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Palabras más, palabras menos

Aunque en la prórroga, he aprendido algo durante la pandemia: la filosofía está bien, pero saber arreglar un enchufe o desatascar una tubería es ya la hostia. Un grifo que gotea, un sofá que conviene volver a tapizar, un cajón que ya no se cierra bien; las averías domésticas se multiplicaban, y yo solo constataba mi falta de recursos ante el asedio. Cuánto tiempo perdido leyendo columnas de actualidad; cuánto me gustaría poder decir: «No hay problema, eso lo arreglo yo en un momento». Dios mío, vello de punta.

El fin de semana pasado fui al campo a visitar a mis padres. Ellos siempre tienen cosas que hacer, y yo nunca sé muy bien cómo echar una mano; tan solo espero la hora adecuada para acercarme y preguntarles: «¿Unas tapitas?». Afortunadamente, les he caído en gracia. Intentaron que fuera un hombre de provecho, pero me obstiné en sublimar la nada, que es una cosa que solo sirve para amenizar las sobremesas.

El sábado, mi padre cogió una mesa plegable para apoyar las cervezas y cortar el salchichón, y al desplegarla no se dio cuenta de que se le había caído un tornillo. «¡Esta es la mía!», pensé, y me lancé a por la pieza. Sabía cuál era el hueco en el que debía introducirlo, pero inocentemente me creí capaz de ajustarlo con mis propias manos (la valentía de la ignorancia no conoce límites). «No, hombre, no», me dijo, y me trajo un destornillador. Casi logro hacer algo por mí mismo. Otro día que tampoco.

Después, al sentarnos, reparé en la camiseta que se había puesto para estar cómodo mientras pintaba un mueble viejo: era del Partido Comunista. Me llamó la atención, porque él nunca ha tenido nada que ver con ningún partido ni con el comunismo. Por un momento pensé que lo peor había ocurrido; es decir, pensé que había dejado de ser un hombre de hechos y se había dejado seducir por la ideología. Habría sido la primera vez que la política influía en su comportamiento —nunca han conseguido imponerle nada a través de esa ordinariez pretenciosa de que lo personal es político—.

«¿Y esa camiseta?», pregunté, y tuvo que estirarla y hacer un esfuerzo para ver cuál llevaba. «¡Ah, sí! Esta me la regaló Camacho», me dijo sonriendo, y eso es lo más cerca que estuvimos de conversar sobre asuntos políticos, pues el único sentido de aquella prenda era el de recordar a un amigo que ya no está. Hablamos de viajes, de reuniones de amigos y de la visita que don Quijote hizo a Montilla para correrse una juerga flamenca. Afortunadamente, sigue siendo de hechos, no de ideología. Lástima que no haya heredado esa faceta suya, porque con palabras no voy a cambiar la bombilla que acaba de fundirse.

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