Poco antes de salir de Montreal camino de Madrid, recibí un aviso de un amigo. Había estado tanto en Rusia como en España este año y, según decía, la policía española era mucho peor. Tuviera o no algo que ver con la protesta, llevara o no el distintivo de prensa, si me ponía a tiro de piedra de los polis y sus porras sería considerado un blanco más. Según él, con un 25% de paro y hartos del gobierno y sus recortes, la policía no estaba mostrando piedad. Hombres, mujeres, adolescentes, no importaba. Si estabas en el momento equivocado, en el sitio equivocado, ya podías prepararte para los golpes. Alguien les había dado luz verde para hacerlo a la antigua usanza y se notaba. En los días 25 y 26 de septiembre, imágenes de la Policía Nacional aporreando y disparando balas de goma a los manifestantes frente al Congreso de los Diputados escandalizaron al país. Para un pueblo que había soportado 36 años de gobierno fascista, aquello era demasiado. La brutalidad policial no era algo que debiera tomarse a la ligera y, aunque la transición a la democracia tras la muerte de Francisco Franco había sido en su mayor parte un éxito, ni las cámaras de torturas secretas ni las fosas comunes con cadáveres sin identificar de la era fascista se habían olvidado. Los recuerdos estaban ahí, y con cada enfrentamiento entre policía y manifestantes, los españoles podían juzgar cuánto habían cambiado las cosas realmente desde el 36.
Pero, ¿de verdad se estaba repitiendo la historia?, pensaba yo. ¿Estaba España al borde de la catástrofe al mismo tiempo que luchaba por sobrevivir a la crisis económica mundial? Y, si así era, ¿quién o qué tenía la culpa y cuál era la solución a esos problemas? Desde luego, hay razones para decir que la España del 2012 tiene más en común con la de 1936 que con la del periodo inmediatamente anterior al colapso de Wall Street. Antes del crash financiero, todo el mundo estaba ganando dinero. En la pequeña ciudad donde yo vivía, al este de Málaga, los británicos se referían a la Costa del Sol como la Costa de la Grúa, y era obvio por qué. Todo el mundo construía. Cualquiera con un mínimo trozo de tierra se volvía loco por venderlo lo más rápidamente posible a los constructores de las Nuevas Urbanizaciones. Estas surgían como setas al estilo brasileño, allá donde miraras; favelas europeas, con fallos estructurales y, en algunos casos, hasta sin agua corriente. Mi propio edificio, construido sobre una colina, lucía en el muro exterior una enorme grieta que dividía la parte superior de la inferior. Le pregunté a uno de mis vecinos si la estructura se estaba partiendo en dos, pero él me aseguró que solo era resultado de que el terreno se estuviera asentando y que eso llevaría un tiempo.
Como toda burbuja inmobiliaria, esta también se pinchó, y el colapso se llevó por delante al motor económico del país. El desempleo se disparó, la gente dejó de pagar sus hipotecas y la moral del país se vino abajo. Desde 2008, más de 400.000 personas han sido desahuciadas. A mi abuelo, desde luego, no le habrían resultado desconocidos el enfado y la frustración del español medio frente a tan sombría perspectiva económica. Tampoco le hubiera resultado extraño un gobierno impotente ante las fuerzas internacionales que se ciernen sobre el país, pero que al mismo tiempo las instiga y ayuda cumpliendo con la austeridad exigida por los alemanes, el FMI (Fondo Monetario Internacional), la UE (Unión Europea) y los grandes bancos.
El escritor andaluz Antonio Muñoz Molina, antiguo director del Instituto Cervantes de Nueva York y que ahora enseña en la Universidad de Nueva York, no es muy amigo del gobierno de Rajoy y no aprueba sus políticas de austeridad. “Hay 6 millones de desempleados en España y muchos de ellos no tienen ningún tipo de ayuda del gobierno. Este se limita a seguir la estrategia de la UE y a impulsar su propia agenda conservadora”. Estábamos conversando en un bar cerca del centro de Madrid y le pregunté cómo habían cambiado las cosas en los últimos cuatro años. Me dijo que hay una inmensa tristeza entre la gente. “Mientras que antes de la crisis había energía y esperanza en el futuro, ahora ya no hay ninguna”. Y advirtió que este sentimiento generalizado de depresión podría tornarse fácilmente en populismo. “Por ejemplo, el movimiento independentista catalán. Es su nueva fantasía. Como país no sería viable y, de hecho, no ha existido nunca como estado soberano. Siempre ha sido parte de España. Ahora dicen que su región aporta más en impuestos a Madrid de lo que recibe en financiación para políticas sociales. Pero cuando la economía va mal todo el mundo se queja de eso mismo. El auténtico problema es que hay demasiadas administraciones en España. Simplemente hay demasiados gobiernos, si sumamos el local, el provincial y el autonómico. Y todas estas administraciones son redundantes y cuestan dinero, porque estamos pagando muchos salarios a muchos burócratas inútiles. Eso es lo que necesitamos recortar, no nuestra sanidad, nuestra educación o nuestros programas sociales”.
Por raro que parezca, Rodrigo Rato, ex director gerente del FMI y antiguo ministro del gobierno del conservador Partido Popular con Aznar, está de acuerdo con mucho de lo que dice Muñoz Molina. A pesar de estar lo más alejados posible políticamente, ambos creen que hay que reducir el monumental tamaño de la administración en España para que el país pueda recuperarse financieramente. Y al igual que Molina, Rato también piensa que la independencia de Cataluña no es realista, pero no porque no se puedan cambiar las leyes (la actual Constitución española no lo permite), sino por motivos económicos. Puso como ejemplo el puerto de Barcelona. Es el más grande y el de más tráfico del país, pero no porque esté en Cataluña, sino porque está en España. Pon ese puerto en un país independiente y caerá el negocio. Por no hablar, añadía Rato, de las dificultades que tendrían para usar el euro o para devolver su parte de la deuda española. Aún así, Rato no obvia que la mala situación económica está exacerbando el impulso independentista y que es normal, hasta cierto punto, que los catalanes esperen algo más de Madrid.
A diferencia de Muñoz Molina, Rato está a favor de las políticas de austeridad del gobierno como solución para los problemas económicos de España, pero argumenta que el ejecutivo no va a poder hacerlo solo. Es necesario que el Banco Central Europeo dé su respaldo activo como prestamista de últimos recurso, al estilo de la Reserva Federal en Estados Unidos. Pero esto requeriría una unión bancaria europea, con un supervisor único, a la que los alemanes parecen resistirse. Le pregunté si creía que accederían y contestó que al final no tendrían más remedio. Mientras él me explicaba la necesidad de “mutualizar las pérdidas (bancarias) a nivel europeo”, yo asentía, pensando en lo surrealista que resultaba escuchar al señor Rato hablar de las bondades de la unificación bancaria cuando recientemente había estado acusado, junto con una treintena de personas, de fraude bancario, falsificación y malversación. Como presidente de Bankia (una enorme caja de ahorros) era su responsabilidad, por lo menos en teoría, saber que, desde su creación en 2010 hasta mayo de este año, la entidad había sufrido pérdidas de hasta 4.300 millones de euros. Después de todo, el colapso de la entidad fue un escándalo. El banco tuvo que ser parcialmente nacionalizado por el gobierno español. Y ahí, frente a mí, estaba un hombre que seguramente había visto el fondo de aquel enorme agujero negro financiero. Un hombre que apoyaba sin vacilación un programa de austeridad y recortes del presupuesto que nunca le afectarían (es bastante rico) y quien, como presidente de Bankia, estaba acusado de casi destruir una institución a la que decenas de miles de ciudadanos inocentes habían confiado sus ahorros. Todo el mundo es, por supuesto, inocente hasta que se demuestre lo contrario, pero no pude evitar pensar que, si al final se le declaraba culpable de los cargos y era condenado, España habría conseguido hacer algo que los Estados Unidos, con todos sus tribunales y abogados, parece incapaz de hacer: llevar efectivamente ante la justicia a uno de los banqueros responsables de toda esta catástrofe.
Ese mismo día me reuní con Toni Cantó, un actor convertido en diputado del Parlamento por Unión Progreso y Democracia (UPyD). Me dijo que si había hablado con Rato entonces ya sabría que el dinero usado para rescatar a sus bancos era dinero público (algo que yo ya sabía), pero que esto era totalmente normal en España puesto que los dos principales partidos estaban dentro de esos mismos bancos (algo que yo no sabía). “Rato y compañía dirigían las cajas de ahorro y las usaban para sus propios intereses. Ganaban mucho dinero y luego las utilizaban para financiar proyectos que les ayudarían a ganar en próximas elecciones. Proyectos urbanísticos, como la Ciudad de la Luz de Valencia o el aeropuerto de Castellón. ¿Has oído hablar de él? Está terminado, pero no se usa porque nadie vuela allí”.
Lo que tenía que entender, decía Cantó, era que en España la mitad de los bancos son privados, la otra mitad públicos y que los partidos políticos los veían como una especie de enorme cajero automático.
“Eso es cierto”, me confirmó Pablo Gallego, uno de los fundadores de Los Indignados, el grupo español que sirvió de inspiración para los activistas de Occupy Wall Street, “pero parte del motivo de todo eso es que después de la dictadura hubo un cambio político, pero no hubo un cambio económico. El mismo Franco llegó a decir que él había dejado el régimen intacto en esencia. Y ahora todo el mundo habla de ese inmovilismo económico. La misma oligarquía que controlaba las cosas con Franco las controla todavía. Las familias que dirigían los bancos y el sector de la construcción en España cuando estaba vivo siguen haciéndolo hoy”.
Pero la cosa no se queda ahí. De acuerdo con Gallego, muchos de los líderes políticos actuales son hijos de antiguos miembros del partido fascista. “Rubalcaba, jefe del Partido Socialista, es uno de ellos. Para la Falange, él era una oveja negra, pero en la izquierda nadie le ha echado nunca en cara que su padre era un fascista. Y sin embargo, este hombre ahora dispone de un millón de euros en su cuenta bancaria, así que ¿de qué tipo de socialista estamos hablando? Estas cosas están en boca de todos. La gente no se fía de estos políticos y no se fía de este sistema, y esto favorece a los partidos fascistas en toda Europa. Mira lo que está pasando en Grecia con Amanecer Dorado”. Le pregunté si había algo similar en España y dijo que no, pero que ya hay algunos miembros de la delegación española ante el Parlamento europeo que dicen abiertamente que España, con Franco, estaba mejor.
Pero, ¿qué quieren los españoles realmente: más o menos democracia? A la hora de la verdad, ¿votarían a un grupo como Los Indignados o a un Amanecer Dorado? “Esa es la cuestión. Pedimos más democracia. Sé lo que le pasó a Occupy Wall Street. La forma en que el gobierno estadounidense se libró de ellos. Aquí en España, nos hemos reunido con la policía, con su sindicato. Nos dijeron que tuviéramos cuidado porque el gobierno tiene espías en nuestra organización. Al final, lo que queremos realmente es una democracia que nos proteja del poder económico”.
Pero, ¿están los españoles empezando a cuestionarse la necesidad de tener gobierno siquiera, teniendo en cuenta el poco éxito del presidente, Mariano Rajoy, reduciendo el déficit y el desempleo? “Bueno, durante la Guerra Civil había como un millón de anarquistas, un número verdaderamente elevado. Tenemos cierta tradición de eso aquí. Teníamos a Franco, pero también teníamos anarquistas. En mi opinión, creo que es mejor tener un Estado, un gobierno”.
Y luego están Los Indignados, quienes Gallego considera que deberían evolucionar de manifestantes a ciudadanos, preguntarse qué tipo de sociedad quieren. Él cree que la mayoría de la gente contestaría que quiere igualdad, justicia y acabar con la corrupción. El problema, admite, es que aunque muchos quieren el cambio, no quieren implicarse por miedo a otro golpe de estado. “España tiene una larga tradición en ese sentido”.
Para hacerme una mejor idea de cómo está afectando la crisis al español medio y lo difícil que es ascender económicamente, hablé con el director de cine Alejandro Toledo. Toledo tiene una amplia experiencia en el rodaje de anuncios de televisión para grandes empresas, así que le pregunté por el spot que había filmado para Cáritas, la organización de ayuda humanitaria de la Iglesia católica. Se trata de un vídeo muy impactante en el que un joven de unos treinta años pasea por las calles de Madrid con una niña pequeña de unos cinco o seis. Son indigentes, y el hombre muestra su cansancio y preocupación, no tanto por lo que le pueda pasar a él, sino más bien a su hija. Él no tiene dinero, pero la niña tiene hambre y no entiende por qué no se pueden ir a casa. Lo primero que te llama la atención es lo normal que parece el hombre. No se corresponde en absoluto con la imagen que tenemos de un vagabundo. Lleva el pelo cortado y su chaqueta y su pantalón están impecables. Incluso la maleta que arrastra le da cierto aire de turista, más que de un hombre que acaba de perder su trabajo. Esta es la historia de muchos nuevos pobres en España, de una clase media a la que cada vez se le hace más difícil sobrevivir en las grandes ciudades y que tiene que recurrir con más frecuencia a la ayuda de organizaciones como Cáritas.
El anuncio resulta muy realista y conmovedor, así que le pregunté a Toledo de dónde había sacado la idea. ¿Qué le inspiró para hacer un anuncio para Cáritas? “Está basado en una historia real”, dijo. “Un día iba caminando por Madrid y me encontré a un chaval al que no había visto en diez años, un productor de cine como yo, entrando en un comedor de Cáritas con dos de sus hijos. Estaba tan sorprendido de verle que me quedé allí, de pie, hasta que salieron los tres cargados con bolsas de comida. Me di cuenta que, obviamente, había cogido la comida porque le hacía falta para su familia. Y entonces pensé que ese hombre era un profesional, y que si aquello le había pasado a él, podía pasarle a cualquiera, incluso a mí. Y en ese momento supe que tenía que contribuir de alguna manera. No podía quedarme parado sin hacer nada”.
También le pregunté por el resentimiento de los españoles hacia los inmigrantes que cobraban el paro, pero me contestó que ninguna de esas personas está robándole al sistema, que simplemente están recibiendo aquello por lo que pagaron. Toledo fue categórico en su apoyo hacia ellos. “Esta es una crisis que nos afecta a nosotros, pero también a todos esos inmigrantes. Hay muchos que vinieron aquí a trabajar en la construcción durante el periodo de bonanza y que han echado raíces en España, tienen hijos, y el sistema les cubre. De lo que me di cuenta cuando estaba haciendo mi película es que la crisis es relativa. La mayoría de la gente tiene seguridad social y acceso a la sanidad pública. De los cinco millones de desempleados que tenemos, tres están cubiertos por el sistema. Es en los otros dos millones en los que de verdad tenemos que pensar”.
La situación es manejable siempre y cuando el gobierno no recorte en prestaciones sociales, como el subsidio de desempleo o la sanidad. El dinero está ahí, los españoles solo tienen que decidir cómo quieren gastarlo. Cáritas hace mucho por ayudar a aquellos que no tienen ningún tipo de cobertura social, pero más importante incluso es el tradicional papel de la familia latina en el cuidado de los suyos. “En un país con cinco millones de parados, se pregunta uno cómo es que la gente no está en la calle y se ha montado una revolución. La respuesta está en la comunidad, y en la familia como parte de esta. Eso es ser latino, esa es la mentalidad. En Estados Unidos no verás a muchos latinos vagabundeando por las calles. En Miami, por ejemplo, no ves a muchos latinos indigentes”. En algo tenía razón con respecto a España. Mucha de la gente con la que hablé en Madrid me dijo que si no fuera por sus familias, les sería mucho más difícil sobrevivir a la crisis.
Así que el gobierno no era la única red de seguridad en España. Las personas y las familias todavía importaban. Recientemente, José e Isabel, una pareja del País Vasco que no ha querido dar sus apellidos, ofrecían gratis en un periódico local su casa de vacaciones, durante un año, a una familia con dificultades económicas. El punto de inflexión fue el suicidio de una mujer (uno de tantos) que iba a ser desahuciada junto con su familia, no muy lejos de donde vivían ellos. En una entrevista, José decía que a este paso “España se va a convertir en un país de casas sin gente y de gente sin casa”. Comentaba que, sin ser millonarios, la vida había sido buena con ellos, y que eso no les hacía mejor que nadie. Su ejemplo ha inspirado a muchos. Los ayuntamientos de Madrid y Barcelona, por ejemplo, han decidido adjudicar algunas de las casas que tienen a gente que ha sido desahuciada. Puede que todo esto sea una tendencia, y que por fin la gente se esté dando cuenta de que hay que tomar medidas, más allá de la austeridad, que alivien el daño que está causando la crisis.
Algunos, como el secretario general del sindicato UGT (Unión General de Trabajadores), Cándido Méndez, a quien entrevisté el día de la huelga general en noviembre, piensan que va a llevar mucho tiempo, quizás diez o veinte años, reconstruir la economía española después del colapso de la construcción. La cultura, la lengua española o la agricultura son algunos de los puntos fuertes que, según él, podrían tirar económicamente del país en el futuro, pero al mismo tiempo requieren mucha inversión.
Otros, como Enrique de Castro, de 70 años, han decidido hacer algo por sí mismos, en vez quedarse esperando a que les llegue el dinero. De Castro fue, desde luego, una de las personas más interesantes que conocí mientras estaba en España. Es sacerdote católico, aunque reniega de la palabra. “Jesús”, dice, “abolió el sacerdocio igual que abolió el templo, igual que abolió a los intermediarios entre el hombre y Dios. En la Biblia, esto está muy claro, aunque intenten ocultarlo”.
De Castro lleva más de 30 años en la parroquia de Vallecas, un barrio a unos 15 kilómetros a las afueras de Madrid. Denunció las torturas de la policía durante la transición y más tarde, en la época de los gobiernos de Felipe González. Siempre ha estado del lado de los más débiles. Defendió, junto con otros sacerdotes de su distrito, las leyes de divorcio y matrimonio homosexual, lo que, por supuesto, generó gran tensión con sus superiores. “Hemos hablado con periodistas de la prensa y la televisión y les hemos contado, por ejemplo, todo lo que sabemos sobre el mundo del tráfico de drogas (el área de su parroquia siempre ha tenido problemas de ese tipo). A saber, que hay un interés económico, e incluso político, en adormecer, por decirlo de alguna manera, a toda una generación de jóvenes potencialmente rebeldes”.
“Aquello que apoyábamos y aquello contra lo que luchábamos contrastaba totalmente con la imagen que se tiene de otros sacerdotes y, sobre todo, de la jerarquía eclesiástica, pero nuestro trabajo era cuidar de aquellos que no podían cuidar de sí mismos. Al final, recuerdo que un obispo auxiliar de Madrid vino a verme y a pedirme que firmara un documento escrito por el propio Ratzinger. Ya era Papa, aunque este documento en particular databa de sus días como cardenal en el Santo Oficio. El obispo me pidió que leyera el documento y lo firmara si quería estar en comunión con él y con el cardenal. Pero me di cuenta de que si lo firmaba, con quien no estaría en comunión sería con mi gente, porque básicamente, lo que decía es que la homosexualidad va contra natura, que son depravados, etcétera”. Y no lo firmó.
A la pregunta de qué pensaba del programa de austeridad del gobierno de Rajoy, contestó que no beneficiaba a nadie. De Castro ha trabajado personalmente con muchos adolescentes marroquíes, incluso acogiéndolos en su casa. Los recortes han hecho que muchos de estos chicos no puedan recibir tratamiento médico porque no tienen permiso de residencia. Conoce a algunos que estaban en tratamiento por cáncer o SIDA y que han tenido que abandonarlo.
Le pregunté qué creía que le pasaría a España y me dijo que en su opinión las cosas irían a peor. El gobierno continuaría con sus medidas de austeridad y los sindicatos continuarían con sus huelgas de un solo día que no afectan a nadie. “Estoy convencido de que la única solución a nuestros problemas en vivir en pequeños grupos y hacer lo que podamos dentro de esos grupos. En nuestra parroquia hemos creado este tipo de comunidad, una comunidad de ayuda mutua y respeto a los demás. La única revolución que hay que empezar es la de la solidaridad, los sentimientos y la generosidad. Es la única revolución posible, porque cuando alguien se hace con el poder, se convierte en ese poder, y no hay diferencia entre este y la persona. Esta fue la tragedia de los países del este de Europa, hicieron una revolución con la gente, pero gobernaron sin ellos”.
Yo sabía que España sería diferente. Sobreviviría a la crisis gracias a su gente. “La verdadera fe”, me dijo De Castro cuando me despedía, “es creer en los demás”. La fortaleza de los españoles siempre ha estado en las pequeñas comunidades, en la gente cuidándose entre sí y en creer en la dignidad del ser humano, y eso no iba a ser diferente en 2012. En tiempos de crisis, todo el mundo tiene la oportunidad de descubrir lo que es esencial en la vida.
John Patrick Hemingway (1960) es el autor de La extraña tribu: memorias de una familia (Lyon Press, 2007), donde analiza las similitudes y la compleja relación entre su padre, el Gregory Hemingway, y su abuelo, el premio Nobel Ernest Hemingway. En ella, trata, sobre todo, el travestismo de su padre, su cambio de sexo y su relación con Ernest Hemingway. Hemingway se trasladó a Milán, Italia, en 1983, donde se dedicó a su carrera como escritor y traductor. Algunas de sus historias han sido publicadas en el Saturday Evening Post y en la Provincetown Arts and Chum Literary Magazine.
Este texto fue publicado originalmente en Collier´s
Traducción: Inés Guerrero Congregado
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