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Otro periodismo para otra(s) vida(s)

 

Entre febrero de 2003 y mayo de 2007, escuché con atención, casi siempre al borde del colapso emocional, en rincones apartados de la Unión Americana como Aurora, estado de Illinois; Green Bay, Wisconsin; Fort Wayne y Elkhart, Indiana (la lista es larga), los lamentos, las más variadas expresiones que puede emitir el desconcierto humano: la rabia, el abatimiento, la impotencia, el desamparo y las más dolorosas e inhumanas formas del abandono. Era parte de mi trabajo como cónsul de México en Chicago y su extensísimo radio de jurisdicción en tres estados, cada uno del tamaño de Durango: alcanzar un ridículo klinex para las lágrimas vertidas como caudaloso río de una madre cuyo hijo estaba preso; intentar mantener unido con un inservible abrazo el cuerpo de la doñita cuyo dolor, al enterarse de que su marido había abusado de su hija, se había quebrado en dos; escuchar la triste historia del puertorriqueño al que los colegas no atendían (“pues es que ni es mexicano”) carcomido por la angustia de saber que sus dos pequeñas hijas estaban abandonados en algún lugar de Sonora, completamente borrados de la mente de su madre, una yonki extraviada entre la prostitución y el duro hábito de la piedra. No me jacto de nada, hice lo que pude, solamente presentando mi renuncia pude reponerme del hecho de cobrar y hacer no digamos lo suficiente, sino hasta lo imposible, que era lo que ameritaba y amerita al día de hoy el desconsuelo y desabrigo en que se hallan millones de paisanos en Estados Unidos.

 

Pero nada de eso, todas esas lágrimas y mocos fluyendo, todos esos puños cerrados como candados y esos corazones expuestos, destrozados, hechos mierda por el dolor; nada de eso me preparó para lo que me esperaba la tarde del último 30 de enero en la sala de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, donde tuvo lugar la presentación del libro Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte —publicado en Oaxaca por la vanguardista SUR+ Ediciones y cuyos contenidos son además enteramente accesibles en internet—, una colección de crónicas del colectivo Periodistas de a Pie, editadas por Marcela Turati y Daniela Rea, con prólogo de Cristina Rivera Garza, quien rescata a la poeta inglesa Alice Oswald y su idea de la re-escritura a partir de siete octavos extraídos de la Ilíada donde se habla de los 200 soldados masacrados en la guerra de Troya, una especie de fragmento de “insoportable realidad”  que deriva en la necesaria enargeia como exhumación de los caídos y articulación “al lenguaje público del dolor, la resistencia, la dignidad.”

 

Nada de cuánto vi, por ejemplo en las largas columnas de indocumentados apareciendo de la nada en una escuela abandonada de Milwaukee y en quienes creí ver, en directo, a cientos de Ulises como en una terrible Odisea, nada de eso me preparó para asistir a la más excéntrica de las presentaciones de libros —usualmente el mejor lugar para ir a dormitar y beber vino barato— que me ha tocado en vida. Fui invitado a petición expresa de uno de los presentadores, que aquí llamaré Mario Müller. Por esa condición, nos tocó asiento en primera fila. A nuestro lado, hombres y mujeres de mi edad sostenían en ambas manos hasta cinco y seis fotografías de sus familiares desaparecidos; más allá, señoras con porte digno y una mirada irremediablemente quebrada, levantaban carteles con los nombres de sus muertos. Había barullo. Giré la cabeza hacia atrás. En cuestión de minutos, la sala se había congestionado con no menos de trescientas o cuatrocientas personas.

 

Nada pudo haberme preparado para escuchar a los presentadores, entre ellos a doña Norma Romero Vázquez y su inmensa humanidad, modestísima pero orgullosa coordinadora del grupo de apoyo a Migrantes Las Patronas, las mismas que, bajo amenazas de todo tipo en Amatlán, Veracruz, se encargan de activar una cadena humanitaria al arrojar alimento y agua a los vulnerables pasajeros de La Bestia, y acerca de las cuales escribe una magnífica crónica, Vida en la ruta de la muerte, el periodista Alberto Nájar.  Otra de las presentadoras, Diana Iris García, madre de una víctima irremplazable en su vida —en realidad, en la de todos— e integrante de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en México, arrojó una frase que estalló lo mismo en la razón que en el corazón de los presentes: la justicia y la verdad en este país están cautivas. Solamente las precisas y reconfortantes palabras de mi amigo Mario Müller al bajar del templete lograron traerme de regreso del primer acto ritual de este tipo en el que he participado: “¿Te das cuenta? Lo increíble ocurre cuando los personajes brincan de la página a la realidad.”

 

La poeta y escritora Cristina Rivera Garza propone, pues, un tan ambicioso como necesario ritual: la reunión de todos alrededor de la lectura como fogata, cuyo centro de atención y enargeia resultante son las historias que cuentan las autoras y autores de Entre las cenizas, que en los últimos seis años se esparcieron e infestaron el aire mismo que respiramos todos —sin excepción, en un Estado de excepción. Ella lo dice mejor: “Es importante estar al tanto de los periodistas desaparecidos, de la rapacidad, de los narcotraficantes contra las comunidades indígenas, de la saña con que son tratados los migrantes centroamericanos en un tren que no por cualquier cosa le apodan la bestia, en su paso por territorio mexicano, del dolor en los corazones de los padres y las madres de familia que han perdido hijos adolescentes en Ciudad Juárez, de la violencia que envuelve las vidas de tantos jóvenes en las pandillas urbanas de la Sultana del Norte, de la depresión que ataca, y ataca sin cuartel, a comunidades enteras sin la posibilidad de recurrir a ningún tipo de cuidado médico, de las venganzas que han tasajeado incluso a los que denuncian la violencia extrema por internet”.

 

Es cierto que, como la guerra de Troya, la guerra de Calderón contra el narcotráfico es igualmente difícil de fechar. En su crónica El barrio bajo acecho, Lydiette Carrión afirma: “El origen de esta historia está enterrado”. En efecto, pero un poco de arqueología nos conduciría a su origen. Ahí es donde ubicaría uno de los pocos puntos cuestionables de las espléndidas crónicas del libro Entre las cenizas: me refiero a la renuncia si bien involuntaria —aunque aquí la inadvertencia o ignorancia no son justificación— al meticuloso método de investigación periodística reticular, local, que toca personajes reales, identificable en cada texto, en cada párrafo del libro; historias y temas de vida cotidiana que escaparon —hay que decirlo: los dejamos escapar como meros espectadores— de la agenda mediática y que, desde luego, no formaron parte del alud, casi nauseabundo, de libros-reportaje tipo gran angular acerca de los carteles y los señores de la droga, de su comercio con políticos del sexenio en turno, producto del periodismo en su más pura y vieja vertiente Mexican Style: la selección del periodista por un personaje poderoso, su utilización como vehículo al servicio de quién sabe quién o qué poderes, y la reproducción casi íntegra de expedientes filtrados, empacados en forma de librazo revelador: servil periodismo de copy-paste. Desde luego, no es este el caso de los textos que conforman el libro Entre las cenizas. Sin embargo, el origen de esta historia sí ha sido expuesto y tiene nombres: el súper policía Genaro García Luna no salió de la nada, se formó en el CISEN, donde ingresó en 1989 al amparo del echeverrista Jorge Carrillo Olea, el vicealmirante Wilfrido Robledo y Jorge Tello Peón. La obsesión del ex-presidente de utilizar a las fuerzas armadas en el combate al narcotráfico se remonta, como lo ha demostrado el académico Luis Astorga, a la desaparición de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos contra la Salud en enero de 2003, cuando el entonces diputado y coordinador de la bancada panista Felipe Calderón se manifestó a favor de operativos militares permanentes, es decir un hecho insólito en historia militar, el anuncio por anticipado de una declaración de guerra.

 

El libro Entre las cenizas representa, en este sentido, no sólo un esfuerzo por hacer otro tipo de periodismo por parte de sus autoras y autores, Elia Baltazar, Lydiette Carrión, Thelma Gómez Durán, John Gibler, Luis Guillermo Hernández, Vanessa Job, Alberto Nájar, Daniela Pastrana, Daniela Rea Gómez y Marcela Turati, sino también la mejor apuesta que el periodismo puede hacerse a sí mismo y a la sociedad a la que sirve: recurrir a la palabra para intentar sanar el dolor y, por ese medio, cancelar la opción de la devastadora y sangrienta guerra de atrición a la que fue sometido todo un país por la irresponsabilidad de un individuo y la co-responsabilidad  de su mafiosa camarilla.

 

 

 

Bruno H. Piché (Montreal, 1970) es ensayista y narrador. Ha sido editor, periodista, diplomático y promotor cultural. Ha sido nombrado recientemente miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su último libro se titula El taller de no ficción en la editorial mexicana Magenta (2012). En FronteraD ha publicado, entre otros, Mi vida con RodriguezTierras baldías: Este-Oeste, Norte-SurNada que temer ni que aborrecer en Las Vegas. Éter y ninfetas en la ciudad del pecado y Huesos (piernas y muñones) en el desierto.

 

 

 

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