Un nuevo fantasma se cierne hoy sobre nuestro mundo. Y desde luego resulta evidente que no se trata del fantasma del comunismo que anunciaran Marx y Engels en 1848. No. Lo paradójico es que, al menos en Europa, lo que se extiende como un espectro amenazante es la figura de un capitalismo al que los sucesos de la última década parecen haber dejado desorientado, extenuado y, sobre todo, privado de los fundamentos de legitimidad que atesoró en el último medio siglo. No importa dónde dirijamos la mirada, la sensación se repite: desde los comités de dirección de las empresas trasnacionales hasta las plazas de los suburbios más depauperados, la constancia de que algo en el mundo ha cambiado drásticamente se ha instalado como un dato que no admite discusión.
Más aún: hay algo de ininteligible, de mundo al revés, en los paradójicos hechos que rodean la actual crisis de identidad que vive el capitalismo. ¿Cómo entender el hecho de que a la crisis financiera de 2008 Estados Unidos, el país capitalista por antonomasia, respondiera nacionalizando la banca mientras que al mismo tiempo la vieja Rusia excomunista –presidida aún por un ex-director de la KGB– clamara al cielo por el derrumbe de las cotizaciones bursátiles de la bolsa de Moscú? Ni Karl Marx ni John M. Keynes, pero tampoco Adam Smith o Frederick Hayek habrían podido entender desde sus categorías económico-políticas algunos de los acontecimientos a que hemos asistido recientemente. Recordémoslo: el nuestro ha sido un mundo en que el liberalismo económico habló por uno de sus portavoces políticos más cualificados de la necesidad de “refundación del capitalismo” (Nicolas Sarkozy) y donde fueron voces patronales y no los sindicatos los que propusieron abiertamente “hacer un paréntesis en la economía libre de mercado”; y todo ello mientras quien acudía al rescate de la deuda soberana de Estados Unidos era… la China comunista.
Han pasado ya seis años desde entonces y en Europa los esfuerzos por clarificar este horizonte convulso y aparentemente ininteligible siguen dando escasos resultados. La desorientación se extiende en los ámbitos políticos y en los económicos y no deja de afectar igualmente a los discursos intelectuales y de las ciencias sociales, mudos –en el peor de los casos– o simplemente incapaces –en el mejor– de aportar análisis para comprender lo que ocurre. Quizá parte de ese impasse derive de que la naturaleza de los hechos mencionados exige un análisis que amplíe el radio demasiado parcial y eurocéntrico en que se ha venido haciendo el análisis de la crisis que sufre el continente europeo hasta el momento. Europa se sigue empeñado en ofrecer soluciones locales a una crisis cuyas claves interpretativas se hallan en un escenario geopolítico ampliado. La diferencia con respecto a crisis anteriores es que en esos casos parecía estar claro lo que era preciso hacer para revertir la situación. Hoy, sin embargo, cada día que pasa queda más claro que la aplicación de las recetas del discurso económico oficial, no hace sino empeorar la situación día a día. Quizá esos reiterados y persistentes fracasos de las soluciones propuestas sean un buen indicio del modo inadecuado de plantear el análisis.
En ese contexto de desorientación colectiva, tal vez los retos de la filosofía consistan en recordar una vez más como hiciera Marx hace más de siglo y medio en qué medida los problemas que asolan al mundo en general y a Europa en particular hunden sus raíces en un sistema-mundo capitalista de relaciones globalizadas y donde, por ello mismo, la economía política ofrece aún claves elementales para llevar a cabo una adecuada ontología del presente.
Está fuera de duda que, en ese retorno a la economía política, será necesario revisar críticamente el análisis marxiano para ver en qué medida está aún preñado de un ingenuo cientificismo positivista y una ciega confianza en el progreso que caracterizó a la modernidad tanto en su versión ilustrada como en sus tradiciones critico-revolucionarias. Es hoy un lugar común admitido que en esa revisión crítica será necesario poner de manifiesto cómo el análisis económico-político tradicional del marxismo clásico –pese a haber localizado correctamente en el Capital el sujeto de la modernidad y las claves decisivas de su lógica interna– pecó de reduccionismo por ser incapaz de comprender de acuerdo con sus categorías el conjunto de exclusiones que, como nos han enseñado los discursos críticos marginalizados (muy en particular los feminismos y los estudios postcoloniales), acompañan de modo indisociable a la expansión del sistema-mundo capitalista. Pero en todo caso ese hecho sería en el mejor de los casos un síntoma de que para entender el desastre que nos amenaza se necesita hoy una aproximación económico-política ampliada al objeto de mostrar que la crisis no sólo lo es de una región económica particular sino de todo un sistema-mundo capitalista-moderno-colonial-patriarcal (Grosfoguel, 2007) que comienza a manifestar síntomas de claro agotamiento. Pero no para negar la virtualidad del análisis que vuelve a situar en la economía el nodo de análisis prioritario.
En ese sentido, el tiempo que nos separa de los orígenes de esta estafa a escala global – “naturalizada” bajo el término de crisis para poder diluir las responsabilidades particulares de muchos de sus causantes– ha sido ya el suficiente para ver hoy con claridad que a lo que asistimos no es a una crisis cíclica más en el ámbito de la economía, sino a una auténtica crisis de modelo de civilización. De ahí que nos parezca que, sin perjuicio del trabajo sectorial que las ciencias humanas puedan realizar en el ámbito de la sociología, la economía, los estudios culturales, la antropología, etcétera, el desafío al que nos enfrenta el actual estado de malestar precisa de las claves hermenéuticas que pueda ofrecerle la filosofía. En efecto, entendida como la entendemos, a saber, como autoconsciencia crítica de una cultura (Muñoz, 1984), la filosofía está llamada a tomar parte explícitamente en el análisis de esa crisis de identidad del capitalismo, de sus causas y de los horizontes de su posible superación. Si hace dos décadas el postmodernismo podía ser visto como la lógica cultural del capitalismo tardío en su fase de máxima expansión y optimismo (Jameson,1996), hoy día asistimos a la convicción de que son necesarias nuevas categorías para cartografiar esa crisis de identidad del capitalismo que, a diferencia de su fase de evolución postmoderna, ya no se sitúa sólo ni principalmente en el plano de la cultura –entiéndasela ya como mundo del espíritu (Hegel), superestructura ideológica (Marx), industria cultural (Adorno y Horkheimer), grandes metarrelatos (Lyotard), lógica cultural (Jameson), etcétera–, sino que se extiende progresivamente a otros territorios y que por ello mismo comienza a tener peligrosamente el aspecto de una crisis no solo económica o cultural, sino sistémica. El capitalismo como sistema-mundo (por emplear categorías habituales en la crítica post-marxista) constituye una unidad global que aúna a la vez una única división del trabajo (por más que distribuida internacionalmente en zonas geográficas especializadas en la producción de ciertos bienes) y una multiplicidad de sistemas culturales. Esa es la razón por la que la lógica cultural no puede ser ya capaz (si es que alguna vez lo fue) de aprehender por sí sola la crisis de identidad en que el capitalismo se encuentra. Lo que de específicamente novedoso tiene esta fase de evolución del capitalismo a la que asistimos es que en ella han venido a parar simultáneamente en una suerte de tormenta perfecta buena parte de las tensiones que han estado sacudiéndolo desde hace décadas. Sintéticamente, y sin afán de ser exhaustivos, podemos señalar algunos planos en que esas tensiones parecen haberse desatado:
—En el político, bajo la erosión progresiva que, en general, están sufriendo la legitimación de los sistemas democráticos liberales (Bartels, 2008) y de la que es reflejo evidente entre nosotros la corrosión y desmembramiento –al parecer ya imparable– del relato mítico del Régimen del 78.
—En el social, con la amenaza de ruptura de los pactos y equilibrios originados en Europa tras la Segunda Guerra Mundial (Wallerstein, 2005) y la quiebra progresiva e imparable del modelo social de Estado de bienestar a la que venimos asistiendo.
—En el económico, como resultado del progresivo desplazamiento en las últimas dos décadas de los flujos de capital de la economía productiva a la economía financiera gracias a los procesos de desregularización de los mercado de capitales y el desarrollo de sofisticados mecanismos de ingeniería financiera (Bello, 2005).
—En el ecológico, dada la vinculación cada vez más evidente entre la crisis de la biosfera del planeta y las progresivas crisis de expansión-acumulación (Moore, 2011a, 2011b).
—En el demográfico, como consecuencia del incremento desequilibrado y exponencial de una población mundial que ya supera los 7.000 millones de personas (Crossette, 2011).
—En el alimentario, visible en el modo en que las reservas de alimentos han entrado a formar parte de los mercados de futuros poniendo en peligro el abastecimiento de alimentos básicos en amplias zonas de África, Asia y América Latina (Vargas y Chantry, 2011; Bello, 2008).
—En el energético, como resultado, entre otros muchos, del desacople entre la huella ecológica de Occidente y de los países de economías emergentes y la biocapacidad regenerativa del planeta (Wackernagel y Rees, 1998; Amin, 2009) o
—En el postcolonial, en la medida que el capitalismo resulta indisociable de “un patrón de poder colonial” que, pese a su naturaleza móvil –hoy Euroamérica; mañana, tal vez, China– reconfigura transversalmente las categorías globales de “centro” / “periferia”, con otras como “occidental” / “no occidental”, “trabajo coercitivo” / “trabajo asalariado libre”, “varón” / ”mujer”, “racial” / ”étnico”, etcétera (Quijano, 2000).
Todas estas tensiones sugieren, como digo, que la naturaleza de la crisis ante la que nos encontramos no es cíclica o específicamente local (europea) sino sistémica y global y que, por tanto, una eventual salida de ella pasa por pensar también globalmente y tomar en serio la necesidad de abandonar el propio capitalismo como método de organización de las lógicas económicas, sociales y culturales que han regido en Euroamérica durante los últimos 150 años y que hoy parecen haberse expandido hasta cubrir el orbe en su conjunto. Lo recordaba André Gorz en uno de los últimos textos publicados antes de su muerte: “La salida del capitalismo tendrá lugar sí o sí, de forma civilizada o bárbara. Sólo se plantea la cuestión del tipo de salida y el ritmo con el cual va a tener lugar” (Gorz, 2007).
Esos diferentes fenómenos sintomáticos del desfondamiento en que parece haber entrado el capitalismo como sistema-mundo solo serán adecuadamente comprensibles (esto es, comprensibles en su interna co-determinación mutua) si se hace retornar el análisis al plano de la crítica de la economía política, algo que el propio Marx había entendido al hacer pivotar su “ontología del presente” sobre el análisis de la sociedad industrial de su tiempo. Si ontología de la actualidad significa un discurso filosófico “que intenta aclarar qué significa el ser en la situación presente” (Vattimo, 2004, 19), es ese ser el que vuelve a exigirnos hoy volver la mirada a sus claves esenciales en el plano de la economía política y a repensar el carácter irracional del sistema sobre el que estamos asentados.
De todos estos aspectos quizá el más urgente sea volver hoy a repensar la conexión entre los procesos económicos y las necesidades humanas a las que la economía se supone que ha de prestar atención. La salida de la situación crítica en la que se encuentran las economías occidentales –amenazadas de endurecimiento de las condiciones de vida cuando no de un brutal retorno a la pobreza a la que, sin embargo (y esto es importante recordarlo) lleva condenada desde hace décadas la mayoría de la población no occidental del globo– sólo puede pasar por un cambio radical en las formas de vida y de relación de los individuos entre sí y de ellos con el planeta en su conjunto. De ahí que, a nuestro juicio, resultaría de gran interés volver a retomar y actualizar los debates que en otro tiempo puso sobre la mesa la Escuela de Budapest en torno a una teoría de las necesidades (Heller, 1978; 1996). Como se recordará Agnes Heller dejaba claro entonces el límite moral de las necesidades (límite, por cierto, de claras resonancias kantianas): “Todas las necesidades han de ser reconocidas y satisfechas con excepción de aquellas cuya satisfacción haga del hombre un mero medio para otro” (Heller, 1996, 67). La actual desconexión entre la economía real y la economía financiera –origen, recordémoslo, del pistoletazo inicial de la actual crisis pero resultado de un largo proceso histórico que no hace sino continuar el principio de la maximización del plusvalor característico del capitalismo– no deja de ser un ilustrador reflejo de esa definitiva desconexión de la economía con las necesidades con cuya satisfacción debería estar comprometida.
En efecto, todavía el discurso económico dominante da por hecho que el intercambio económico capitalista –como cualquier intercambio económico– supone un conjunto de acciones racionales, esto es, orientadas a un fin. En concreto, cabría suponer que el fin de la actividad económica ha de ser la satisfacción de un conjunto de necesidades con que la vida nos apremia: todos necesitamos casa, ropa, comida y algunos, además, necesitan teléfonos móviles, coches u ordenadores. Se supone que la actividad económica es un medio de proveernos de esos bienes. En el fondo una economía de mercado trata de resolver esos problemas de un modo eficiente: satisfacer nuestras necesidades (materiales y espirituales; básicas o sofisticadas) de modo que cuando un agente económico ha satisfecho todas las necesidades que podamos imaginar (por amplio y generoso que sea el concepto de necesidad que manejemos), en efecto, tendría sentido considerar que la actividad ha alcanzado un punto de relativa satisfacción y es posible dar el proceso por momentáneamente acabado. Pero desde Marx sabemos que es esa detención momentánea precisamente la que no puede ocurrir en una economía capitalista. Con ello Marx nos recuerda lo que distingue una economía de mercado capitalista de otras formas de intercambio económico (incluso de mercado) y nos enfrenta al carácter intrínsecamente irracional e inevitablemente autodestructivo del actual sistema económico.
En efecto, en una economía de mercado no capitalista, la actividad económica sigue el patrón que Marx resumió en su primer libro de El capital bajo la forma Mercancía-Dinero-Mercancía (M-D-M): alguien vende el producto de su trabajo (una mercancía o servicio) para obtener dinero que le sirve a su vez para comprar otras cosas que necesita para continuar con su vida. Como es fácilmente comprensible, el primer proceso –que llamaremos con Marx de “circulación simple”– tiene un final obvio, un punto de detención que clausura el proceso: es la satisfacción de necesidades. Cuando esas necesidades están cubiertas podemos detener el proceso y descansar. Ya no necesitamos más.
Pero lo que convierte a una economía de mercado en una economía de mercado capitalista es que el proceso se invierte. La forma de circulación “Mercancía-Dinero-Mercancía” (o si se quiere el proceso trabajo-remuneración-consumo) deja paso a una forma ligeramente distinta: “Dinero-Mercancía-Dinero”. Los términos son los mismos pero su relación ha cambiado trasformando completamente el proceso. De hecho, por obra de ese mínimo cambio ese proceso se ha hecho ahora infinito. El cambio es cualitativamente significativo: en el primer caso producimos para obtener dinero que, como medio de intercambio universal, nos permita acceder a otros bienes que necesitamos o deseamos. En el segundo caso, en el de la circulación destinada a convertirse en capital bajo la forma “Dinero-Mercancía-Dinero” desde el principio el dinero está en nuestro poder y lo que convierte el proceso en capitalista es ahora que el dinero es puesto a funcionar (esto es, se invierte, se convierte en mercancía) no con el objetivo de satisfacer necesidades, ni de mantener su valor sino sólo con el único propósito de obtener de ese movimiento una plusvalía. Por ello dirá Marx que “la circulación de mercancías es el punto de partida del capital” (Marx, 2002, 179).
En esta circulación capitalista, el dinero ha quedado completamente desconectado de las necesidades. En este caso el dinero sólo sirve… para acumular más dinero. Obsérvese, pues: cuando esto ocurre, cuando la circulación económica ha quedado abstraída de las necesidades (por amplio y generoso que sea el modo como entendamos éstas), cuando el objetivo del intercambio económico no es prioritariamente la satisfacción de necesidades, sino que la satisfacción de necesidades es un simple medio para ampliar la acumulación de capital, entonces ocurren dos cosas.
La primera y más evidente es que ya no hay razón para que el proceso se detenga. Si nuestro juego económico es el juego capitalista, el proceso se ha convertido en un proceso lineal que siempre admite un poco más (al menos hasta que estallen las costuras de un planeta que hoy, a diferencia de en la época de Marx, empieza a dar síntomas inequívocos de agotamiento). Eso explica el hecho de que el éxito de las grandes empresas capitalistas no se mida en términos de los beneficios que cosechan, sino en términos del diferencial de incremento de beneficio con respecto a años anteriores. Haya lo que haya, lo que el juego capitalista exige es siempre más.
La segunda consecuencia es que si las necesidades dejan de ser el objetivo final de la actividad económica para convertirse en un simple medio para acumular más capital, entonces buena parte de la energía productiva del sistema habrá de destinarse a producir nuevas necesidades allí donde todas las necesidades (básicas y no básicas) hayan sido ya cubiertas. Es ahí donde la publicidad y sus universos de seducción entran en juego abriendo una caja de Pandora que pone en marcha un proceso inagotable. La nueva teología del capitalismo tiene como primer principio éste: el Capital es sólo uno y la publicidad es su profeta. Y así es, de hecho: el trabajo de zapa de la publicidad consiste en recordarnos día a día y minuto a minuto lo lejos que estamos de poder sentirnos satisfechos en nuestro actual estado: con nuestro champú actual, nuestro coche actual, nuestra casa actual, nuestro color de pelo actual, el actual tamaño de nuestros pechos o de nuestros abdominales o incluso con nuestra pareja actual. Como ejemplo extremo de lo que señalo puede tomarse un anuncio insertado (previo pago) en el metro de Madrid hace algunos meses. Rezaba lo siguiente: “¿Estás casada? Revive la pasión – Encuentra una aventura. Victoria Milán te la proporciona: 100% anónimo y confidencial”. Si el concepto adorniano de sociedad administrada tuvo algún sentido es aquí, donde el mercado se encarga de gestionarnos por un módico precio hasta nuestros más íntimos affaires sentimentales.
Esto significa, en definitiva, que el problema no son (sólo) los bancos, ni (sólo) los políticos, ni (sólo) la codicia individual de unos pocos, aunque todo ello haya jugado un papel a la hora de desenmascarar la escandalosa inmoralidad sobre la que se asienta el sistema capitalista. Es necesario que nos concienciemos de que lo que resulta profundamente irracional e injusto es el diseño del sistema económico en su conjunto. Y esa es la convicción que asalta al lector tras cerrar las casi mil páginas de un detallado estudio llevado a cabo por el economista francés Thomas Piketty en un libro que nace con vocación de convertirse en clásico: Le Capital au XXIe siècle (Piketty, 2013). En esa obra –que da continuidad a otros estudios de Piketty sobre la economía de las desigualdades (Piketty [2004], Atkinson, A.B. y Th. Piketty [2010])– el economista francés analiza la evolución de la desigualdades económicas mundiales a partir de un minucioso análisis de las estadísticas fiables disponibles desde finales del siglo XIX. Piketty llega a la conclusión de que las expectativas que, según la doctrina oficial, vinculan crecimiento económico y corrección de las desigualdades simplemente no se corresponden con los datos: de hecho, con una tasa del rendimiento del capital que se ha mantenido estable en torno al 5% en el periodo que Piketty analiza y una tasa de crecimiento general de la economía que ha oscilado entre el 1% y el 1,5% en ese mismo periodo, todo apunta a que las desigualdades y la polarización de la riqueza actuales no harán más que crecer en el futuro, dejando el período posterior a la Segunda Guerra Mundial como un efímero paréntesis en la historia global del capitalismo (cf. Gráfico 1).
Gráfico 1.
(Extraído de Th. Piketty, Le Capital au XXIe siècle).
Con ello otro más de los mitos del hasta ahora pujante neoliberalismo caída derrumbado con estrépito. Simon Kuznets, premio Nobel de economía, habría pronosticado en su famosa curva de Kuznets que la desigualdad económica se incrementa a lo largo del tiempo mientras un país está en desarrollo; tras cierto tiempo crítico donde el promedio de ingresos se ha alcanzado, esta curva comienza a decrecer. Pues bien, la ingente cantidad de datos que pone encima de la mesa Piketty no hacen sino desmentir esa esperanza: una espiral de desigualdad nunca vista parece ser el escenario en que nos encontramos y, a decir verdad, sus pronósticos anuncian que esa polarización entre una minoría selecta detentadora de la mayor parte de la riqueza mundial y una inmensa mayoría condenada a una vida de mera supervivencia no hará más que incrementarse en el futuro.
Las razones de este aumento exponencial de la desigualdad son muchas y muy complejas: deslazamiento de la economía del sector productivo al sector financiero, políticas fiscales regresivas desde los años setenta, cooptación del poder político por parte del poder económico, quiebra de la amenaza del socialismo real, aceptación de la ideología neoliberal por parte de sectores amplios de la socialdemocracia, etcétera. Pero por encima de todas ellas una razón resulta evidente: mientras que la globalización ha permitido a los capitales desplazarse interminablemente a través de las bolsas mundiales con la levedad, la inmaterialidad y la velocidad de la luz comprando y vendiendo activos financieros en fracciones de milisegundo (los famosos high frequency trading o “negociaciones de alta frecuencia”), los que solo cuentan con la fuerza de su trabajo están aún sujetos a la gravedad que impone su condición material: basta ver lo fácil que resulta –como nos recuerda en su reciente publicidad el Ministerio de Economía– comprar deuda pública a golpe de clic y lo difícil que es saltar una valla en Melilla.
Esto plantea serios retos a una política que se tenga por democrática. Seguramente que la democracia no es incompatible con un cierto grado de desigualdad. Pero sí es incompatible y se la vacía radicalmente de sentido cuando capas cada vez más amplias de la población del planeta (incluso de esa parte privilegiada del planeta que todavía es Europa) no pueden aspirar con las rentas de su trabajo a una vida que les permita al menos subvenir a las necesidades básicas que hacen la vida humana una vida digna de tal nombre: alimentación, protección ante el frío y las inclemencias, sanidad, educación o posibilidad de procrear y educar a la propia descendencia. Es lo que se conoce como el concepto de “pobreza laboral”: el de la gente que vive bajo el umbral de la pobreza pese a tener un trabajo y un sueldo, un segmento de la población que en España alcanza el 12% de los trabajadores. Poco hay que decir, por tanto, de la situación de ese 26% en nuestro país que ni siquiera tienen, por decirlo con las palabras irónicas de Žižek, “el privilegio de ser explotados por un trabajo remunerado de larga duración” (Žižek, 2012, 8).
Sabemos por un reciente informe que España es, de lejos, el país de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) donde más han aumentado las desigualdades económicas entre ricos y pobres con la crisis (OCDE, 2014). Entre 2007 y 2010 los más pobres en España perdieron prácticamente un tercio de sus ingresos, mientras que los del 1% más rico disminuyeron tan solo un 1% los suyos. Cáritas recordaba en su reciente informe Precariedad y Cohesión Social que con 2.600 millones de euros (la mitad de lo que costará salvar las autopistas de peaje en España) podrían rescatarse a los 700.000 hogares españoles que carecen de ingresos de ningún tipo (Cáritas, 2014). El pasado enero el comisario de Empleo de la Unión Europea, el húngaro László Andor, declaraba en una rueda de prensa lo siguiente: “Desafortunadamente, no podemos decir que tener un trabajo equivale necesariamente a un estándar de vida decente”. Desafortunadamente. El comisario de empleo hablaba de la dificultad de mantener una vida decente en Europa aun cuando se disponga de un trabajo como si de un cataclismo meteorológico o de una enfermedad sobrevenida se tratara. Algo que ocurre “desafortunadamente”. Y es que la ideología dominante ha logrado instalar en el imaginario común la idea de que tales desigualdades constituyen un dato natural, una inevitabilidad de la que es imposible escapar porque pertenece al íntimo orden de las cosas. Los Mercados –el nuevo Moloch del capitalismo financiero– exigen como tributo para pacificar su cólera sacrificios que nos obligan a entregar a sus fauces, siempre insaciables, a segmentos cada vez más amplios de la población.
En todo caso, no se trata de ser ingenuos: la desigualdad en las sociedades humanas no nace con el capitalismo. Es tan antigua como la generación de excedentes que surge del tránsito de las poblaciones nómadas a las sedentarias, causada por el desarrollo de la agricultura y la ganadería. Pero el capitalismo es el sistema que ha llevado esas desigualdades a cotas de insostenibilidad moral y económicas intolerables. Lo que hoy comienza a ser novedoso es que el anuncio de esa insostenibilidad empieza a no ser ya el dicterio alucinado de un puñado de iluminados desinformados, incapaces de sacar las consecuencias históricas del fracaso del socialismo real y de sus predicciones apocalípticas. Un reciente estudio cofinanciado por la NASA –poco sospechosa de veleidades izquierdistas– revela que la civilización industrial que nace del capitalismo puede tener los días contados. Los autores de este estudio (Motesharrei, Rivas y Kalnay, en prensa) desarrollan un complejo modelo matemático denominado HANDY (Human and Nature DYnamics) para anticipar el previsible desarrollo de la sociedad industrial. Los resultados del modelo sugieren que nuestras modernas sociedades industriales y tecnológicas cumplen con los dos rasgos que se repiten en las sociedades que históricamente han colapsado en los últimos cinco mil años (de las civilizaciones minóicas y micénicas a los Mayas, del Imperio Romano al imperio Gupta en la India). Esos dos rasgos son, por un lado, la sobreexplotación de los recursos más allá de la capacidad ecológica regenerativa de los ecosistemas, y, por otro, la estratificación económica de la sociedad en dos grupos nítidamente separados: unas elites cada vez más ricas y unas masas cada vez más amplias y más empobrecidas.
Eso significa que cierto pacto social implícito –que está a la base de cualquier sociedad que aspire a la estabilidad a largo plazo– puede estar a punto de romperse entre nosotros. Cuando la organización política de una sociedad impide a grandes segmentos de misma desarrollar una vida mínimamente digna, los cimientos de esa organización están siendo minados. La estabilidad social requiere el acuerdo tácito de que el grueso de esa sociedad tenga, a cambio de su contribución (casi siempre bajo la forma de trabajo remunerado), la posibilidad de un mínima seguridad vital, una condición de la que, si está en lo cierto Piketty, nos alejamos a velocidad de crucero.
Pese al esforzado trabajo de los ideólogos del homo oeconomicus por hacernos creer que el ser humano es tan sólo un maximizador de preferencias racionales y que esas preferencias tienen como propiedad básica entre los humanos su insaciabilidad, la más somera inspección de la realidad humana que nos rodea es más bien elocuente en sentido contrario: el hombre y la mujer común no quieren hacerse ricos, quieren simplemente vivir y para ello les basta con lo suficiente. La gran pregunta es precisamente ésa (la que, por cierto se hacían Robert y Edward Skidelsky en un reciente libro): ¿Cuánto es suficiente para vivir una “vida buena”? Los Skidelsky señalaban algo que, en efecto, puede parecer irracional y lo es a la escala del individuo. Los cito: “Ganar dinero no puede ser la ocupación permanente de la humanidad, por el simple motivo de que el dinero no sirve para nada más que para gastarlo, y no podemos gastar sin límite. Llegará un momento en que estemos saciados, asqueados o las dos cosas” (Skidelsky y Skidelsky 2012, 17).
Esta manera de enfocar la cuestión, sin embargo, es, pese a su aparente sentido común, errónea. Y lo es porque pasa por situar el análisis de la contradicción en el plano psicológico-subjetivo: debemos tener claro que la crisis que vivimos hoy no ha sido primera y principalmente el producto de la codicia y el desmesurado interés de unos pocos individuos (aunque también haya sido eso). Como recordaba Žižek en El año que soñamos peligrosamente: “La primera lección que debemos aprender es a no culpar a los individuos y sus actitudes. El problema no es de corrupción o codicia individuales sino de un sistema que te empuja a ser corrupto” (Žižek, 2012, 77). Žižek retomaba así la advertencia que el propio Marx hacía en su Prólogo al Capital donde liberaba de toda responsabilidad al capitalista concreto y particular y lo interpretaba como tan sólo la personificación de una categoría económica, una posición y unas funciones en el juego económico del capitalismo. Lo irracional no es la conducta codiciosa individual: esa conducta es de hecho sistémica. Lo irracional es el juego mismo del capitalismo y su radical incompatibilidad con una democracia digna de tal nombre.
Por eso es tarea hoy de las ciencias sociales y las humanidades –como lo era ya en tiempos de Polanyi, uno de los primeros en insistir en este punto desde su socialismo de tradición fabiana (Polanyi, 1989)– negarnos a aceptar esa esclerotización de la acción humana que propone la idea del “preferidor racional”: un maximizador que atiende tan sólo a sus propios intereses egoístas; ese individualista radical del que nos habla la economía y que, más que a un agente racional, dibuja lo que Amartya Sen llamaba un “tonto racional” (Sen, 1986): un imbécil social, sin sentimientos, sin moral, sin dignidad, sin capacidad para establecer lazos duraderos ni compromisos a largo plazo. Es preciso resistirse a esa perverso razonamiento que afirma que, puesto que todos somos solamente preferidores racionales egoístas, las únicas diferencias entre ricos y pobres, poderosos y desposeídos es la que corresponde a sus respectivos méritos: al talento y la inteligencia de unos frente a la pereza y la lasitud de los otros. Es imprescindible oponer resistencia a la idea de que la responsabilidad del fracaso es nuestra y de que la brecha que cada vez más separa a ricos y pobres es, en el fondo, una forma inevitable de justicia natural.
Algo en esa dirección está cambiando en la conciencia de muchos de nosotros y nosotras y, sin embargo, esas elites económicas y financieras parecen no haberse dado cuenta de ello. Parecen no haber tomado nota del malestar que corre por calles y plazas de muchas de nuestras ciudades desde hace años. La historia, como recordaba Marx, se repite, primero como tragedia, luego como farsa. Ante su soberbia y su desprecio de la chusma quizá a esas elites habría que recordarles aquel episodio previo de la Revolución Francesa del que da cuenta Rousseau en sus Confesiones y que supuestamente tiene como protagonista a María Antonieta: se cuenta que ante la queja del populacho de que el pueblo no tenía pan, ella exclamó: “Que coman brioches”. No es preciso recordar el destino de la cabeza de la que salió semejante respuesta.
Por eso y antes de que una nueva explosión de violencia vuelva a arrasar una vez más el continente europeo sería imprescindible que tomáramos conciencia de que aceptar el juego económico capitalista es firmar un contrato indefinido que nos condena a un triple fracaso: al fracaso ecológico, al fracaso social y, sobre todo, al fracaso individual.
1. ¿Por qué fracaso ecológico? Porque, siendo el capitalismo un sistema lineal y siendo el planeta, un entorno finito, el colapso resultará inevitable. Ciertamente quizá la técnica podrá aplazar algunos años o algunas décadas el desenlace fatal –y aún así esto no lo sabemos con certeza–, pero será simplemente alargar una agonía a la que estamos condenados de antemano. Como recordaba Michel Serres en relación con la ecología reformista –partidaria de ese famoso oxímoron que es el “desarrollo sostenible”–, nuestra situación se asemeja “a la figura de una embarcación que navega a 20 nudos hacia una barrera rocosa contra la cual, invariablemente, colisionará, y sobre cuya pasarela el oficial de guardia recomienda reducir la velocidad en una décima sin cambiar de dirección” (Serres, 1992, cit. en Latouche, 2009). Baste este dato: en las últimas tres décadas la humanidad ha consumido un tercio de los recursos naturales del planeta. Estados Unidos, con un 5% de la población de la población mundial, consume el 30% de los recursos naturales y genera el 30% de los residuos del planeta. Esto significa que si el American way of life se universalizara, necesitaríamos de 3 a 5 planetas para proveernos de los recursos necesarios. Y no estamos hablando sólo de petróleo y de gas natural. Estamos hablando de cobre, hierro, paladio, titanio, zinc, rodio y otros metales esenciales para la industria cuya demanda supera con mucho la oferta actual, una oferta que no podrá ser cubierta en las próximas décadas cuando los países emergentes comiencen a entrar de un modo aun más agresivo en los mercados de materias primas y de alimentos.
2. ¿Por qué fracaso social? Porque en un sistema que supuestamente genera tanta riqueza tan deprisa, la injusticia se acelera al mismo ritmo que los beneficios. Mucho antes que Pikkety, el economista holandés Jan Pen ofreció en su libro Income Distribution (Pen, 1971) una imagen poderosa de ese fracaso social con lo que llamó el desfile de los salarios (cf. Gráfico 2).
Imaginemos que la altura de la gente fuera proporcional a sus ingresos anuales. Supongamos que una persona con un ingreso promedio midiera 1,70 metros. Ahora imaginemos que toda la población adulta de un país capitalista desfilara delante de nosotros durante una hora, en orden ascendente de ingresos (y de alturas). Pen analizaba el caso del Reino Unido, pero es fácil proyectar su análisis sobre la economía mundial. ¿Qué ocurriría en ese caso? Los primeros en pasar delante de nosotros serían los endeudados, tanto particulares como empresas con pérdidas. Estos serían invisibles: sus cabezas estarían bajo tierra. Luego vendrían los desempleados y los trabajadores pobres, que serían enanos incluso tomando como referencia la media de ingresos salariales. Después de media hora de estar pasando gente ante nuestros ojos, la altura de los que desfilan sólo nos llegaría hasta la cintura. Se tarda casi 45 minutos antes de que empiecen a pasar ante nuestros ojos las personas de tamaño normal. Sólo entonces, en los minutos finales, llega el turno de los gigantes. A falta de seis minutos para el final del desfile la altura de los que desfilan alcanza los 3,5 metros de altura. A medida que se acerca el final la altura se dispara. Basten unos ejemplos cercanos: el salario de Emilio Botín (no su patrimonio, simplemente su salario anual) le haría tener una altura de 250 metros. César Alierta alcanzaría un kilómetro. Cristiano Ronaldo alcanzaría una altura de 3 kilómetros. De un sistema que distribuye de esta manera tan desigual la riqueza que genera cabe decir sin paliativos que es un sistema que socialmente ha fracasado.
Gráfico 2. Ilustración de “el desfile de los salarios” (J. Pen, Income distribution: facts, theories, policies)
3. Y por último, ¿por qué fracaso individual o personal? Porque, incluso si tenemos la suerte de encontrarnos entre ese privilegiado grupo que alcanza los 1,70 metros de altura, en un sistema que cifra su felicidad en procesos de adquisición lineales, no importa cuánto ampliemos nuestro concepto de necesidad, éstas siempre habrán de quedar insatisfechas. No se trata de filosofía de la sospecha: se trata de prestar oídos a lo que Charles Kettering, directivo de la General Motors, formuló ya en 1927 para fundamentar el sistema económico en que vivimos: “La clave para la prosperidad económica consiste en la creación organizada de un sentimiento de insatisfacción”. En otros términos: cifrar nuestra felicidad o autorrealización en las promesas que nos ofrece una sociedad de consumo es condenar esa felicidad o autorrealización a un irremediable fracaso.
Aristóteles sabía que para alcanzar la felicidad (esa eudaimonía cuya mejor traducción sería precisamente “autorrealización”) era necesaria una cuota de bienestar material mínima. Lo que algunos investigadores sociales han descubierto al intentar cuantificar esa riqueza material es que, sorprendentemente, el umbral por encima del cual se puede empezar a ser feliz es relativamente bajo (Baucells y Sarim, 2012, 32). La investigación cifra en 20.000 dólares (unos 15.900 euros, poco más de 1.000 € al mes) los ingresos mínimos anuales para poder ser feliz. A partir de esos ingresos se produce una curiosa desproporción entre el aumento de poder adquisitivo y el aumento de la felicidad: necesitamos mucho, muchísimo dinero, para sólo ser muy poco más felices. Ese dinero se paga en tiempo, un tiempo que detraemos a los nuestros: a nuestras esposas, esposos e hijos, a nuestros amigos y, no pocas veces, a nosotros mismos, obsesionados como estamos por aumentar la productividad económica individual y colectiva. Es verdad, como dice el eslogan, que Time is Money, pero a menudo se olvida que su conversa no es cierta: Money is not Time. El dinero no nos permite comprar tiempo y es tiempo –vale la pena recordarlo– la sutil materia de la que estamos hechos. Todo el dinero del mundo no le garantiza a nadie ser más justo, más libre, más respetado y ni siquiera ser más feliz. Si el humanismo tiene hoy algún sentido ha de ser el de recordarnos precisamente que son esos valores (justicia, respeto, libertad y felicidad) la única productividad que merecería la pena seguir ampliando indefinidamente.
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Luis Arenas es profesor titular habilitado en el área de Filosofía (2006) y en la actualidad profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad de Zaragoza. Es autor de las monografías Fantasmas de la vida moderna. Ampliaciones y quiebras del sujeto en la ciudad contemporánea (2011) e Identidad y subjetividad. Materiales para una historia de la filosofía moderna (2002), así como la edición del Discurso del método, de Descartes (1999). Asimismo es coeditor de diversas monografías colectivas como Planos de [Inter]sección. Materiales para un diálogo de filosofía y arquitectura (2011), El legado filosófico del siglo XX (2005), El retorno del pragmatismo (1999) y El desafío del relativismo (1997).
Este artículo es el noveno de una serie dedicada a la actualidad e inactualidad de Marx que publicamos los primeros jueves de cada mes:
Marx en red. (El origen de la religión verdadera), por Ignacio Castro Rey
¿Es el capitalismo inmoral? La mirada de Marx, por Félix Ovejero Lucas
Dónde hallar nuestro lugar (por qué sigo siendo marxista), por John Berger
Cinismo, nihilismo, capitalismo, por Jorge Álvarez Yagüez
Hablar de la revolución es por esencia reaccionario. Apotegmas sobre el marxismo, por Anónimo (Comuna Antinacionalista Zamorana)
Mirando hacia Marx sin ira, por Xenaro García Suárez
Marx y el espejo de la producción, por Jean Baudrillard
Reconsiderando a Marx, por Antonio Escohotado