La campana del recreo y los gritos de los críos suenan igual en un colegio del neoyorquino barrio de Harlem que en cualquier otro de Estados Unidos; pero un niño negro y pobre que haya nacido allí tiene un 33% de probabilidades más de ir a la cárcel que otro blanco de familia acomodada que haya venido al mundo en el resto del país. También tiene, frente a sus vecinos de unas calles más abajo, el doble de posibilidades de figurar en las listas del desempleo; y triplica las de pertenecer al 60% de los negros estadounidenses que dejan la escuela. Además, aspirará a trabajos por los que obtendrá menos sueldo; recibirá más malos tratos y tendrá más posibilidades de ser obeso, porque la gordura no es sólo un problema de ricos.
Las estadísticas continúan, siempre en el mismo sentido: el niño negro y pobre de un barrio como Harlem parte con desventaja; incluso en datos, a primera vista tan peregrinos, como el número de palabras que oirá en sus tres primeros años de vida: treinta millones menos que uno blanco.
Sin embargo, de esas cifras, cambiar una, precisamente la última, la cantidad de palabras que captarán sus oídos desde que nazca hasta que cumpla los tres años, puede ayudar a modificar todas las demás. Es lo que se conoce como la estimulación precoz: una palanca que, según filólogos, psicólogos y pedagogos, moverá la educación de los niños pobres en los países ricos y les permitirá salir, a gran escala, de la miseria.
De esa opinión es, por ejemplo, Geoffrey Canada, un hombre negro y licenciado en Harvard, que intenta mover el mundo que le rodea; el de Harlem, precisamente.
Canada es el fundador de una escuela experimental en algunos aspectos, pero tradicional en otros, conocida como Harlem Children’s Zone, con la que ha recuperado el espíritu de la Ilustración en la escuela; es decir, la educación como eje para mejorar a las personas y con ellas, la sociedad y nuestra vida.
En lenguaje burocrático, Harlem Children’s Zone se podría llamar “sistema integrado de servicios educativos”; aunque, menos convencionalmente, sus propios responsables lo definen como “una red de seguridad tejida tan fuerte que los niños no pueden resbalarse fuera de ella”; una red que los acompaña desde la cuna hasta las puertas de la universidad.
Sí, porque la idea de Harlem Children’s Zone es no desamparar al niño en ningún momento; no dejarlo solo al pairo de corrientes y tormentas; entre ellas, las de la propia familia, la calle o la situación económica.
Se trata, pues, de una tarea de gran envergadura, que comienza cada verano en los alrededores de la calle 125, donde está el principal centro de Harlem Children’s Zone; muy cerca de legendarios lugares del barrio, como el Teatro Apollo, hasta ahora una de las escasas puertas de salida de la pobreza por la que se colaron algunas reinas del jazz, como Ella Fitzgerald o Billie Holiday, o padrinos del soul, como James Brown. En los meses de agosto y septiembre, empieza a desarrollarse uno de los aspectos más experimentales de este colegio. Antes de que suene la campana que anuncia la vuelta a las clases, los maestros de Harlem Children’s Zone salen a recorrer las inmediaciones del centro en busca de parejas a punto de tener un hijo con el objetivo de enseñarles a ser padres, tal y como explica Paul Tough, autor del libro “Whatever it takes” (cueste lo que cueste), en el que recoge el seguimiento que durante cinco años ha hecho de esta “experiencia única”.
Pero para comprender por qué y en qué es necesario educar a los padres, antes conviene remontarse un poco en la historia y retroceder hasta 1979. Ese año, Betty Hart y Todd Risley establecieron la importancia del estímulo precoz del lenguaje, tras un estudio que les permitió observar que a los 36 meses un niño de una familia acomodada había oído treinta millones de palabras más que uno de una familia pobre. Hart y Risley entendieron que esas palabras servían para el rodaje de nuestro sistema de comunicación y expresión; una especie de puesta a punto que necesita el cerebro para manejar nuestra relación con los demás y comprender mejor nuestro entorno. La investigación se completó, además, con otros descubrimientos. Por ejemplo, que, en esos tres preciosos años, los niños de clase media reciben alrededor de medio millón de palabras de estímulo o apoyo y dieciocho mil de desánimo; una proporción que casi se invierte en los niños pobres, ya que escuchan unas dieciocho mil palabras de aliento y doscientas mil de desánimo o desaprobación.
Ambas experiencias, la del número de palabras y su cualidad, hacen que los niños pobres partan con dos desventajas más: la de tener menos preparado su sistema comunicativo y la de estar desmotivados; lo que se traduce en la necesidad de un mayor esfuerzo durante su desarrollo educativo; un esfuerzo extra que, normalmente, influye en el abandono escolar.
Hace más de veinte años, Geoffrey Canada tuvo acceso a esa información y la conjugó con su propia experiencia. Nacido en el sur del Bronx, un barrio similar a Harlem, Canada superó la miseria gracias a los sistemas de protección social y a una educación pagada con becas. La conjugación de su experiencia, académica y personal, con el conocimiento proporcionado por el estudio de Hart y Risley le permitió comprender la necesidad de idear un sistema educativo basado en la estimulación precoz del niño pobre, prácticamente, desde el día de su nacimiento. También le hizo ver que, para ello, era necesario implicar a los padres, pues son las personas que están más cerca de él, especialmente durante esos primeros tres años de vida.
De ahí la necesidad de salir cada verano a explorar los alrededores de la escuela en busca de futuros padres, o padres de recién nacidos, con el objetivo de enseñarles a ser padres y mostrarles cómo educar a sus hijos, a pesar de que ellos, en la mayoría de los casos, no tuvieron la oportunidad de adquirir estos conocimientos y abandonaron las aulas.
En la Escuela para padres de Harlem Children’s Zone, donde los cursos tienen una duración de nueve semanas, dos ideas son básicas, como cuenta Paul Tough. La primera, la lectura a los niños para que oigan el mismo número de palabras que sus pares de clase media. “Leed en voz alta a vuestros hijos; leed a los niños por las noches”, les recomiendan una y otra vez los profesores, como si fueran el mismo Hamlet de Shakespeare cuando dice: “Palabras, palabras, palabras.”
La segunda idea fundamental es enseñarles que el mejor método disciplinario no es la bofetada sino hablar al niño, mostrarle la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal mediante la palabra, su significado y su entonación. “Una de las cosas más desalentadoras es la forma en que los padres se dirigen a los niños y les imponen la disciplina, tratándoles de forma pasiva e imponiéndoles que se muevan a su orden”, explica Canada.
Tras ese primer periodo lectivo, la Escuela para padres se amplía durante tres años más, con clases cada sábado, para aquellos progenitores cuyos hijos han tenido la suerte de entrar en el colegio, a través de una lotería que en 2009 ganaron 11.500 niños, pero que cada año intenta acoger a un mayor número. La previsión es alcanzar las cifras de 15.000 estudiantes y 7.000 adultos en 2011; lo que depende de lograr reunir un presupuesto que, para este curso, ha sido de cuarenta millones de dólares; es decir, de unos 3.500 dólares por alumno, una cantidad parecida al de otras escuelas de la ciudad.
Para Canada: “Los principios rectores del proyecto son el apoyo a los pequeños desde la edad más temprana posible y la creación de una masa crítica de adultos a su alrededor que entiendan lo que conlleva ayudar a un niño a tener éxito.”
De ahí que, además de la Escuela para padres, Harlem Children’s Zone haya creado centros de apoyo a las familias en los que se da desde asistencia psíquica y sanitaria hasta asesoría fiscal, pasando por consejos sobre la dieta. Además, los edificios que albergan la escuela se convierten también en centros cívicos y sociales y desarrollan programas destinados a evitar el envío de menores a casas de acogida.
Mientras se enseña a los padres a ser padres, los hijos empiezan su recorrido educativo, en lo que es el apartado tradicional de la escuela, que va desde la guardería hasta la educación primaria, la secundaria y el bachiller. Un recorrido que se complementa con actividades extra escolares, pero que de las que se desarrollan dentro de la misma escuela para reducir el tiempo de exposición de los niños a la calle, donde corren el peligro de caer en la delincuencia, en la adicción a las drogas o en ambas. La red de seguridad que señalaba Canada se va tejiendo así en torno al estudiante con el objetivo de mantenerlo a salvo el mayor tiempo posible.
Hasta el momento, Harlem Children’s Zone es un éxito de tal magnitud que ha llamado la atención de los responsables de Educación de EEUU. Durante los últimos cinco años, la escuela ha mejorado sus índices de excelencia en muchas materias; por ejemplo, ha logrado que el 100% de los estudiantes de ocho años tengan mejores notas en Matemáticas que el resto de sus compañeros del estado de Nueva York.
Unos resultados tan brillantes que el economista Roland Fryer, de la Universidad de Harvard, cree que han permitido a los estudiantes negros de Harlem Children’s Zone superar la diferencia con sus compañeros blancos de ese Estado de la costa Este estadounidense. Incluso, el presidente del país, Barack Obama, se ha mostrado sorprendido por los logros registrados y ha prometido exportar la experiencia a veinte comunidades del resto de EEUU, a través de un programa que ha denominado Promise Neighborhoods (barrios con futuro), para el que ha destinado un presupuesto, más bien escaso, de diez millones de dólares en 2010.
Mientras llegan esas escuelas, los padres de los niños con menos medios tienen, al menos, una misión por delante, la de leer a sus hijos palabras, palabras, palabras.