La revista les llama spots. Pablo Amargo les llama toques.
Los descubrí hace años. Cuando vi que para romper la uniformidad soviético-liberal de la página de puro texto en tres columnas impecables empezó el New Yorker a incluir mínimos dibujos en blanco y negro, de trazo siempre limpio, que en sí podían formar una suerte de narración en charcos o piedras que se ponen sobre un río o sobre un césped para ir saltando de sintagma en sintagma, de nota en nota, hasta formar una frase, una melodía, una estela.
Hasta entonces, la revista, parca en fotografías, pero siempre bien elegidas, y elegante en el cuidado del dibujo (la portada, en eso, ha sido siempre fiel a sus orígenes), rompía la posible monotonía de una crónica o reportaje que puede prolongarse durante páginas y páginas con las emblemáticas viñetas. Otro símbolo del New Yorker: un humor específico, neoyorquino, de cierta clase social, ilustrada, que exige un código, un fondo de referencias inteligibles y casi siempre inteligentes, que hacen que la sonrisa (raramente la risa o la carcajada) fomente una cierta visión del mundo, o más bien una actitud ante los dones y los sinsabores de la existencia.
Cuando me eché a la cara el número del 16 de septiembre enseguida me subyugaron las fuentes que, como un río sutil, iban pautando el ejemplar. Fresca agua de septiembre. Busqué el nombre del dibujante y todavía sentí un placer mayor: Pablo Amargo.
Hice una pesquisa en la red. Di con su página y le llamé. No había recibido la revista. Lleva publicando estos toques o spots desde hace unos cinco años. A veces son encargos. A veces el propio dibujante los envía y espera a que se publiquen, como siempre acaba ocurriendo. Como ocurrió con la serie de las fuentes.
Pablo Amargo viene del libro ilustrado. La serie de dibujos que no tiene nada que ver con el texto que ayuda a componer y que supone un descanso para la lectura acaba formando una especie de cuento en miradas. «Mirar las cosas con otros ojos».
A diferencia de otros ilustres ilustradores españoles, como Ana Juan, Pablo Amargo (Oviedo, 1971) prefiere no hacer portadas: «Demasiados ojos. Una portada es algo muy comprometido. Tengo unas líneas rojas que prefiero no cruzar. No hago nada que no sea mío, con lo que no esté completamente de acuerdo, sobre lo que no tenga total control».
Sus migas sobre las páginas del New Yorker son un camino lírico de tinta china, sutil, silencioso. Elocuente. Que ayuda a practicar algo en lo que la revista (a diferencia de muchos editores de revistas y periódicos españoles) sigue creyendo. Que hay lectores apasionados a los que les gusta leer. Porque es una forma de saciar una sed insaciable.