Comienzo a escribir mientras aún sigue la batalla. Como un barómetro de la esperanza humana, desde el bar de la esquina -seis pisos más abajo- me llegan voces, gritos, aullidos de disgusto, exclamaciones aisladas en los tiempos muertos, gritos en las situaciones de peligro, aplausos tensos que libera alguno, ¡uyyyyyyys…! doloridos, más aplausos… En la televisión panorámica del Bar Santos, se está viviendo por televisión el partido España-Alemania de las semifinales del mundial de Futbol. Algún ¡ole! suelto, ¡aghhhhhhhhh!, ¡uy!; y de nuevo el silencio.
Mi barrio y probablemente toda España (¡penalty! grita un vecino desde la terraza de su casa. Un ¡aaaaaayyyyyyyyyyyyyyy…! colectivo, y aplausos que se arrancan; nuevos quejidos, más aplausos destemplados,) está viviendo el partido de futbol, aunque no lo esté viendo. Con este golpe de calor, las ventanas y balcones se encuentran abiertos, todo se escucha desde el interior de las casas, hasta el paso del aire; no queda nadie ajeno a lo que está sucediendo en Sudáfrica, en torno a una pelota de cuero, (o probablemente de algún material sintético, inventado por japoneses, que habrá superado al primero,) de cuyas vueltas depende la primera conquista española de un mundial de fútbol. El premio Nóbel del noble arte del balompié, bien entendido.
Silbidos. Aplausos nerviosos, y ¡Yo soy español, español, español! comienza a cantar el público del Santos, enfebrecido desde su pequeña peña, porque el futbol si no se ve en el campo, hay que verlo en el bareto, el café o la taberna, para compartir los nervios y los goles colectivamente. Silbidos acompasados. Entusiasmo, silbido solista, abucheos de fondo…
– ¿Habrá marcado Alemania, consiguiendo el temido empate?
No, todo lo contrario, el árbitro ha debido pitar el final del partido, y la Selección Española ha debido vencer al mítico equipo germánico, para pasar por primera vez a la Final de un Mundial de Fútbol. Como un reguero de pólvora, la victoria comienza a mover su eco por todo el barrio, con su gran cola de dragón chino, al tiempo que estallan los primeros cohetes por encima del horizonte. Las trompas comienzan a bufar agudamente como llamando al alma de todos los búfalos que dormitan bajo el subsuelo madrileño. Suena ahora la trompa grave, el repique de cohetes, y un corifeo eufórico y exaltado, proclamando el triunfo de la Selección Nuestra, con unas sentidas palabras, que ya nadie escucha, porque todos gritan y cantan: ¡Qué viva España!
En la calle se golpea una valla, silbatos, trompas y petardos; la traca de los coros cantando y repicando por una calle y por otra más distante. El largo sendero sonoro ¡Qué viva España! va recorriendo el centro histórico camino de la lontananza, buscando reunirse con las salvas y cohetes en la distancia.
Una vez que la victoria está segura y en la mano, la calle respira más tranquila y silenciosa, apenas un leve murmullo de voces distantes. En primer plano se oye algún ¡oé, oé, oé, oé! con sus cuatro pegadizos tonos; lo debe ir cantando algún español -o algún aficionado a España- que acaba de terminar su última cerveza, y regresa a casa, contento, solitario, y con el inexplicable sentimiento de haber ganado algo.
Siseos, rumores lejanos…, España está tranquila y satisfecha; sólo en estos trances se siente una sola, la de la victoria en el deporte. ¿Qué sucederá el próximo domingo? ¿Quedará algún español libre –aunque no sea aficionado al futbol- de este infarto colectivo, y esta conmovedora esperanza?