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Otros principios para la inacción (1)

 

La lista de  reflexiones autodisuasorias para que el espectador se aferre a su papel y se desentienda del mal que contempla en su entorno sería interminable. Son razones que tanto puede hacerse ese espectador para seguir dormitando en su madriguera, como  reprocharle su vecino cada vez que aquél se mostrara dispuesto a la resistencia activa.

 

 

Se dirá que el universo resulta absurdo y, por si fuera poco, que la vida es corta. Así pues, ¿por qué desperdiciarla metiéndonos en combates menores? Uno respondería al contrario que, cuanto menos esperemos contar con otra vida futura, más peso adquieren los bienes y males que nos sucedan en ésta; o, si se prefiere, dado el mal ineluctable de la muerte que nos aguarda, menos aún debemos consentir los sufrimientos evitables que por añadidura los hombres nos causamos unos a otros. Claro que la mayoría ya está preparada para contrarreplicar: no esperes cambiar la naturaleza humana.

 

¿Y quién no habrá sentenciado en uno u otro momento, cuando se la han solicitado, que mi contribución no sirve de nada? La ventaja de esta estratagema estriba en ganar  placidez  a fuerza de traspasar la responsabilidad a otros más poderosos y sortear así el desafío de comprometerse en una situación que no admite soluciones fáciles. Se viene entonces a decir que sólo el Gobierno o algún otro poder irresistible podrían cambiar las cosas, pero no el propio sujeto en su impotencia. ¿Y por qué entonces -replicaremos- no juntar las fuerzas de bastantes más para resistir o crecer? Esta actitud del espectador desinteresado es un ejemplo de cómo sólo cuentan los resultados: a menos que podamos obtener la gratificación del éxito, no quremos participar en la pelea. Emparentada con la justificación anterior, el espectador puede rehusar verse implicado a causa de una experiencia desagradable o dolorosa sufrida a raíz de un compromiso anterior. Ahora el supuesto es que la manera como alguien se implicó en el pasado se erige en el único modo posible de hacerlo. De suerte que, como aquello no funcionó entonces o le produjo ciertos sinsabores, ya no hay nada que esté en sus manos volver a hacer.

 

Pero pongámonos en los supuestos más trágicos, aquellos en los que toda resistencia parece del todo inútil y condenada al fracaso. Pues bien, también entonces habrá que seguir luchando, hasta sin esperanza. Al fin y al cabo, la obligación es la de combatir, no la de vencer; y el sujeto continúa siendo el que es, igual que sus principios prácticos y convicciones. “ ‘¿Por qué continúas predicando, si sabes que no puedes cambiar a los malvados?’, le preguntaron a un rabino. ‘Para no cambiar yo’, fue su respuesta” (Norman Manea). Concedamos asimismo que la lucha estuviera inexorablemente destinada al anonimato y al olvido sus heroicos resistentes. Pues bien, ni siquiera entonces cabe afirmar que la oposición al mal no sirve de nada. Hay en el mundo demasiada gente -escribirá Arendt-para que el olvido sea posible. Como siempre quedará alguien para contar la historia, nada podrá ser jamás ‘prácticamente inútil’, por lo menos a la larga. ¿Y qué pasaría si con toda seguridad la empresa fuera inútil y condenada a la desmemoria? ¿Habría por ello que desistir de la protesta contra el mal reinante o, desde nuestra irrenunciable condición de sujetos morales, habría que mantenerla con igual empeño con vistas a dar testimonio siquiera ante este único testigo que somos nosotros mismos?

 

Por aquí se presenta, casi a modo de variante del anterior, ese principio según el cual “Que me abstenga o no, apenas hay diferencia” (para no referirnos a esa alegación más exagerada de que, “sihubiera intervenido, las consecuencias habrían sido peores”). Esta es una excusa que ofrecedemasiados flancos débiles. Por de pronto, si soy capaz de salvar a una sola personade la muerte o la injusticia, el hecho de que no pueda rescatar a otros muchos es irrelevante frente al valor moral de salvar al menos esa vida singular. A veces los problemas enormes producen una parálisis irracional de la imaginación, como si pensar en términos de millones de vidas nos impidiera comprender la importancia de una sola.

 

Pero es que además mi conducta pasiva de espectador puede ser decisiva en el resultado que está en juego. Hay casos en que rige un umbral absoluto; por ejemplo, cuando se trata de elecciones en los que un solo voto puede suponer la victoria o la derrota completas. O bien situaciones en que se da un umbral de discriminación. Ocurre allí donde el acto de una sola persona empuja ligeramente a unas circunstancias en un determinado sentido favorable o desfavorable, pero cuya contribución puede ser demasiado pequeña para ser detectada si sus efectos quedan esparcidos a lo largo y ancho de toda una comunidad. Y entre los reparos frente a quienes argumentan en favor de la casi nula diferencia entre acción y omisión habría que enunciar un “principio de divisibilidad”. Este principio diría que, en casos en que el daño sea una cuestión de grado, las acciones que no alcancen unos umbrales significativos serán malas en la medida exacta  en que ayuden a causar ese daño. ¿No valdría aplicar este cálculo a las omisiones? Cuando cien actos dejatorios como el mío son necesarios para provocar una diferencia perniciosa detectable, habrá que concluir que me corresponde al menos una centésima parte del perjuicio producido.

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