Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoPalabras, imágenes, misteriosos goces

Palabras, imágenes, misteriosos goces


[Me lo envía Alfonso Armada] «¿Nace la palabra de la imagen y, a su vez, la imagen nace de la palabra?» Con esta pregunta, tan solo en apariencia retórica, comienza el breve texto de presentación de un coloquio, programado por Radio 3, que será emitido en directo mañana, primero de abril, desde el Museo del Prado. ¿Nace la palabra de la imagen? Por supuesto que sí. ¿Nace la imagen de la palabra? Voy a dejar que sea Enrique Vila-Matas quien responda:

«Lo mejor de escribir mi libro no fue escribirlo sino descubrir que existe realmente el placer de leer, descubrir a los otros, preguntarse cómo es posible que los signos sobre una tabla de arcilla, los signos de una pluma o de un lápiz puedan crear una persona —una Beatriz, un Falstaff, una Anna Karenina— cuya sustancia excede en su realidad, en su longevidad personificada, la vida misma.»

[El libro que mencionaba era el de sus bartlebys; el texto, publicado en 2000, se titulaba «Un tapiz que se dispara en muchas direcciones» —como el de Las hilanderas, pienso.]

Por supuesto que las palabras de la literatura, las que llegan a eclosionar en nuestras tripas, suscitan, igual que pudiera hacerlo un dibujante con su carboncillo, seres vivos —Pienso en la Andrea de Carmen Laforet, en el viudo Santomé de La tregua, en el el tímido Jakob von Gunten o en el incomparable Sócrates de El banquete. Y por qué no abandonarme recorriendo los Campos de Níjar, o buscar esa casa «que en otros climas no necesité», en cualquier pueblo junto al mar de aquel «viejo país ineficiente» de Jaime Gil de Biedma. Palabras que devienen imágenes en la conciencia de cada cual. ¿Y no se trata acaso de un camino de ida y vuelta? ¿No hay imágenes que nacen de las palabras? Decir Antiguo Testamento o Metamorfosis de Ovidio es casi tanto como decir Museo del Prado. Aunque si tuviera que elegir las más hermosas palabras del museo me quedaría en El Escorial, en una fría y clara tarde de mediados del siglo XVII.

Peter Paul Rubens. La Sagrada Familia con santa Ana (h. 1630). Museo Nacional del Prado, Madrid.

La joven madre parece ausente, pero es evidente que está, aunque no podamos saber dónde. Puede que esté pensando en la visita de aquel ser de luz que cambió su vida —¡casi dos años ya!—, pero también es posible que esté recordando una conversación con su mejor amiga, o tal vez soñando, como cualquier otra joven madre, con un futuro hogar para ese piececillo gordezuelo… —para este enredador que hoy parece haberla tomado con la cinta de mi pelo ¡ay, nene!

María es feliz. El brillo de su mirada perdida es tan elocuente —tan «en sí»— que a su lado cualquier otro gesto se disolvería como un azucarillo en agua caliente. Ahora mismo no necesita ver nada —y mucho menos aún contarnos nada—. Está recogida en esa almendra de luz que la envuelve junto al niño, sintiendo la pequeña mano cálida en su seno, respirando la suavidad de esa piel nueva, palpando el blando y minúsculo contorno, abandonándose…

—¿Pero es posible que ni siquiera después de mamar se pueda estar quieto este diablillo? Es Ana, la abuela. Delicadeza natural de madre experta que hace de sus brazos un nido, un pequeño ámbito para dar cobijo a lo que más ama: sangre de mi sangre… Son ellas, las abuelas, las únicas que de verdad conocen el profundo sentido de estas palabras.

—¿Cómo es posible que esto me esté pasando a mí?
José, hombre de pueblo, está más perplejo que divertido. Aunque se sabe demasiado viejo para semejante prodigio, siente como el roble de su alma se ablanda, se rejuvenece. La mano callosa cubre su boca como si quisiese recoger hasta el aliento… incluso hasta el pensamiento.
—¡Que nada perturbe el milagro!
Ante sus propias narices de carpintero —¡serrín hasta en los mocos!— lo insólito sigue vivificándose. El pobre José no da crédito:
¿Pero cómo me puede estar pasando algo así?

*     *     *

En la galería central del Prado, a un par de metros del cuadro, una luz de invierno arrebola los rostros de la madre y el niño. Es una luz dorada que hace que todavía parezcan más suaves y hermosos. Me dejo invadir por ella mientras el cuadro comienza a abrirse, extendiendo entre nosotros una especie de túnel, luminoso y acogedor… ¡Qué belleza! Desde El Escorial, atravesando los campos y los siglos, me alcanzan unas palabras que guardo en mi memoria: «No le mira ninguno que no sienta en su corazón extraordinario gozo». Corría el siglo XVII. Hacía frío en el Capítulo del Prior, calor en el corazón del monje jerónimo.

[«Gozo», diciembre de 2020]

 

 

 

Más del autor

-publicidad-spot_img