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Pabellones lejanos

Los Himalayas son un lugar perfecto para buscar, valga la paradoja, no–lugares, utopias, “no existe tal lugar”, en traducción feliz del Señor de la Torre de Juan Abad. En la morada de la nieve ―traducción literal del sánscrito himalaya― transcurrieron los años perdidos de Sherlock Holmes después de su traspié con el profesor Moriarty en las Cataratas de Reichenbach, y allí se ambienta el valle encantado de la película de Deborah Kerr Narciso negro y el Shangri–La de Horizontes perdidos y los Pabellones lejanos con los que los protagonistas de la novela homónima soñaban de niños, un lugar libre de las ataduras que les atenazaban, un lugar donde vivir en paz para siempre.

 

La palabra pabellón llegó a nuestra lengua en la Edad Media procedente de Francia, cuya civilización caballeresca fue junto a las tradiciones orientales aportadas por los árabes una de las fuentes principales del vocabulario de la guerra y sus industrias y ceremonias. El pabellón, del francés antiguo paveillon, era una gran tienda de campaña propia de un magnate o de un monarca. Con el tiempo puesto que ese tipo de tiendas servía de identificador de una gran casa nobiliaria o de una dinastía, la palabra adquiriría un carácter vexilológico (la vexilología es la disciplina que se ocupa de las banderas), convirtiéndose en un estandarte o un pabellón real, la segunda gran acepción de la palabra; otras acepciones, de índole metafórica, hacían referencia a construcciones como “edificio que constituye una dependencia de otro mayor” o incluso a la parte externa del oído, denominada pabellón auditivo. Y de papillon procede también, cortesía del potente negociado gastronómico de la civilización francesa, la receta al papillote, “envoltorio, generalmente de papel de hornear o de aluminio, en el que se cocina un alimento al vapor al horno”. Un alimento envuelto en un pabellón, un pabellón con forma de mariposa.

 

La voz francesa y su pariente papillon, “mariposa” son producto del genio lingüístico de los romanos; en latín la misma palabra que designaba a la mariposa, papilio, –onis, también servía para nombrar, por su configuración, por su color, por su tremolar, a las tiendas de campaña. La etimología de la palabra podría ser “la que bate las alas”, producto de la reduplicación *pal–pal de la raíz indoeuropea *pal–, “sacudir”, “tocar”, “sentir”. No debemos olvidar que el batir de las alas de una mariposa puede dar lugar a un cataclismo al otro lado del planeta, tal y como se afirma que sucede en el efecto mariposa. Como el batir de las alas de una mariposa, la imaginación de los niños en su infancia, donde todo sucede, donde todo se prefigura, sueña con pabellones lejanos que tremolan al viento que llega desde las cumbres de la morada de la nieve.

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