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Paca

Paca rondaba la cincuentena cuando visité el pueblo por primera vez. Era cómo casi todas las señoras de los pueblos manchegos a principios de los setenta: Discreta, gruesa y morena. No tenía hijos y tampoco marido, desde que éste muriese en un accidente de automóvil seis años atrás. Yo contaba con 19 años y atravesaba por un periodo de declive atractivo, en el que me veía irremediablemente feo. 

 

Fue al segundo día de mis vacaciones estivales que a las cuatro de la tarde y con un sol que literalmente abrasaba todo lo que estuviese a su alcance entré en el estanco del pueblo. Tardé un rato en poder ver dónde me había metido, pues el contraste entre la luz de la calle y la relativa oscuridad del local me dejó ciego y atontado. Cuando mi vista se acostumbró a la nueva situación, apareció delante de mí una señora que me miraba con la boca abierta, como si fuese la virgen María la que acababa de entrar a por tabaco. El estanquero, detrás del mostrador, también me observaba con extraordinaria atención, vigilándome por encima de las gafas, cejas arqueadas y el cigarro despidiendo humo hacia sus diminutos ojos. Estuvimos así, los tres, petrificados y en silencio, unos segundos. Me miraban como sólo lo hacen (o hacían) en los pueblos, con esa mezcla de curiosidad sobrenatural, recelo y descaro. Al darme cuenta de lo absurdo de la situación me ruboricé y pedí atropelladamente una cajetilla de tabaco. Mi voz pareció sacar del estupor en el que se hallaban sumidos el estanquero y la señora, que volvieron a comportarse de forma exageradamente normal. Pagué el tabaco y al darme la vuelta e irme mi brazo rozó el brazo de la señora. Me estremecí y noté que ella también. Antes de salir giré la cabeza y me encontré con sus dos ojos, otra vez escrutadores. Apartó la cabeza bruscamente y comenzó a hablar con el tendero. Salí por fin de allí, azorado y liberado de una tensión impropia del lugar y del momento.

 

Dos días después estaba sentado en la terraza del bar Varela y cruzó delante de mí la mujer del estanco. Llevaba un riguroso vestido negro de franela que le hacía parecer mucho mayor de lo que en realidad era. A pesar de que el reloj de la iglesia marcaba las ocho y media de la tarde, hacía un bochorno terrible, y el aire era tan pesado que costaba respirar. Me apiadé de la pobre mujer por llevar ese traje que le sofocaba y le hacía sudar. Cuando pasó a mi altura me reconoció, y vi la sorpresa dibujada en sus ojos. Casi al instante agachó la cabeza y aceleró el paso. Estuve observando cómo desaparecía calle abajo. Sin saber por qué sentí la necesidad imperiosa de seguirle. Apuré la cerveza de un trago y salí a la carrera tras ella. Llegué al final de la calle, giré a la derecha y vi cómo se perdía tras una esquina. Cinco segundos después doblé la misma esquina y me la encontré de golpe. Ahí estaba, a un metro de mí, quieta, inmensa y negra. De su mano colgaba un frondoso manojo de llaves. La señora sujetaba con índice y pulgar un apéndice duro, metálico y horizontal, apuntando hacia la cerradura de la puerta. Yo estaba reventado por la carrera, exhausto; y su visión repentina me paralizó. La situación comenzaba a parecerse peligrosamente a la del estanco. Me notaba el pulso en el cuello con una claridad incómoda. Estaba a punto de seguir mi carrera a ninguna parte cuando ocurrió algo que terminó de atornillarme al suelo: la señora sonrió y me invitó a pasar. Como si hubiese adivinado un segundo antes mi tentativa de huida, me hizo un gesto maternal, casi de comprensión, que me desarmó y me hizo creer en ella por encima de todas las cosas. Atravesamos un zaguán fresco como casi nada en el pueblo y entramos en su casa. Presentí la inmediatez del sexo nada más poner un pie en el salón, una sensación irremediable que me causó un pánico también irremediable. Por aquel entonces, y a mis 19 años, estaba todavía por estrenar. Mi miedo, que ya era igual de evidente que el deseo, empezó a llenar la habitación. Se notaba perfectamente en el ambiente la encarnizada (y arcaica) lucha que mantenían sexo y pánico por ver quién se quedaba con la salita. Ella vio mi pavor como yo vi sus ganas. La señora abandonó el salón y volvió con una jarra de agua limón y dos vasos. 

 

Conocedor del tembleque que se apodera de mis manos en momentos de tensión, rechacé el vaso de refresco para evitar la vergüenza de empuñarlo como si de una maraca se tratase. Ella me preguntó si acaso prefería leche y fresas, y yo contesté que no quería nada, gracias. Decidí hablar más que nada para no tener que oír los ensordecedores latidos de mi corazón. Le pregunté su nombre.

 

–Paca.

 

Su réplica fue saber el motivo de mi estancia en el pueblo.

 

–He venido a visitar a unos familiares. No di más información por la misma razón que ella no la pidió: lo más probable es que mis abuelos y Paca se conociesen.

 

–Oye, perdóname por mirarte de esa manera en el estanco y ahora en la calle, me dijo. Es que me sorprendió lo guapo que eres.

 

No encontré muy verosímil esa explicación, porque mi cara no es como para que nadie se quede extasiado, eso desde luego.

 

–Por eso he venido, respondí. Quería saber… Bueno, no sé porque he venido.

 

Volvió a dedicarme la misma sonrisa maternal de la calle, que de nuevo me sacudió por dentro. Me agarró la mano y me guió al sofá. Estaba mareado y la vista se me emborronaba. Una vez sentados puso su mano en mi muslo (una mano rechoncha y rosa, de charcutera) y mi cuerpo respondió con un respingo que tensó todos mis músculos.

 

–Tranquilo, me susurró. Y me besó. Y después otra vez me besó y otro beso y otro y otro más. Y a base de sus labios reiterativos yo me fui desenvarando, mi columna se aflojó, ya no era un palo rígido, ahora podía tornearse y responder al bulto de franela negra que me embestía. Me recosté en el sofá y Paca terminó de abalanzarse sobre mí. Iniciamos un baile torpe y bruto, para nada elegante. Los movimientos de nuestro ritual respondían a una necesidad que venía de las tripas, de lo más hondo de cada uno. Era enternecedor. Una lucha sorda y sórdida. Comencé a notar el milagro de la erección y ella, que ya estaba a horcajadas encima mía, también. Se quitó el vestido y entonces afloró su deseo, de una fuerza descomunal, como un torrente imposible de contener y que hasta ahora había estado parapetado, escondido al mundo, tras esa franela negra. Su voracidad se desparramó por encima de mí, del sofá, del salón. Yo era el centro de su ira volcánica. 

 

Con sus dedos rechonchos me quito la camiseta y me desabrochó el pantalón vaquero. Se levantó y desde ahí me contempló, imponente, unos segundos. Yo la veía a ella monumental, con sus cachas rojas, sus tetas grandes y caídas, sus lorzas deliciosas. Y ella me veía a mí, encajado en el sofá, esquelético, hecho una piltrafa. Rival indigno de no ser por mi pequeña verga que se erguía desafiante y anhelante a partes iguales. Se despojó de su ropa interior y se acopló sobre mí. Puede sentir cómo su sexo, cálido y pesado, casi humeante, me cubría todo el vientre. Me empujó desde los hombros hacia abajo, hasta colocarme frente a la bestia peluda. Era algo vulgar y tosco, olía salado y sabía salado. Me recordó irremediablemente a la mortadela. Aquello era demasiado para mí, protesté mudamente y pareció entenderme. (Paca, no la bestia). Se separó y se tumbó panza arriba a mi derecha. En esa postura abrió sus piernas y me ofreció, desde una segunda perspectiva, su mejunje obsceno, su cocido impúdico. Me coloqué encima de ella y mi pene entró solo, sin esfuerzo, flop. A pesar de ser novel en la práctica conocía la teoría. Era consciente de que una vez dentro había que empujar, que meter y sacar. A la tercera metida noté que me iba. Aunque era la primera vez que practicaba el sexo, intuí que era muy pronto para acabar, que no estaba bien irse tan rápido. Apreté el vientre para dentro con todas mis fuerzas intentando retardar el orgasmo y evitar lo inevitable. Mi pene respondió con tres o cuatro acometidas más de prórroga. Pero a la segunda vez que llegó el orgasmo lo hizo con decisión y sin ganas de negociar, definitivo. Me vacié entre unos gemidos roncos que jamás me había oído y unos espasmos que terminaron por descompasar el humilde ritmo que le había imprimido a mi pelvis.

 

Nos quedamos los dos abrazos y en silencio unos segundos, mientras notaba cómo mi pene se desinflaba dentro de su vulva. Quería pasarme así, entre sus carnes blandas y sudadas, el resto de mi vida.

 

–Qué bien, ¿no?, dijo Paca.

 

Y yo, envalentonado por la mítica sensación de seguridad que se apodera de los hombres cuando acaban de hacer el amor, respondí:

 

–Sí. Y ahora te voy a echar otro.

 

 

 

Jorge Martínez García ha trabajado como redactor y locutor de un magazine radiofónico online en Wroclaw (Polonia), como montador y transfert de piezas informativas para el telediario de la 7RM (televisión murciana) y como redactor del Diario Información en Elche. En la actualidad colabora en Diario SIGLO XXI.  

 

 


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