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Pagsanjan


Ayer vi en la tele una escena de «Apocalypse Now», en la que Dennis Hopper interpretaba al fotógrafo que se había quedado a vivir en el campamento del desquiciado coronel Kurtz. Uno de los errores más graves de la película de Coppola es que hace aparecer demasiado tiempo al coronel Kurtz, que ocupa la pantalla al menos durante veinte minutos, en los que vemos tediosos primeros planos de Marlon Brando pasándose la mano por la frente y suspirando y paseándose por su choza. Todo eso, lo repito, es un error. Si Kurtz es fascinante –y terrorífico-, es porque apenas sabemos nada de él. En la novela de Conrad –y ésa es la marca del genio-, Kurtz sólo aparece tres veces, y otras dos lo oímos hablar –sin verlo-, pero eso es todo. Cuando traduje «Heart of Darkness», me di cuenta de que había 40 referencias a Kurtz (las conté), pero siempre se trataba de otros personajes que contaban cosas de él, por lo general elípticas o enigmáticas. Ahora bien, Kurtz sólo aparecía tres veces en la novela. Lo repito, tres.

 

La primera vez, Marlow lo ve con unos prismáticos, cuando Kurtz va en unas angarillas y los nativos lo llevan hasta el barco que ha de devolverlo a la civilización: apenas es una lejana imagen borrosa de un hombre enfermo que mueve un brazo. La segunda es un hombre a cuatro patas, que escucha hechizado los tambores de los bailes nativos, con un fondo de hogueras y aullidos de hechiceros, mientras cruza unas pocas palabras con Marlow (y le salva la vida). Y la tercera y última es la de un hombre que manosea un fajo de cartas, tendido en un camastro en un barco que navega río abajo. Eso es todo. No hay más apariciones de Kurtz, a pesar de que su presencia se hace abrumadora a la largo de la novela. Pero si uno se fija bien, Kurtz no es más que una aparición que infunde temor –y admiración- a quienes lo han tratado, aunque casi no tiene entidad en el mundo de las cosas tangibles. Flota por todas partes, pero en realidad no está en ninguna, ni siquiera cuando aparece de verdad ante los ojos de Marlow.

 

Y ahora vuelvo a la película. Dennis Hopper interpretaba a un fotógrafo de guerra pirado que se había quedado a vivir con Kurtz. En la novela, este personaje era el «hombre de los remiendos», un ruso que había acabado como ayudante de Kurtz en su puesto avanzado de recogida de marfil en el corazón de África, y que al final había tenido que huir porque el propio Kurtz había amenazado con matarlo. El personaje del ruso es extraordinario: es un hombre que admira a Kurtz y que ha perdido la razón por su culpa y que ya no puede vivir cerca de Kurtz, aunque sabe que su vida jamás volverá a tener sentido lejos de Kurtz. En cambio, el personaje de Dennis Hopper en «Apocalypse Now» es sólo un hippy empapado en LSD, un hippy de «Easy Rider» que ha aparecido en un mal viaje de ácido en medio de la guerra del Vietnam. Su personaje, se mire como se mire, no tiene grandeza. Es un loco que a buen seguro ya había perdido la razón cuando llegó a Vietnam. El ruso de los remiendos, en cambio, seguro que llegó cuerdo a África. Si se ha vuelto loco, ha sido por culpa de su admiración ciega hacia Kurtz. Y eso lo convierte en un personaje muy superior.

 

Pero yo iba a otra cosa. Al ver las imágenes de Dennis Hopper, vi de nuevo el lugar donde se rodaron las escenas finales de «Apocalypse Now». Fue en Pagsanjan, en Filipinas. Estuve allí en octubre de 2005, y lo primero que me sorprendió fue lo pequeño que era todo. Yo había imaginado un lugar gigantesco, un río enorme, una jungla amenazadora, pero me encontré con un río que parecía domesticado y unas cuantas chozas y un carabao pastando en la hierba frente a un hilo con ropa tendida. Los niños se lanzaban al agua desde un árbol del mango y había turistas japoneses en las canoas que llevaban río arriba hacia una cascada. Yo iba en otra canoa con el taxista que me había llevado hasta allí desde Manila. Le había invitado a acompañarme porque quedaba un sitio libre y el precio era el mismo y no me parecía justo dejarlo en tierra. Al poco de iniciar el recorrido en la canoa, noté que nos hacía fotos con unas risitas equívocas. En seguida descubrí que me habían tomado por un depravado occidental que paseaba a su tortolito, antes de entregarse a un acto infame de «turismo sexual». Cada vez que pasaba una canoa frente a la nuestra, se oían las risitas y los clicks, clicks de las cámaras digitales que preparaban el objetivo.

 

Y mientras los turistas japoneses me fotografiaban, yo pensaba en Kurtz, y en el desafío que le había lanzado a la jungla desde el camastro en el que agonizaba en el barco que lo devolvía a la civilización: «¡Oh, todavía pienso arrancarte el corazón!». Click, click, hacían las cámaras, y los remeros remaban río arriba, y el taxista, mosqueado y mareado y perplejo –todo a la vez-, me miraba como preguntándome en dónde diablos lo había metido y qué puñetas estábamos haciendo allí. Y así, me temo, miraba Dennis Hopper a Marlon Brando en «Apocalypse Now». Click. Click.

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