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Paella Western: La vida inverosímil de Dan Albert

 

 

La opinión general es opuesta a esta emigración, que se considera aventurera y a la que se augura un resultado desastroso. […]  Todo el mundo califica de absurda una emigración a unas islas donde todo será extraño a los emigrantes, usos, costumbres y hasta el idioma.

Correspondencia de España, 9 de marzo de 1907

 

 

“Dentro de pocos años, […] aquellos españoles que están en Hawai trabajando por su salvación serán buenos ciudadanos estadounidenses”.

Washington Post, 14 de diciembre de 1907

 

 

 

I.  EXT. DÍA. MERCADILLO SEMANAL. ESQUINA CALLE ALVARADO Y PLAZA DE PORTOLA, MONTEREY, CALIFORNIA. AÑO 2012

 

Dan Albert pasea entre chiringuitos de verduras y puestos de comida portando una bolsa de tela, dispuesto a hacer sus compras. Ya ha cumplido los 80, pero su aspecto es jovial, alegre, elegante. Unos conocidos lo ven, y Dan se detiene a saludar. El equipo de grabación no interrumpe la acción, ni entonces ni en las sucesivas paradas y saludos de otros viandantes y compradores. Un hombre afroamericano (40 años) le grita a cierta distancia: “Hey, coach!”.

 

Contada en una película, con, pongamos, Ed Harris de protagonista, la vida de Dan Albert parecería inverosímil por exagerada. Una historia triunfal de dimensiones difíciles de tragar, incluso para los guionistas más empalagosos del actual establishment cinematográfico. Puro feel-good marca Hollywood.

 

Como alcalde de su ciudad natal –el Monterey de California–, y durante la friolera de 20 años (1986-2006), Albert ayudó a gestionar la reinvención de una urbe cuya buena estrella parecía haberse apagado ya en los años cincuenta del siglo pasado, cuando desaparecieron las últimas sardinas de la bahía, víctimas boquiabiertas de la abusiva pesca de bajura. Durante sus dos décadas como regente de una ciudad que había sido capital de California bajo la soberanía de España, México y Estados Unidos, Mayor Albert se codeó con reyes, pontífices y dignatarios de todo el mundo; en algunas ocasiones, compartiría el papel de anfitrión de aquellos distinguidos visitantes con su amigo el actor y también alcalde a la sazón del pequeño municipio vecino: el señor Clint Eastwood, de Carmel by the Sea. ¡Corten!

 

Antes de ser alcalde, Dan había sido profesor de secundaria y, durante 28 años, entrenador –head coach– del equipo de fútbol americano del Monterey High School, el mismo instituto en el que se había graduado con la promoción de 1948 y en el que su padre se había deslomado trabajando de “custodian” o limpiador. Bajo su dirección, los Toreadores de Monterey High School ganaron quince campeonatos y el 80% de sus partidos. En los equipos de Dan Albert llegaron a jugar hasta nueve jugadores que posteriormente acabarían en la National Football League, e incluso tres que lograrían jugar en la Super Bowl. Quizá por eso hoy el equipo de Monterey High School se entrena y disputa sus partidos en el Dan Albert Stadium. 

 

Su capacidad atlética siempre estuvo fuera de duda, sobre todo durante su adolescencia. Siendo alumno en aquel instituto, Albert jugaba en el equipo de béisbol, combinando numerosos home-runs con el puesto de capitán en el equipo de baloncesto y con certeros pases de quarterback en el de fútbol americano. Lo raro es que no confundiera la pertinente indumentaria antes de salir a jugar cada partido. Con sus compañeros de football consiguió el campeonato en el año 48. Y entre partido y partido, incluso tuvo tiempo de ejercer de presidente del Consejo estudiantil. Para colmo, Dan y Joanne, su sweetheart desde los 14 años, fueron rey y reina del Prom –el baile formal de fin de curso del último año de bachillerato–. Hoy llevan más de 60 años casados; tienen cuatro hijos, diez nietos y dos bisnietos. ¡Corten!  

 

¿Seguimos amontonando clichés peliculeros pero verdaderos de este all American boy?

 

Hoy, ya jubilado, Dan disfruta con su esposa Joanne paseando de tarde en tarde por Cannery Row, la calle de las antiguas conserveras retratadas con gracia por Steinbeck y revitalizadas como pintoresco destino turístico por Albert, entre otros. O caminando por los senderos de Windows on the Bay –uno de los mayores logros de sus 20 años en la alcaldía–, un parque público “reconquistado,” que bordea la costa y que ofrece vistas abiertas de la bahía de Monterey, donde antes de su etapa en el consistorio sólo había gasolineras y agencias de coches de segunda mano. Y si es martes, su paseo termina entre los puestos de verduras y artesanía de la Calle Alvarado, un mercado tradicional que él mismo inauguró siendo alcalde. Es en este mercadillo donde a menudo le reconocen y saludan al grito de “Coach!”, “Mayor!” o también “Teach!”. Sólo unos pocos, acaso alguien de su edad o algún viejo amigo de su infancia sospecharán, no obstante, que el ajo, las cebollas, los pimientos y el perejil que este héroe local acaba de comprar en el mercadillo van a componer el sofrito de una paella que piensa preparar esta misma tarde, siguiendo a su manera aquella receta de sus padres, Caridad Navarro Berenguer y Emilio Albert Verdú, alicantinos ambos… 

 

 

II.  EXTERIOR DÍA. FLASHBACK. MUELLES DE MÁLAGA O GIBRALTAR, CIRCA 1907

 

En blanco y negro. Un grupo numeroso de gente, de toda edad y género, aguarda sobre sus bártulos ante un barco de vapor con las chimeneas humeantes.

 

Solemos asociar la presencia de españoles en territorio estadounidense –y particularmente en California– con la vetusta expansión del imperio español, con las peripecias de frailes y exploradores como Junípero Serra o Gaspar de Portolá, que, no en vano, son los fundadores de Monterey. Pero, en realidad, el fenómeno que propició la presencia masiva de españoles en Estados Unidos fue el final de aquel imperio español y la emergencia del nuevo imperio “americano”. Igual que la de miles de emigrantes españoles que a principios del siglo XX acabaron en sitios inesperados como Tampa (Florida), Spelter (West Virginia), Barre (Vermont) o Hilo (Hawai), la historia inverosímil de Dan Albert se gestó precisamente en los intersticios abiertos entre el declive de un imperio y el auge de otro.

 

En las transacciones imperiales negociadas en torno al año 1898, Estados Unidos añadió la Islas de Hawai a su cartera de territorios. Los empresarios yanquis que dirigían las grandes plantaciones de caña de azúcar y piña en las islas no veían con muy buenos ojos una fuerza laboral compuesta principalmente por japoneses, filipinos y chinos. Además, los intentos de sindicalización realizados por aquellos jornaleros asiáticos tampoco eran del agrado de aquellos terratenientes.

 

Para remediar esta situación, en 1906 se puso en marcha un programa de reclutamiento de familias campesinas de origen europeo, con el doble objetivo de “blanquear” la población y “estabilizar” la fuerza laboral de las islas, “domiciliando” a los nuevos inmigrantes. Esa misma lógica les había impulsado a los plantadores, años antes, a llevar a miles de obreros puertorriqueños al archipiélago. Esta vez, para encontrar la mano de obra idónea, volvieron la vista a otras regiones de tradición azucarera: Madeira, las Azores, y el sur de España (Málaga y Granada, en particular). Varios agentes fueron enviados a dichos lugares, donde publicarían anuncios y colgarían carteles en ayuntamientos y tabernas, prometiendo pasaje gratuito y un “porvenir halagüeño” para aquellos agricultores con familia que quisieran “acogerse a las concesiones y beneficios que ofrecen las Leyes de Inmigración y Colonización de Hawai”. La oferta resultaría particularmente tentadora, dada la miserable condición del campo español en esos años. “Para los varones cabeza de familia, 20 duros americanos de oro al mes durante el primer año de trabajo”.

 

Entre 1907 y 1913, zarparon siete barcos (el primero de Málaga, los demás de Gibraltar) llevando aproximadamente a 8.000 hombres, mujeres y niños españoles decididos a probar suerte en las antípodas, donde, según prometía el cartelito de reclutamiento, “las constelaciones invisibles en Europa iluminan el espacio y brillan como deslumbradoras perlas…”. Entre aquellos miles que embarcaron en los ajetreados puertos del sur de la península ibérica se encontraban Emilio, un joven de doce o trece años procedente del pueblo de Pinoso, en la frontera entre Alicante y Murcia; y Caridad, una niña de ocho años nacida en la aldea alicantina de Casas del Señor.

 

 

III. INTERIOR. DÍA. GRAN SALÓN DE BAILE DEL HOTEL DELMONTE, MONTEREY, CALIFORNIA. TIEMPO INDEFINIDO

 

Un piano de cola negro domina el gran salón de baile desde el fondo. El cortinaje recogido ante los vanos arqueados permite que la luz de la tarde entre a chorros e ilumine la pulida tarima del suelo. Hacia la mitad de la inmensa estancia vacía, una fuente de azulejos en la pared evoca cierto pasado hispano. El agua chorrea en la fuente. Se oye una voz femenina. 

 

“En España no había trabajo”. Así de tajante es la respuesta que Caridad espetó durante una entrevista grabada en cassette allá por los años 80, cuando un historiador de las conserveras de Monterey le preguntaba por los motivos de la emigración de su familia. A lo largo de la cinta, Caridad recuerda y reconstruye con nitidez los periplos de su vida. Cuenta cómo en su casa en España siempre escaseaba la leña para cocinar y calentarse, a pesar de que la aldea Casas del Señor se encontrara al lado de un frondoso bosque. “Era el coto privado de los señores que venían de vez en cuando a cazar”. Y rememora cómo, de niña, sus padres le encargaban ir a la taberna y distraer a los guardias civiles, para que a la vez ellos pudieran hurtar leña del bosque con la que calentar el hogar. Y recuerda cómo su gente viajaba sin descanso en busca de trabajo; cuando hacía falta, bajaban al norte de África o subían a La Mancha. Y recuerda la conmoción que se produjo en la aldea cuando un pariente volvió de uno de aquellos viajes al sur con la noticia de que una empresa americana buscaba campesinos para trabajar en Hawai. Y que pagaban en oro…

 

Recuerda el viaje a Hawai –más de cincuenta días en el barco, dando la vuelta al Cabo de Hornos. Recuerda la tripulación, compuesta por chinos, igualitos a los de las estampas, con su trenza y su sombrerito. Y a los cocineros, portugueses. Y la epidemia de sarampión que acabó con la vida de varios niños durante la travesía. Y la escala en Buenos Aires. La cuarentena de tres semanas en Honolulu. Y el traslado a la plantación. Son gratos sus recuerdos infantiles de la vida en la plantación. Paisajes hermosos. Un río caudaloso. Atención médica. Leña en abundancia, suministrada por la empresa. 

 

Cuando el historiador le pregunta en la misma entrevista por qué re-emigraron de Hawai a California si tan a gusto se encontraban en las islas, Caridad responde igual de convencida: “Los españoles no querían que sus hijas se casaran con gente de otras razas”. “Además”, añade, “se decía que el clima de California se parecía mucho al de España, y que había más oportunidades”. En 1917, al igual que casi todas las familias españolas que habían emigrado a Hawai, la familia de Caridad re-emigró a San Francisco, California.

 

Fue en San Francisco donde conoció o volvió a conocer a Emilio Albert Verdú, miembro de otra familia alicantina que había seguido una trayectoria casi idéntica a la de Caridad y su familia. Y casi como respuesta al miedo de la exogamia que, según Caridad, los había expulsado de Hawai, estos dos españoles se casaron en San Francisco un año después, en 1918. Caridad había viajado 28.000 kilómetros para casarse con un paisano que venía de una aldea que distaba once kilómetros de Casas del Señor.

 

Poco tiempo después, la pareja se estableció en Monterey, donde Emilio y un hermano abrieron un taller de pintura de coches, y Caridad trabajó de empacadora de sardinas en la conservera San Xavier durante el invierno, también de camarera en el lujosísimo Delmonte Hotel durante los veranos. En Monterey criaron a sus cuatro hijos. Daniel, el tercero, nació en el año 1930.

 

La cara B de la cassette acaba a mitad de cinta. El historiador de las conserveras le pide a Caridad y a Dan que le ayuden a establecer contacto con otros españoles de Monterey. Luego se despide. 

 

 

IV.  EXTERIOR. DÍA. FLASHBACK. ESCALINATA Y EXPLANADA DEL AYUNTAMIENTO DE LA CIUDAD DE MONTEREY. AÑO 1940

 

Un juez preside la ceremonia de nacionalización de un grupo de inmigrantes acompañados por sus amigos y familiares. Sopla algo de viento, pero a nadie parece importarle. 

 

Aunque entonces apenas había cumplido diez años, Dan sigue recordando con claridad el día que sus padres adquirieron la ciudadanía estadounidense. Los contornos de la escena son nítidos, y los evoca setenta años después como la culminación de unos años muy intensos y difíciles para la colonia española en la península de Monterey. Años confusos para los niños que no entendían la situación, pero que podían intuir que su inconsciente alegría desentonaba con la evidente consternación de sus padres por lo que pasaba en España. Los niños se regocijaban en las grandes giras campestres que los mayores organizaban en Toro Park, en la carretera entre Monterey y Salinas, con las que recaudaban fondos para ayudar a la República. Se bailaba y se cantaba, y cada vez que alguien sacaba una cámara, se levantaba el puño cerrado. Dan sigue recordando cómo por aquel entonces sus padres rompieron de una vez por todas con la Iglesia católica; no podían soportar lo que escuchaban cuando en sus homilías los curas la emprendían con el tema de España, de su guerra. Y se acuerda de los preparativos para la ceremonia de nacionalización: cómo le extrañaba al niño Dan ver a sus padres estudiando para el examen escrito de ciudadanía. Pero lo que recuerda sobre todo, al evocar aquellos días de 1940, es el revuelo formado en la casa en vísperas del gran día, el ajetreo en torno al asunto de las banderas…

 

Los padres de Dan se habían enterado de que se iba a producir un intercambio de banderas durante la ceremonia formal de naturalización. El juez que presidía la ceremonia proporcionaría al inmigrante la bandera de su país de origen, para que éste la entregara, y ya como nuevo ciudadano de Estados Unidos, aceptara a cambio la de las barras y estrellas. “¿Y si nos dan la bandera fascista?”, preguntó Caridad, consternada.  “Ni la quiero tocar”. Por si acaso, aquella misma tarde –la víspera de la ceremonia– acudió a una tienda de telas, y sacó del armario su cesta de costura. Cuando Dan se acostó aquella noche, con el traje que se iba a poner al día siguiente ya planchado y en la percha, dejó a su madre sola en la sala, cortando, cosiendo, y cantando, acaso aquella canción que, según Dan, solía entonar mientras realizaba las tareas domésticas: “…pero a Madrid, bum bum bum bum ¡No pasarán!”.  

 

Al día siguiente, sentado entre el público en la explanada delante de la alcaldía, el niño Dan vio cómo su madre, en el momento de realizar el intercambio de banderas, susurraba algo al oído del juez mientras sacaba algo de una bolsa que llevaba con ella. Caridad siguió dando explicaciones al juez mientras desdoblaba una tela, permitiendo que el viento descubriera su rojo, su amarillo y su morado. A la pregunta del juez –“¿y qué bandera es ésta?”– respondió la mujer de Casas del Señor: “Es la auténtica bandera de España, la de la República Española”. Después volvería a doblar con cuidado la bandera antes de entregársela al juez, quien le daría a cambio una bandera estadounidense.  “Tardé años”, recapacita Dan ya octogenario, “en comprender lo que esa diminuta española había hecho aquel día, delante del que, años después, sería mi despacho de alcalde. Todavía no sé si lo entiendo del todo, pero pude y puedo intuir la valentía y la grandeza de aquel pequeño gesto”. Carrie Albert renunció así a un país en el que nunca había vivido, un país que no había podido ser, y recibió a cambio la bandera de un país que no acaba nunca de hacerse, que no termina nunca de reinventarse.

 

 

V.  INTERIOR. DÍA. COMEDOR DE LA CASA DE DAN Y JOANNE ALBERT. 1 VIA DEL REY, MONTEREY, CALIFORNIA. PRESENTE

 

La luz de la tarde entra a través de las cristaleras del salón. Sobre una pared luce un llamativo cartel de la película Million Dollar Baby, firmado por Clint Eastwood. En el lado opuesto de la sala, y colocada para la ocasión, la bandera republicana española. La mesa redonda está dispuesta para una cena de 10 comensales. El equipo de grabación está preparado.

 

Llegan los invitados. Joanne se encarga de recibirlos en la puerta. Son sus cuatro hijos, además de un grupo de amigos, hijos también de inmigrantes españoles. Dan sale de la cocina a saludar, con la indumentaria que ha llevado durante la preparación de la paella: un delantal rojo y la boina heredada de su padre. Con talante de coach, no tarda en ordenar a su hijo mayor, Dan Junior, que descorche y sirva el vino, un tinto de Yecla que Dan ha descubierto y encargado en el supermercado Whole Foods. El hijo vuelve de la bodega diciendo con cierta sorna que el vino no tiene corcho, su tapón es de rosca. Un ritual menos. 

 

La conversación durante la cena es caótica y espontánea, typical Spanish, pero ya hacia el final da un giro y cobra unidad cuando uno de sus invitados –un golfista cuyos padres, nacidos en Macotera, Salamanca, también emigraron a Hawai– le pregunta a Dan por el momento más feliz de sus años como alcalde. La cámara está grabando. Tras pensarlo unos segundos, como hiciera durante décadas como coach y mayor ante los medios, Dan responde con frases redondas: “Fue el día en el que Clint Eastwood y yo recibimos al Rey de España, en 1987. Vino de visita a Monterey y a Carmel para inaugurar un centro de rehabilitación promovido por Clint, y para re-bautizar una estatua que tenemos en Monterey dedicada a Gaspar de Portolá”. De aquella ocasión, cuenta Dan mientras termina su ración de paella, lo que recuerda con más gusto es el encuentro que pudo concertar entre el Rey Juan Carlos y su madre.

 

Ahora bien, narrada con un cuarto de siglo de distancia, y como colofón de una larga cena, de una larga carrera, e incluso de una larga vida, la anécdota rezuma cierta ambivalencia. Porque al escuchar el relato de Dan, resulta difícil discernir si el objetivo de aquella confrontación que él mismo había organizado –una especie de duelo o showdown amistoso en una peculiar paella western– era dar a su madre la oportunidad de conocer al Rey de España, o, por el contrario, regalar a don Juan Carlos el privilegio de conocer a Carrie Albert, antaño, Caridad Navarro Berenguer.

 

El brindis con el que Dan Albert da por terminada la velada casi parece diseñado expresamente para disolver cualquier ambivalencia y despejar cualquier duda al respecto. Mientras Dan Jr. da una vuelta a la mesa rellenando por última vez las diez copas con el tinto yeclano, Dan Sr. se pone de pie y levanta su vaso. Con su marcado acento californiano, se dirige sobre todo a sus invitados especiales, hijos también de inmigrantes españoles: “Por nuestros padres. Por su trabajo, por sus sacrificios. Por su capacidad de no mirar hacia atrás. Y, sobre todo, por los valores que nos han legado”.  

 

LENTO FUNDIDO A NEGRO MIENTRAS SE OYE EL TINTINEO DE LAS COPAS DEL VINO.

 

CRÉDITOS.  

 

 

 

Para más información sobre la emigración de españoles a Estados Unidos, ver la página web de Fernández y Argeo

 

El teaser del documental Dan Albert’s Paella/ La paella de Dan Albert se puede ver aquí 

 

 

James D. Fernández (Brooklyn, Nueva York, 1961) es profesor de Literatura y Cultura españolas en New York University.  Fue Director inaugural del Centro Rey Juan Carlos I de España de NYU de 1995 a 2007. En breve saldrá su nuevo libro Brevísima relación de la construcción de España y otros ensayos transatlánticos (Polifemo). Luis Argeo (Asturias, 1975) es licenciado en Ciencias de la Información por la UPSA de Salamanca. Compagina la escritura de guías y reportajes de viajes con la realización de películas documentales: AsturianUS (2006), su primer largo documental, y Corsino, por Cole Kivlin (2010) han participado en varios festivales internacionales de cine.

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