún traslado o amontonados en alguna caja almacenada en un trastero que alquilamos para ir metiendo lo que ya no entraba en ningún lado, hasta que resultó imposible abrir la puerta; y allí seguirá todo, supongo, esperando la aguja imaginaria de un tocadiscos del futuro. Si es que eso llega a producirse.
A Tomás me lo crucé en medio de una multitud de conocidos, curiosos y añadidos durante la celebración de una fiesta de aniversario de Federico. Alguien, yo creo que Marta o Sofía, me agarró del brazo y dijo: mira, este es Tomás. Estábamos los dos con un vaso en la mano, intentando decir algo en el centro de una barahúnda de música a un volumen que hoy me mataría y whisky con Coca-cola, y ron Negrita, y tónicas y limón y hierba, chascarrillos en abundancia, papel de liar y filtros, humo, mucho humo, un intenso olor a nube de hachís, ojos brillantes y gotas de sudor que nos resbalaban sienes abajo entre risas bobas. Había una foto de Marlon Brando en la pared sujeta con chinchetas, y otra de Antonin Artaud con Marguerite Duras. Detalles de una iconografía que adorábamos. Habíamos sido incapaces de zafarnos del culto a las imágenes que los curas grabaran en nosotros a base de ponernos de rodillas y amaestrarnos. Todavía las conservo en alguna carpeta que abro aproximadamente cada diez años. Volver a los viejos tiempos, se llama. Trato de no desmemoriar el odio.
En aquella juerga danzábamos subiendo y bajando escaleras, esparcidos entre los dos pisos de la casa comunicados por peldaños de madera resguardados por una hermosa barandilla de hierro fundido. Algunos ocuparan el cuarto dormitorio que yo utilizaba, se repantigaran por el suelo o encima de la cama donde nos acostábamos Arzúa y yo, Lúa y yo, y Amparo con un lacaniano carente de Edipo del que no diré el nombre. Tomás barajó que la foto de la pared pertenecía a una escena del monólogo en el que Paul/Marlon lloraba delante del cadáver de la esposa infiel metida en un ataúd. Nos liamos en si el verbo meter resultaba el más apropiado para describir el hecho de colocar un cuerpo dentro de una caja alargada. A quien lo mencionó debió parecerle horrible la palabra ataúd porque empleó el sintagma caja alargada, que a la vez podía servir como metáfora de embarcación. Tomás aprovechó para disertar sobre eso, y la laguna Estigia y el barquero Caronte se mezclaron entre los comentarios que largó. Alguien propuso el verbo depositar como alternativa. Le pregunté a Tomás si unos meses antes había estado en la Plaza de Galicia lanzando adoquines contra las cristaleras de una oficina del Banco de Bilbao. Puede ser respondió, estoy en muchos sitios y no estoy en ninguno. La respuesta –por supuesto– fue motivo de carcajadas y palmas.
Tomás acabó o empezó a colgarse pasionalmente de mí al igual que lo hizo de muchos de los que acababa de conocer y por extensión de los últimos incorporados, acólitos y próximos, y me interrogó de manera redundante si carnalmente solo me relacionaba con mujeres, si podría fotografiarme desnudo, mientras divagaba sobre las ventajas de la bisexualidad, y citó a Lucian Freud y a Francis Bacon. No ahora mismo, claro –dijo–, cualquier otro día podemos preparar una sesión de estudio para retratarte. Tienes cuerpo de Tarzán, bromeó, yo haré de Jane. Creo que esa fue la primera vez que fui consciente de que Tomás vivía acompañado de una cámara réflex. La manejaba con el mismo cuidado y pericia que los cuerpos “cernudianos” de sus amantes. De ese cariz eran los calificativos que empleaba, envuelto en sábanas, como una cariátide exultante acostada en mi cama. Tomás, un arrebatado inteligente y valiente, un irónico sátiro y simpático, de piernas cortas y nalgas babilónicas y peludas. Alguien lió y puso en circulación varios porros al mismo tiempo, y la fiesta continuó. Creo que nos reíamos bastante más de lo que hablábamos en esa época, como niños a los que había que limpiarles los mocos o las babas. Lo cierto es que acabamos por hacernos confidentes. Pero nos habíamos quedado sin tiempo. La substancia que colmaba de urgencias las prisas por vivir acabó por esfumarse sin concedernos ninguna posibilidad de prórroga. Tocaba comenzar de nuevo, disolverse en otros acontecimientos, en diferentes lugares y circunstancias. Comenzáramos lentamente a desmenuzarnos, a volvernos invisibles, a llegar tarde a las citas o directamente a no acudir, renunciando a encontrarnos, porque siempre teníamos algo que hacer; nos dábamos la espalda y posponíamos para una próxima ocasión lo de hablar… Y no parecía que fuésemos conscientes de eso. El tiempo de Compostela se escabullía delante de nuestras narices. Como antes sucediera con los inservibles Comités, a los que yo había dicho hasta nunca afónico de debatir y decepcionado, sin volver la vista atrás ni otro horizonte próximo que las páginas de unas cuantas novelas. Hasta una pedrada contra la fragilidad de una vidriera había llegado mi carrera de revolucionario. Carabina trienta trienta, que los rebeldes portaban y decían los madereistas que con ella no mataban… Me encantaba entonar ese rabudo tema del cancionero insurgente mexicano, que escuchábamos en la voz del masacrado cantante chileno Víctor Jara, asesinado por los esbirros de Pinochet en los vestuarios del Estadio Nacional en 1973. Aproveché mi abandono de los seminarios de un materialismo más histérico que dialéctico para despedirme también de los panfletos cutres, de los sprays de consignas como gritos, las banderas dobladas en algún armario, las colecciones de revistas volcadas en contenedores de basura junto a ciertos tratados ilegibles del Fondo de Cultura Económica. Todo hay que decirlo, había sido bastante afortunado: nunca me detuvieron, no me torturaron ni amenazaron, no pasé por celdas mal iluminadas en las que policías sudados de aliento envenenado silbaban palabras como cuchillos en nuestros oídos. Las dosis de inevitable sectarismo y demagogia las curamos Lúa y yo acariciándonos y fundiendo la epidermis que nos cubría en amalgamas que nos parecían siempre de estreno. La terapia consistió en follar sin medida ni límites y leer a dúo y en voz alta los volúmenes arrebatados del Cuarteto de Alejandría y los cuentos melancólicamente parisinos de Julio Cortázar. La melancolía es la enfermedad literaria de Cortázar, afirmó Lúa, y se contagia. Lo intentamos también con el Ulises de Joyce y el Paradiso de Lezama, pero ese par de cabrones habían conseguido derrotarnos varias veces. En el ring de la literatura éramos unos pesos ligeros. Parecíamos una pareja irrompible, como los vasos de Duralex, pero nos desenamoramos ya unas cuantas veces, sabiendo a la perfección lo que nos gustaba y desagradaba del otro. Sentirte culpable es el mejor pasaporte para abandonar una compañía. Y nosotros cargábamos con culpas del tamaño de catedrales. Tentábamos la esquiva suerte de amarnos vistiéndonos del revés, yo me ponía sus bragas y ella mis calzoncillos, yo su jersey y ella mis camisetas, yo su sonrisa y ella mi mirada. Tomás nos hizo una foto metidos en la cama con la que pretendía parodiar la celebrada y reproducida imagen de Yoko Ono y John Lennon en la suite del hotel Hilton de Ámsterdam. ¡Lo logré! –me gritó exultante–. Por fin consigo fotografiarte desnudo. Yoko y John, famosos, aparecían vestidos con pijamas blancos; nosotros, anónimos y mortales, helados y en cueros. La cabecera de la cama del Hilton era una enorme ventana con dos carteles pegados a los cristales, en uno de ellos escribieron: HAIR PEACE y en el otro BED PEACE. El cabecero de nuestro colchón consistía en un mapa de Barcelona sujeto a la pared con celofán y el nombre Aribau rodeado por un círculo de rotulador rojo. Ramiro se había trasladado a vivir a Barcelona. Estuvimos allí unos meses antes de visita, en un piso de esa calle, en el siniestro 2º izquierda del número 34 del “carrer” Aribau. Habría que decir algo de ese viaje, pero esa es otra historia. Incompleta y difícil de contar. La verdad es que nunca llegué a ver el reportaje fotográfico de la cama. Ni siquiera llegué a saber si existían esas fotos, si había película dentro de la cámara. Tecnología analógica, diríamos hoy. No me extrañaría que se tratase de otra travesura de Tomás. Aun así, llegué a pensar en ellas como algo real y que alguien, vete tú a saber cuándo, tendría la oportunidad de verlas y olvidarlas. O que Tomás las había llevado a revelar y luego las había guardado entre otras muchas fotografías, escondidas en algún rincón más o menos perdido para una revisión posterior. Y ahí se habrían quedado, esperando. Mira qué sorpresa tengo para ti, diría entonces con aquella su sonrisa de fauno. Fotografiarnos había pasado a formar parte de los espectáculos que representábamos para burlarnos del aburrimiento que a veces nos causaba la monotonía de vivir, y dejábamos al margen, en un plano secundario, que la máquina tuviese o no película, o que Tomás fuese un instigador de auto parodias que improvisábamos para espantar el frío que soportábamos en aquellas casas nevera. En cualquier caso, que existiese o no la foto, o su negativo extraviado en algún archivo, aquella fue la última vez que me puse delante del objetivo de la réflex.
Un par de meses después todos salimos disparados hacia destinos a miles de quilómetros unos de otros. Lúa, licenciada con honores en matemáticas, alquiló una vivienda en Chauen, en las montañas del Rif. Se había propuesto aprender a coser artesanalmente el cuero y vivir de ello sin tiempo por delante. Tomás, con el título de historiador en arte bajo el brazo, escogió irse a Nueva York para intentar exponer las fotos en algún local de Greenwich. Yo, científico de nada en paro y sin alumnos, me trasladé a Londres para, sin más, librarme de lo que me aplastaba. En junio de 1980 aterricé por primera vez en Stansted. Era un día lluvioso de cielo encapotado, agarré la mochila de la cinta de equipajes y me largué a todo correr de un hangar en tránsito de zoo humano a la búsqueda de un transporte que me dejase lo más cerca posible de un hostal en Cromwell Rd. En ese alojamiento, entre tendales de calcetines y ropa interior para orear de italianos y japoneses, habría de pasar los próximos meses.
Nos habíamos despedido unos días antes Tomás y yo con calma, despacio, midiendo el tiempo. Calculamos que probablemente pasarían unas cuantas estaciones antes de que volviésemos a vernos; existía incluso la posibilidad de que tardásemos más de lo pensado, como así sucedió. Después de unas copas en el Tito´s, entrando en las galerías Viacambre a mano izquierda, continuamos con una sesión de baile en el Farrapos, un par de calles más allá de las galerías, cerca ya de la estación de ferrocarriles. Cuando encendieron las luces y al no encontrar nada abierto nos pusimos a caminar la noche. Fue más un deambular dejándonos ir que un paseo, la impresión era que estábamos buscando algo. Fuese lo que fuese acabó de madrugada en las escaleras de la Quintana, cuando resolvimos que lo que buscábamos no era otra cosa que conseguir despedirnos de aquellos últimos días, sumergidos ya en una separación que sabíamos inevitable. Intuíamos, dejando a un lado la nostalgia, que pasaría una eternidad antes de poder volver a repetir una peregrinación que incluyera tumba dioses a media tarde, tragos largos de cuba libres y gin tonics en barras que poseían la consideración de altar sagrado y un remate de risas legañosas con las que le dimos la bienvenida a otro amanecer en Compostela. Lo que fuimos incapaces de aventurar fue la situación en la que se produciría el reencuentro. Una posibilidad que no tenía cabida en el reino de una imaginación tan dependiente de la realidad como era la nuestra en aquel instante. Inexperta todavía en desgracias, en agüeros que ni sabíamos que podían producirse. Que la vida podía representarse con máscaras de tragedia no formaba parte de las comedias con que nos entreteníamos. Yo a Londres, tú a Nueva York, perfecto. Si a alguno le iba mal sabía dónde andaba el otro. No hicimos repaso de nada de lo que sucediera o dejara de acontecer, de lo que habíamos archivando en la memoria o arrojado por la borda como lastre inútil. ¿Para qué? Bailábamos todavía en los márgenes de las páginas del relato y teníamos audacia de sobra para intuir que lo que nos aguardaba daría para muchas otras noches de cháchara, que, por supuesto, también serían insaciables; como acostumbraban a ser aquellas noches, rituales y caóticas. Tomás intentó convencerme –un último intento– de que nos fuéramos juntos a Nueva York. Le mentí, le aseguré que ya tenía los billetes, que embarcaba en una semana.
A pesar de que Londres fue una incursión en lo desconocido que me cambió para siempre creo que no acerté. Tendría que haberme ido con él, y no por Tomás, sino por mí. Estoy seguro que de Nueva York no habría regresado a las primeras de cambio, para continuar una jornada ordenada de días idénticos en una mediocre ciudad gallega rodeado de conocidos parecidos a mí, impartiendo clases y limpiando con un paño empapado en acetona las manchas de hongos que aparecían como flores blancas en la capa de los discos de Vanilla Fudge. Es difícil saberlo, pero nada hay peor que lo que se parece a uno mismo, suele ser insoportable. Tenlo en cuenta, le había oído decir a Tomás mientras salíamos de la noche, envueltos por la temblorosa luz del amanecer.
Tengo recuerdos muy precisos de haberle escrito desde Londres con regularidad. Conservo cartas suyas que hacen referencia a cartas mías y a una foto sacada en Piccadilly. La foto de Piccadilly. Por supuesto, no vayáis a pensar, no está a la altura de la leyenda de los cuatro de Liverpool cruzando el paso de cebra de Abbey Road, pero fue un idilio con el lugar igual de arrebatador para nosotros. El resultado, si me apuráis, es una anti o contra foto si la comparo con la de Compostela, y en la de Londres sí aparecía yo. Una es renacentista, la otra está impregnada de un estatismo egipcio. La de Londres refleja colores lánguidos, la de Compostela un blanco y negro luminoso; la de Santiago contagia energía, impulso, urgencia; la británica, la busqué y la tengo delante, diría que es reflexiva, profunda, distante, quizás un punto misteriosa. Era domingo y se nota, tiene un cierto halo de religiosidad. Hay en nuestra expresión un cierto temor por el aura que nos rodea. Nuestro primer domingo en Londres, es temprano, no hacía tanto que había amanecido. También nosotros atravesamos pasos de peatones camino de Camden, el mercado de las baratijas de segundas y terceras manos. Vicente Verano, alumno de Económicas con el que viajo, y yo nos marcamos un posado de primera comunión: firmes, serios, entumecidos, los brazos en cruz. Parecemos imágenes talladas en un taller remoto del pasado que se materializara a los pies de la estatua de Cupido. En cualquier caso, lo que muestran las miradas, incluso la actitud, es que no pertenecemos a un presente del que todavía no nos habíamos adueñado. Yo comencé a sumergirme –y ni de lejos fui consciente de mi condición de náufrago– en el mapa de una ciudad en ebullición unas semanas más tarde. El volcán se llamaba Luisa. Hace nada, unos meses, me volví a encontrar con Vicente en el funeral laico que Julia había preparado para recordar a Manuel Anxo, un amigo tan querido por los dos como el aire que respirábamos. No necesitamos recontar arrugas ni la carencia de pelo en las coronillas peladas para aventurar una cifra: cuarenta y dos años desde la mañana que nos despedimos en la puerta del albergue de la calle Cromwell. No nos habíamos vuelto a ver. Nos atropellamos farfullando, cómo no, de muchas cosas, entre otras de la foto de Piccadilly, que él había extraviado u olvidara, también del restaurante donde habíamos cargado con infinitas bandejas de platos y cubiertos sucios de grasa, ceniza y carmín, de pegotes de bechamel quemada y restos de salsa de tomate. Recordamos las literas de vigas de madera y los pequeños hornos para calentar leche y agua para el desayuno en el sótano del albergue, el pub del otro lado de la calle con músicos de nuestra edad improvisando jazz en directo y a Luisa. Cazadora de cuero imitación de una prenda de Vivienne Westwood avanzando coma una estela de luz por los callejones del Soho… y mi voz no te alcanza. ¿Qué fue de ella? Durante unos segundos esa pregunta absorbió todo el ruido que había a nuestro alrededor, incluidas las variadas modulaciones que contenían las voces de los que nos rodeaban, los gritos y las risas, y el tiempo se materializó en tronco de roble centenario soportando el peso de nuestros cuerpos en desnivel, en orfandad de miradas y palabras, en mesas y sillas esparcidas por un prado que Manuel, ausente para siempre, habría pisado tantas veces. Congoja de llanto. Un recuperado magma juvenil, sonoro, audaz y desenfrenado, en el que no había distancias que no fuesen caminables, nos atravesó como una lanza. Una conjugación de coincidencias que nos llenó de energía, entre dudas y descubrimientos. Brindamos por el reencuentro, bebimos, y volví a amar a Vicente como probablemente sucediera, cuando no necesitaba ser consciente, durante aquellos meses en los que habíamos compartido confidencias y deseos en la ciudad de las genialidades improvisadas, de remotos lugares ocultos y cucuruchos de patatas con bacalao devorados en los bancos de los parques, con vasos de cerveza en aceras de tardes demoradas, atentos al ritmo frenético de una urbe en combustión, retumbar de botas de cuero mezclado con pasos de baile de jóvenes jamaicanos con los que te cruzabas entre semáforos en ámbar. Ciudad fotografiada sin descanso. Encuentros. Esta vez nos tocaba a nosotros mezclarnos con los ídolos que surgían de las portadas de los discos, de carteles que cubrían las paredes o aparecían en las revistas de las que echábamos mano en las entradas de las estaciones de metro. Fotos y más fotos. Incluso nosotros decoramos las habitaciones con instantáneas clavadas en corchos húmedos de sudores nocturnos. Una forma de estar, y de mostrarse, como signo y válvula de escape. Nos vestíamos para desfilar entre gotas de aguaceros constantes, mansos y calientes, guarecidos bajo los cobertizos del Covent Garden. Unos cuantos de aquellos momentos revelados en papel atravesaron el océano Atlántico en el interior de sobres con sellos de su Majestad, mezclados con otras miles de misivas y paquetes en el vientre de un avión, un jumbo –probablemente el 121 de Pan Am– que despegaba cada mañana de Heathrow y aterrizaba unas horas después en el JFK. Podía imaginar a Tomás abriendo los sobres, introduciendo los dedos para extraer el montón de hojas donde le describía una calle de edificios clonados en la que yo había alquilado una habitación, en un sótano bajo tierra, y un caserón victoriano grande en el que recibía aulas de conversación e intentaba hacerme entender en inglés con mujeres paquistanís y etíopes de las que sólo los ojos quedaban al descubierto. Ojos como almendras, con una cautela de felino en la mirada, que transmitía el aliento cálido y callado de las tormentas de arena. Yo, estaca imberbe, temblaba ante aquellas mujeres. Las cartas que le escribí recogían a modo de diario los interrogantes y las certezas que me trasteaban. Le detallaba las ocupaciones en las que andaba, los interminables turnos de trabajo y los desenfadados partys sobre una batea que navegaba Támesis abajo. En los altavoces sonaba la voz pastosa, como a semen oloroso y denso, de Robert Smith, el cantante de The Cure, que me recordaba, con años de antelación, a Germán Coppini. ¿O sería al revés? Boys Don´t Cry. Nada más cierto, yo todavía no lloraba. Ya llegarían días más adelante en los que lloraría precisamente por esos días y por mí. Solo los cobardes lloran por ellos mismos. ¿Sería cierto? Los distantes, adorables y atractivos chicos y chicas londinenses se ponían mallas de leopardo, camisetas rasgadas que dejaban entrever pechos andróginos, americanas de terciopelo brillante o abrigos de arrebatadora inspiración decadente. Escupían sin parar, se besaban hasta la congestión, liaban olorosas hebras de tabaco egipcio, cantaban violentas proclamas nihilistas y tiraban pedos que olían a los locales a túnel de metro y a contenedor de basura sin tapa. Eso sucedía en Hammersmith y también en Earls Court, a las puertas de locales donde tocaba gente que las alcantarillas habían vomitado esa noche y las latas de cervezas volaban sobre nuestras cabezas en busca de sangre. Por momentos me sentía parte de esa rabia, sentía que nos estaban robando algo, dejando al margen, condenándonos a una locura que no nos merecíamos. Por la mañana, repasando los titulares de los periódicos que se vendían en tablones callejeros sobre la huelga de los mineros, me daba cuenta de que estábamos perdiendo una guerra. Se lo describía una y otra vez a Tomás recostado sobre la cama, repantigado en la hierba de Richmond, inclinado en alguna de las mesas del Covent, sentado en un muro de Camden mirando a Luisa mojar los pies en uno de los canales apestosos que atravesaban el barrio donde nosotros queríamos vivir. Vida asfixiante en un barrio asqueroso la nuestra. Nada era más deseable. Se lo describía en hojas de color rojo que adquiría en una pequeña papelería de la estación Vitoria, cerca del mostrador donde todavía se despachaban billetes para viajar a la India en autobús. El Magic Bus. Sólo pronunciar el nombre sonaba a psicodelia, a canción de It´s A Beautiful Day, a templos donde se veneraba a Shiva, a múltiples brazos desplegados como alas de mariposa, a sitar y greñas blancas. Bombay Calling. ¿Quién nos llamaba a nosotros? Luisa se quedó enganchada de esa pregunta. Pregunta que yo reboté hacia Nueva York en una de aquellas hojas voladoras que viajaban en múltiples direcciones. Hacia Manhattan y Compostela, a Barcelona en busca de Ramiro o a Vigo en busca de Daniel, y a Chauen, para que Lúa supiese que seguíamos vivos. Yo la imaginaba leyendo mis cartas, recostada en una hamaca en un patio entre higueras y naranjos. Las mejores mentes de nuestra generación podían también ser las nuestras, pero no lo parecía por cómo nos iban las cosas; con nuestros asuntos desmañados o en espera, ni siquiera manifestábamos propósitos de enmienda. En el absurdo de las paradojas era donde nos sentíamos más a gusto. Podíamos tratar de tú a Allen Ginsberg, esquinar a los profetas, parodiar a Dylan, que nos dijera de una vez por todas dónde estaba la respuesta cuando no había viento. Llamando a Londres. Recibí una postal de Tomás desde Boston pidiéndome un número de teléfono en el que pidiésemos hablarnos, escucharnos de verdad, recuperar el acento de nuestras voces. Preciso oírte, escribía, no debía ser tan complicado, sugería. Nos vale con una cabina pública y establecer un día y una hora. Una de las cabinas de Hyde Park Corner, un domingo a las seis de la tarde, cinco horas menos en Nueva York. ¿Desde dónde llamas? Quise saber la primera vez que hablamos. Estoy en el Village, contestó, y me preguntó cómo estaba, si seguía enamorado, que nunca dejara de estarlo, que era la mejor señal de estar vivo. Sin darme tiempo a responderle añadió que iba a viajar a Managua, a fotografiar la revolución. Otra revolución, y otra, y otra… ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto duran las revoluciones? “Toda la vida, mi amor”.
En el mes de abril de 1974 yo me encontraba en Compostela. Habíamos desertado del centro de la ciudad y comenzado a devorar libros de poesía, tazas de vino y caldo por la zona alta de la Algalia. Medias de arroz con verdura y garbanzos en el Catro, rock sinfónico en el Modus y tardes enteras sentados en el balcón escuchando el rumor que hacía la gente que transitaba por delante de casa. Alguien pasó el aviso de que había oído en la radio que en Lisboa estaban entrando los tanques. Esa noche escuchamos exultantes el Grândola en todas las emisoras portuguesas que sintonizamos. Era el día veintiséis de abril, dos días después, el veintiocho, nos subimos en un tren con dirección a Oporto. Una vez que cruzamos la frontera le preguntamos a una mujer mayor que viajaba en nuestro vagón, vestida de negro, con el pelo cubierto con un paño anudado en la nuca y que agarraba en el regazo un bolso enorme de tela, si confiaba en la revolución. Solo confío en Dios, respondió. Nosotros, imberbes, descendimos a la plataforma de la estación de Viana para saludar puño en alto un mural de una vieja locomotora que habían dibujado cubriendo la fachada por entero del edificio central. En el interior de la nube de vapor blanco que salía de la máquina, estampado con letras negras, alguien había escrito: A TODO VAPOR POR EL SOCIALISMO. Supongo que le parecimos de otro planeta a aquella campesina que resumía en sus ojos de niebla, empequeñecidos por el sufrimiento, miles de años de opresión. Esta va por ustedes, compañeros: carabina treinta treinta que los rebeldes portaban y decían los maderistas que con ella no mataban… El Primero de Mayo participamos en una manifestación histórica que ocupó el centro de la ciudad con miles de personas. Avenida dos Aliados. Avanzábamos reclamando poder popular, agarrados a desconocidos a los que tratábamos de camaradas. La revolución adquirió la forma de una asamblea permanente entre la platea y los asientos del teatro Coliseo donde cada uno proclamaba lo que le venía a la cabeza. ¿En eso consistió la revolución? ¿Sólo en eso?… Y querer a la gente que no conoces de nada, ¿no?, y que todos los niños tengan la posibilidad de ir a la escuela, y que sean felices y que se escuche la voz de los que no tienen nada, y que los poderosos no secuestren el poder… Y ser libres para vivir como nos dé la gana, la real gana, de eso fundamentalmente debería encargarse lo que tanto amábamos y llamábamos revolución. ¿No crees?
Hola, te llamo, sobre todo, para decirte que estaré una temporada en Managua. ¿Por qué no recoges lo imprescindible y te vienes aquí conmigo? ¿Ya vale de Londres, no? Haremos fotos, cientos de fotos. Te envié una carta donde te cuento lo que haremos, supongo que llegará en unos días. Tú mientras tanto piénsalo. Managua, fotos, cuerpos, veladas, silencio, armas, equipaje, libros, planos, chismes, parques, soledad, luz… Próxima parada Luisa, Luisa, Luisa. Un túnel sin salida. Si caminamos juntos voy contigo, si nos abrazamos voy contigo, si te llamo… ¿dónde estás? Lejos de ti, lo sabes. El triángulo es una figura que se utiliza para representar la divinidad, camino intentando mantenerme en equilibrio sobre lados que me llevan hasta los vértices. Esos son los puntos de encuentro. ¿Y no hay nadie más allí? ¿Tampoco en esta historia? ¿Dónde está todo el mundo? Sí, hay más, pero están a lo suyo. Claro que hay más: los yonquis enmudecidos, los venecianos disfrazados, los huidos hurgando en las grietas, los que se dedican a la descarga, los que permanecen en los muelles y los que se fueron embarcados, los oceánicos en cubiertas enfebrecidas; todos están a los suyo, esparcidos vete tú a saber por dónde. No cuento con nadie. En realidad, estoy solo. Me levanto temprano, me aseo y me visto, salgo a todo correr para no perder el metro, me apeo en Holborn, camino un trecho de acera por New Oxford Street hasta la puerta del restaurante, entro, me lavo las manos y me pongo el mandil azul marino con unas pequeñas letras inscritas en blanco. Saludo a los que están en la barra y entro en la cocina. Ordeno cubiertos, coloco fuentes, preparo las bandejas…, una rutina que dura hasta las tres de la tarde. Se acabó. Luisa había tomado la decisión de recorrer la India en tren. Durante días me cito con su ausencia en los locales que frecuentábamos: una pequeña terraza de mesas y sillas al lado de un canal y un par de tabernas del barrio donde pido pintas de cerveza negra. La confundí un par de veces con mujeres que avisté entre gente que obstruye el paso en el interior de los bares, en esas horas en las que parece que la ciudad entera está despotricando y exigiendo ser atendidos los primeros; por supuesto no era ella. Me envía postales. En una desde Benarés me dice que me quiere y que me echa de menos y que conoció a un chico alemán –esa fue la manera cinematográfica de denominarlo– que se llama Mathias, que continúa el viaje con él con destino a Nepal. Que probablemente estará de regreso en unos meses y podremos hablar, o que irá directamente a Berlín con Mathias y podré visitarlos. Me fijo en el adverbio directamente, decido que en él cabe toda nuestra historia.
La historia, cualquier historia, no deja de ser un contexto cargado de significados. Creo saberlo desde primero de carrera. La camiseta que llevo puesta mientras leo la postal fue un regalo de ella, Luisa se la ponía para dormir. Recibo una nueva postal que el cartero desliza por debajo de la puerta. Es una fotografía de una bandera roja y negra con las letras FSLN en blanco y en mayúsculas. Frente Sandinista de Liberación Nacional. Desconozco el porqué, pero le encuentro semejanzas con mi mandilón de trabajo. En el reverso Tomás escribió: ¿Por qué no vienes? No tuve respuesta para esa pregunta y quedé paralizado. ¿No vas a venir, verdad? Le oí preguntar aquella tarde de domingo soleado en un Londres deshabitado. No, le respondí. ¿Y qué piensas hacer? Regreso a Compostela en un par de meses. Me ofrecieron incorporarme a una utopía que tiene visos de convertirse en realidad. Vamos a poner en marcha una cooperativa educativa. Lo intentaremos de otras maneras y que ninguna coincida con lo que se está haciendo, le dije. ¿Crees que es posible?… No contesté. Lo dudo, afirmó. Ese país está muerto, recalcó. Ya, pero es en lo único que creo ahora mismo, respondí, o eso o el marasmo de esclavizarme y que decidan por mí. Emociones, diálogos, creaciones, manos en movimiento… Espacios sin obstáculos, atravesados por la luz y por la energía de la voluntad, sin sillas ni mesas, o las menos posibles, donde resulte difícil tropezar, aunque lo intentes. Bueno, dice, y me preparo para escuchar el resumen de Tomás, después de unos segundos de silencio, continúa: deseo que tengas toda la suerte del mundo, y añade: y que encuentres reposo en ese destino que te impones, porque es imposible que halles la felicidad en esa especie de martirio que me anuncias. Y tú, le interrumpí, ¿qué piensas hacer? También regreso, pero no a Nueva York, me instalaré en San Francisco con Jeffrey, mi alter ego. ¿Sabes?, estoy profundamente enamorado de él. Te encantaría conocerlo, os llevaríais bien, es incluso más guapo que cualquiera de vosotros. Tomás renaciendo de entre las cenizas, de otra revolución fracasada, Tomás persiguiendo a Tomás. No te preocupes por nada, saldrás adelante y seguiremos en contacto, ¿vale? Te mandaré mi dirección en San Francisco, así sabrás donde estoy, por si cambias de idea. Claro, nunca se sabe, nos consolamos.
Un año después de esta conversación, en 1982, soy uno más de los que aparecen en el medio del retrato fundacional que nos habíamos hecho. Los quince cooperativistas pioneros de un centro que bautizamos con el nombre de nuestro admirado Iván Illich. Acabábamos de finalizar una conversación con un grupo de padres que están interesados en el proyecto que elaboramos para intentar hacer de otra manera lo que para entendernos seguíamos llamando educar; que, les dije, sobre todo es aprender a ser felices a través de la convivencia. Le doy vueltas a la idea de felicidad. ¿Por qué será cuando no creo en ella? Tomás llevaba razón, pero algo que desconozco y no controlo tira de mí para que no abandone y continúe. En ningún momento vuelvo a dudar. Voy vestido con un vaquero gastado y una camiseta azul oscura adornada con una rama de tojo florecida y el lema pedagogos por una nueva educación rodeando una flor de intenso color amarillo. El amarillo es el color de la distancia. Las demandas que atendemos son para cuidar niños que nadie quiere. Niños locos, ciegos y sordos, niños que no hablan o hablan a gritos y son incapaces de moverse, niños rechazados, abandonados, señalados. Gestionamos pequeñas ayudas que negociamos en despachos donde nos observan con desconfianza. Nos endeudamos, ponemos dinero que teníamos guardado o que pedimos, y conseguimos, por fin, alquilar una casona en estado de calamidad permanente. Un predio con vega y arbustos, y veredas, y un pozo rodeado de cobertizos. Ruinas que comenzamos a retejar y pintar, cambiamos cables y tuberías, decoramos con telas, ponemos luces. Ocultamos los estragos que son la sombra de la amenaza con la que convivimos. Abrimos y le ofrecemos a un grupo de niños que no nos conocen ser nosotros mismos y hacer lo que nos gusta: estar siempre en compañía, bailar, pintar, construir, tocar. Dividirnos o multiplicarnos para aprender lo que se puede hacer con los números, decimos y cantamos para descubrir la magia de la lengua. La lengua es una gimnasta musculosa que vive en el interior de la boca, que se mueve para darle forma a lo que pensamos, que crea los sonidos con los que expresamos esa concurrencia maravillosa de hablarnos. Los brazos y las manos son árboles enraizados en la piel y los ojos esferas de luz que alumbran los túneles que nos recorren por dentro. Túneles que nos llevan hasta el niño que fuimos.
En 1985 le envío una foto a Tomás rodeado por una tribu de infantes que no me llegan a la cintura. Esos primeros años son una fusión de energía y vitalidad sin límites, no le decimos no o nunca a nada. Sólo nos paraliza la tristeza cuando muere alguno de los pequeños. Estamos rodeados de tumores, de sufridores inválidos que nos exigen entereza a base de mantenernos alegres. Quieren, durante el tiempo del que disponen, vernos contentos. El Iván huele a pañales y a crema de verduras de una huerta que cultivamos entre estiércol, a pinturas esparcidas por encima de hojas de periódicos y a cuentos narrados en tardes idénticas a sí mismas; y sobrevive año tras año a muchos de ellos. No los olvidamos, fotos de los que no están decoran la sala que utilizamos para meditar. Es un logro, es un éxito. Salimos en revistas, publican reportajes que hablan de nosotros, dicen que somos innovadores, vanguardistas, diferentes. Escribo sobre lo que hacemos bajo el foco de una lámpara, sin acabar de definir lo que estamos consiguiendo; sin darle, tampoco, demasiadas vueltas. Lo estamos llevando adelante y con eso basta. Un sentimiento que arde con palabras de luz. La luz es tan intensa que acaba por cegarnos, unos cuantos cooperativistas y parte de los padres no quieren que sigamos siendo un experimento al margen. Proponen que nos incorporemos, a través de un concierto, a un sistema que nos va a imponer cómo debemos actuar y a quién debemos atender, que nos va a marcar las pautas de actuación. La oferta enciende las alarmas rojas. Es imposible no someterse, dicen algunos, acabarán con nosotros. No volveremos a tener una oferta así; que, además, nos concede la posibilidad de la permanencia como parte insubstituible del proceso, o la alternativa de incorporarnos como profesores en otros centros. El tiempo pasa muy deprisa, me espeta una compañera, ya no somos aquellos jóvenes que habían venido a cambiar el mundo. ¿Cuánto tiempo más resistiremos y mantendremos la ilusión y las fuerzas imprescindibles para continuar? Tenemos nuestros propios hijos. El principio de realidad se impone. Paseo entre setos, asciendo por un pequeño cerro, contemplo el horizonte. Anochece. Nos juntamos para hablarlo, la mayoría es partidaria de votar por integrarse. Acepto, afirmo que no me voy a oponer, que abandono el Iván y solicitaré un nuevo destino. Dejo de lado la única utopía en la que realmente participé y comienzo a transformarme en un maestro de aula con mesas y sillas que lucha consigo mismo. No acabo de acomodarme, no soporto los claustros, los equipos y las reuniones, las normas y las notas, las filas para desplazarse, el fútbol en los recreos. Debería ser honesto y dejarlo. Me siento un trasto inútil sin posibilidad de escapatoria. Recibo una llamada de Tomás. Es un domingo por la mañana, intuyo que llama para darme el pésame en cuanto empiece a quejarme. Pero acabamos hablando exclusivamente del SIDA. Me pregunta que sé sobre eso. Apenas nada, le confieso. Estoy enfermo, susurra él, muy enfermo. Me anuncia que vendrá a Europa, a Ámsterdam unos días.
La muerte es un déjà vu. No obstante, esa constatación, no es del todo cierta. Nos sucede a todos, pero cada muerte es única. Pienso en las que ejercí de acompañante; en la de mi madre, rapidísima; la de mi padre, lenta y dolorosa; en el vaivén de algunos de los niños del Iván, que iban y venían de la muerte con cara de ángel. ¿Nos encontraremos en Ámsterdam, de acuerdo?, me dice. Estaré allí unos días, voy a ser ponente en unas jornadas sobre la enfermedad. Jeffrey me acompañará, os podréis conocer, vas a ver, te caerá bien. Ramón, el hermano médico que se había ido a ejercer a una isla, me lo había dicho a comienzos de los ochenta. Intenta no ser demasiado promiscuo, aconsejó, y, sobre todo, no te acuestes con tus amigas heroinómanas. Hay una enfermedad por ahí que nos va a liquidar a todos, se contagia con mucha facilidad y es incurable. Por supuesto se refería al sida. No le había hecho caso, me seguí metiendo en la cama con Lúa que, a su vez, se acostaba con un colega suyo que se inyectaba caballo. Yo me refería a él como Lou Reed, también como el yonqui. Me arrepiento, pero es tarde. Era una chica muy mona ah, ah… que vivía en Barcelona. De la ciudad Condal tú eres pero a mí no me quieres… Lúa, que no vivía en Barcelona, era una mujer sumamente atractiva y a mí me gustaba cantarle el tema de Siniestro Total. Yo hacía estriptis emocional para una única espectadora: ella, que contemplaba mis circunloquios de tonterías con gestos de comprensiva ironía. Por supuesto, compré un billete para ir a Ámsterdam. Había visto fotos de enfermos de sida. ¿Quién no? Aparecían por todas partes, en periódicos, en revistas, esmirriados, con mirada de miedo, el estigma de la muerte en el rostro. El actor Rock Hudson, convertido en el icono más famoso de la plaga, nos mostraba los ángulos más vertiginosos de la enfermedad. Se habían acabado las juergas, que la vida podía ser incontestablemente dramática había ganado finalmente la partida. Volaba observando las nubes a través de la ventanilla del avión, preguntándome cómo lo encontraría. Llegué a dudar de si lo reconocería. ¿Estaría fatalmente cambiado? ¿Habría dejado de ser aquel felino entrado en quilos que nos largaba mofas sin descanso por ser tan carnalmente apetecibles? Bombones al sol derritiéndose como helados entre manos de niebla. ¿Tendría las facciones marcadas, las cuencas hundidas, el color macilento de los agónicos? ¿Se desplazaría con ayuda? Tal vez precise bastón o una silla de ruedas para moverse… En Ámsterdam hacía frío, un clima que tendría que sentarle mal. Cuando nos vimos mi primera impresión fue que el tiempo no había sucedido. Que los años transcurridos desde que habíamos estado sentados en las escalinatas de la Quintana eran una circunstancia que les ocurría a otros, que nada tenía que ver con nosotros. Tomás no podía estar más idéntico al recuerdo que conservaba de él. En cuanto nos abrazamos me di cuenta, sobre todo al sentir cómo él me abrazaba. Un abrazo del que no podías desprenderte. Reímos al observar las lágrimas que se deslizaban lentamente por nuestras mejillas. Ya no eran las gotas de sudor de la pasión, eran lágrimas. Estaba conteniéndose, porque se moría por besarme. Tenía unas ligeras ronchas rosáceas recorriendo su frente y algunas en el cuello. Es el sarcoma que avanza, me explicó. Va a ser lo que me mate, pero no vamos a hablar ahora de eso. No, hablaríamos de otras cosas, claro que sí, y lo hicimos sin freno y durante mucho tiempo. Volvimos a entrar una vez más en la casa de Caldeirería, subimos las escaleras, nos asomamos al balcón de las noches estrelladas, preparamos café y devoramos los bollos frescos de aquella panadería que nos entusiasmaba, que se nos deshacían en la boca. Tarareamos el ‘Psycho Killer’ de Byrne disputándonos las migas que habían quedado esparcidas por encima de la mesa. Nos dejamos ir por calles de una ciudad grabada a fuego en el alma, hastiada de desterrar a tantos y tantos exiliados de una felicidad alcanzada a base de desear lo imposible. Murmuramos nombres como si fueran oraciones de un breviario infantil y reclamamos, levantando la voz, vasos y copas, amparados por barras que frecuentábamos bastante más que las aulas de la facultad. Envueltos entre risas que nos convocaban a brindar otra vez por nosotros y por nuestras urgentes exigencias. Repetimos chacotas, anécdotas, bromas. Echamos mano de acontecimientos y películas. El Cine Club…, estalló el recuerdo en su voz y en sus ojos. ¿Recuerdas el Cine Club, claro?, en el Salón Teatro de la Rúa Nova. Habíamos quedado para ver Novecento. Se lo estaba diciendo a Jeffrey, moviendo mucho las manos mientras recuperaba el hilo de cómo lo recordaba. En la escena terrible en la que Donald Sutherland hacer estallar la cabeza de un niño contra una columna, yo me puse de pie en la butaca y grité: “¡Que maten a ese fascista!”, tú estabas a mi lado. ¿Lo recuerdas? Que maten a ese fascista. Reviví el momento, aquella tarde noche de lluvia y soportales en la que salimos a la oscuridad de la calle procedentes de una pantalla de campesinos victoriosos que sementaban vientos de libertad. Caminamos hasta la plaza oceánica de mitos y leyendas donde nos conjuramos prometiendo que siempre seríamos antifascistas mientras no dejábamos de reclamar que cayese más agua bajo el diluvio. La semana que pasamos en Ámsterdam fue un ir y venir de auditorios, plateas de televisión y salones de reuniones, de declaración y entrevistas, de manifestaciones y actos públicos donde se pedían fondos para investigar, y derechos y dignidad para los enfermos. También habían sido días de paseos, de ventanas observando barcazas amarradas en los canales, de cafés y cigarros, de conversaciones que cerraban círculos. El avión de ellos partía unas horas antes que el mío y los acompañé al aeropuerto. Nos abrazamos y no nos abrazamos, nos cogimos de las manos y no lo hicimos, nos miramos a los ojos y ya no estábamos. Yo acerqué mi mejilla a la suya y susurré en el oído: nunca te voy a olvidar. Nos mantuvimos así unos segundos, suficientes para oírle decir: te enviaré fotos. Fue entonces cuando fui consciente de que no le había preguntado por la réflex, pero ellos ya estaban lejos, más allá de la puerta de embarque.
Los años que vinieron a continuación pasaron como un suspiro. Tomás murió en San Francisco dos años después, en 1994. No nos volvimos a ver y nunca envió fotos. Continuamos hablando por teléfono hasta que fue incapaz de sostener el aparato en la mano. Cuando eso sucedió, Jeffrey ejercía de intermediario y le transmitía lo que yo decía. Hace años me tatué su nombre en un brazo. Tengo un hijo que se llama como él. La única foto que poseo de cuando éramos jóvenes, en la que estamos juntos, camina siempre conmigo. Me jubilé de profesor cuando anunciaron la llegada de una pandemia que nos tendría confinados durante dos años. Un escenario imprevisible con visos de apocalipsis. Hace unos días me llegó al móvil una foto enviada por Santi. Una instantánea recuperada del interior de algún libro, caja o álbum. Posee el sello inalterable de estar hecha por Tomás. Cuatro amigos de entonces: Federico Baeza, Cuscús Garabatos, Gustavo Pernas y Santi Soliño saltan al vacío desde la pequeña altura de un muro delante de San Martiño Pinario. Imaginé el momento, a Tomás Fábregas, descarado, enérgico, ordenando cómo tenían que colocarse; a él mismo situándose a unos metros, enfocando, esperando el instante preciso de gritarles: saltar. Lo hacen y Tomás logra captar el movimiento único de los cuatro impulsándose al unísono, flotando en el aire como si levitasen sobre la transparencia que los sostenía. Los cuerpos en escorzo, los brazos extendidos, las manos abiertas, la respiración contenida, el pelo alborotado al viento… Tomás había presionado una vez más el botón que abría el obturador y dejó impresa para la eternidad una imagen que condensaba como ninguna otra la felicidad ingenua de ser como éramos en unos días que, como todos los días de cualquier vida, no volverían a repetirse. Pero eso, en aquel momento, ni siquiera lo pensábamos. Reviso la foto y sé que tendría que sentarme delante del ordenador y escribirlo.
Texto original en gallego