Para cruzar a nado la frontera de Marruecos a Ceuta tuvo que abandonar en el monte las diez libretas en las que describía los dos últimos años de su viaje. Cuadernos de colores, de esos que utilizan los niños para la escuela, aunque él dejase la infancia atrás antes que los demás chicos. Mohamed Sani salió de su país natal, la República del Chad, cuando tenía 16 años. Quería aprender, quería escribir y quería, como su hermano, convertirse en periodista. Llega a la cita con un día de antelación y sin avisar. Como presentación, una carpeta de plástico de color violeta, papeles y La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, uno de los libros que le ha prestado Rocío, trabajadora del CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes), donde reside desde hace nueve meses.
Antes de emprender su viaje, era un adolescente al que le gustaba la escuela, pero que odiaba que le sacaran de ella para enseñarle a usar armas. Por eso un día, huyendo de la revolución, decidió salir de Moundou y empezar a andar. Se dejaron una puerta abierta, eran las dos de la madrugada y la mayoría de sus compañeros dormía. Se subió a un coche con unos amigos y después cruzaron un lago. Llegaron hasta Níger. Allí se separaron. Aquella fue su primera frontera.
El escritor Lahchiri Mohamed busca en sus libros que el lector español “conozca mejor” al musulmán ceutí y al individuo marroquí. La valla de seis metros de altura que separa Marruecos de Ceuta y a través de la que transitan miles de personas cada día se convierte en el icono a traspasar también a la hora dejar constancia de unos versos. La monarquía autoritaria del país vecino frente a la democracia española. El modo de huir sin olvidar el pasado. La forma de reinventarse en aras de la libertad. Ceuta sabe abrirse al mundo, pero a menudo lo oculta.
Ya no es un niño, pasa los cincuenta. Pero en aquella época sin fronteras mentales empezó todo lo que hoy fluye. Lahchiri Mohamed estaba trabajando para la prensa marroquí cuando le encargaron traducir Preguntitas sobre Dios, de Atahualpa Yupanqui. “Era comprometedor y eliminaron parte de los versos”, recuerda:
Hay una cosa importante
más importante que Dios
y es que nadie escupa sangre
pa que otro viva mejor.
Sin embargo, “el golpe más duro” lo recibió del Ministerio de Interior de Marruecos en 1983 o 84, cuando trabajaba como redactor en la revista literaria Attakafa al-Jadida, con los poetas Mohamed Bennis y Abd Al-lah Rajea y los escritores Mustafa Mesnaoui y Mohamed el-Boukri. “El semanario francés Le Monde Diplomatique había publicado un dossier sobre las actividades culturales en Marruecos y habló en términos muy elogiosos de Attakafa al-Jadida y de otras revistas literarias. El Ministerio del Interior las prohibió todas de un plumazo y nos dejó sin revista”, explica. “Fue duro, muy duro”, recuerda. “Eran los tiempos del todopoderoso Hassan II y su ministro de Interior Driss Bassri. Sentí mucha rabia y sobre todo mucha decepción porque estaba muy contento de trabajar en una revista –casi no me lo creía, yo, que venía de Ceuta, del Príncipe Alfonso–, entre la flor y nata del mundo de la cultura de Casablanca. Sentía que trabajar ahí era un gran éxito en mi labor de aspirante a escritor en lengua árabe. Luego estuve en la revista palestina Al Karmel, que dirigía el poeta Mahmud Darwish, para la que traduje, entre otras cosas, la obra teatral de Rafael Alberti Noche de guerra en el Museo del Prado y el libro de Eduardo Galeano Días y noches de amor y de guerra. Trabajar en Al Karmel fue como un consuelo”, recuerda.
Para Francisco Sánchez Montoya, uno de los investigadores más prestigiosos de Ceuta, convivir con una cultura como la marroquí no condiciona en absoluto su forma de escribir. Él busca perderse en el pasado y contárselo a sus coetáneos. Escribe para y por Ceuta. “Para mí, Marruecos no tiene ninguna influencia, investigo y escribo sobre los temas que deseo sin pararme a pensar qué país tengo al lado”. Sin embargo, no se puede ser impasible al transcurrir diario. Aunque la frontera, latente en la ciudad, masticada en la boca de todos, sea invisible al echar la vista atrás para los ojos de este estudioso de la historia.
“Yo escribo por una necesidad personal de saber más sobre la ciudad. Siempre digo que la investigación tiene que apasionarte, porque si no es imposible estar noches, madrugadas, viajes a la península…”.
Aunque Mohamed Sani no sabía cuánto duraría su viaje, estaba convencido de que encontraría en él lo que buscaba. El camino, como la escritura: un lugar de encuentro y aprendizaje. Cruzar el desierto fue lo más difícil. “Guardo muchos recuerdos horrorosos pero siempre pensé que iba a llegar”, rememora. “Aunque cuando salí de mi país no tenía claro a dónde quería ir, sólo avanzaba con la esperanza de que tendría un sitio donde tranquilizarme y estudiar. No sé si España es el sitio pero intentaré hacer todo lo que pueda”. España se convirtió en su esperanza. Pero de la ilusión a la agonía a veces basta un minuto, o una crisis.
Era casi un niño, como lo es ahora, estaba sólo en Níger y tenía un único deseo: aprender, seguir estudiando. En su país lo habían adelantado de curso por tener un nivel superior y contaba con el certificado equivalente a la selectividad. “No había nadie para ayudarme y no pude seguir mis estudios”, recuerda de su etapa en Níger, donde vivió dos años. Pero encontró la manera de sobrevivir, ayudando a un hombre en las tareas del campo y de la casa, a cambio de alojamiento. “Yo tenía solo un sueño, encontrar a alguien que me ayudara en mis estudios, a veces cuando no trabajaba la tierra iba al mercado para conseguir trabajos y así me pagué cursos de informática”, explica.
Hasta que un día, la vida de Mohamed Sani se truncó de nuevo. El señor para el que trabajaba falleció y su mujer le obligó a trabajar más duro. “Ella no me trataba bien, y como tampoco encontré otra familia que me acogiera, me fui a Argelia”. Sobrevivió seis meses huyendo y escondiéndose de la policía, rapiñando del mercado algún alimento y comprando cuadernos con el poco dinero que reunía. Cuando no aguantó más, cruzó a Marruecos.
En el país vecino vivió durante dos años. “Allí tampoco podía estudiar. Cuando la Policía nos cogía nos llevaba al desierto, en la frontera con Argelia. A mí me llevaron cinco veces”. Cuando no estaba en el desierto, vivía en el bosque, ese monte áspero donde siguen escondidos muchos inmigrantes a la espera del oportuno asalto a la tierra prometida, con pocas esperanzas más que un día de niebla. En uno de esos montes fue donde decidió esconder las diez libretas que había acumulado. No era la primera vez que debía abandonar su pasado escrito. Lo mismo le ocurrió al cruzar otras fronteras. La mochila pesaba demasiado. Las palabras arañan las entrañas. “He dejado mi vida detrás, todo lo escrito”. En Níger, la mujer del hombre que lo acogió le quemó un día cinco de sus libretas. Esas las escribía a la luz de una vela, la misma vela que prendió sus recuerdos.
El 22 de diciembre de 2011, 57 inmigrantes se lanzaron al mar para nadar hasta la bahía del Tarajal en Ceuta. Era la primera vez que una entrada masiva sucedía al anochecer (hasta el momento, todas –a lo largo 2011 más de 1.300 inmigrantes llegaron a la plaza española en el norte de África- habían sido al amanecer). Entre los nadadores figuraba el aspirante a escritor. Era una noche oscura y al llegar a la orilla, pese a la presencia de la Guardia Civil y la Cruz Roja, se pusieron a cantar y a bailar. También a rezar, como le enseñó su padre, un imán musulmán.
En estos meses, Mohamed Sani ha aprendido a hablar español con bastante fluidez, aunque aún le da miedo escribir en nuestra lengua. “Cuando algo se presenta, lo cojo, me encanta estudiar, además estoy en una asociación, Elín, que me ayuda”, explica en su español recién adquirido. En Ceuta ha vuelto a hacerse con libretas y a escribir. Lo hace en francés porque dice que su lengua natal, hausa, es sólo oral. Aunque haya muchos libros publicados en hausa, sobre todo en Nigeria. “Al principio escribía poesía, pero ahora cojo un tema y escribo; por ejemplo, la empatía, y empiezo a escribir reflexiones sobre ella”. Últimamente también ha escrito sobre la inmigración: “Cuando es algo que has vivido, hay que contarlo”. Busca, con letras, los por qué.
Muchos compañeros del CETI, sin embargo, se ríen de él cuando escribe. Por eso quiere marcharse, pretende ir a la península, a alguna ciudad en la que pueda seguir estudiando, relacionándose con la gente y escribiendo. “Me gusta escribir porque es una manera de desahogarme. Tengo mucho dolor y hay veces que siento la necesidad de que salga, y la mejor manera es escribiéndolo; hay países en los que la gente no puede hablar de lo que pasa, por ejemplo del Gobierno, pero nadie puede impedir escribir”.
Lahchiri Mohamed destaca que, para convertirse en escritor, uno se hace primero lector –“de tebeos, de fotonovelas, de novelas del Oeste… y más tarde, de buena literatura: Balzac, Tolstoi, Dostoyevski, Chejov, Maupassant, Mahfuz…–, para después, “tras deshacerse de los pájaros que pueblan la cabecita infantil y adolescente (ser Tarzán, ser el pistolero más rápido con el revólver, ser Di Stéfano o Kubala)”, y una vez ha picado el virus de la buena literatura, ponerse a soñar con ser un escritor famoso, “tipo Hemingway con barba, o bajito y gordito con un buen puro en la mano, tipo Mario Puzo”. Sólo entonces llega la literatura. “Ser un buen lector conduce inevitablemente a soñar con ser un gran escritor”, añade.
En su caso, esa niñez de tebeos la asocia a Ceuta, a una época en la que los jóvenes de la periférica barriada Príncipe Alfonso soñaban con que instalaran un cine en sus calles. A los veinte años se fue a trabajar a Casablanca, como profesor de árabe. “Lo hice llorando, como un emigrante muy sentimental y durante casi todos estos años que viví en Casablanca trabajaba pensando en las vacaciones –de fin de año, de primavera, de verano, de la fiesta del cordero, del fin del Ramadán–, ahorrando y esperando dichas vacaciones, que pasaba todas en Ceuta”, recuerda. Por eso siempre vuelve en sus páginas a recordar la Ceuta de su niñez. “La mayoría de las historias que he publicado en español están relacionadas con la Ceuta de mi infancia y mi adolescencia (ahora mismo estoy preparando un nuevo libro de relatos, y la mayoría están relacionados con aquella Ceuta de moros, payos y gitanos, aquella Ceuta que ya no existe). Un importante novelista español, cuyo nombre no recuerdo, dijo en una entrevista que la infancia y la adolescencia son una mina inagotable para un escritor. Y en la primera página de mi libro Pedacitos entrañables reproduzco una sentencia que leí no sé dónde, pero que recuerdo perfectamente: La infancia es la patria del hombre”. La frase es de Rainer Maria Rilke. Una patria que le desdobló entre España y Marruecos, rompiendo con la infancia la frontera que no entiende la edad.
A principios de los setenta Lahchiri Mohamed publicó en la prensa de Rabat y Casablanca versos traducidos al árabe de Federico García Lorca, Miguel Hernández, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Atahualpa Yupanki; cuentos de Borges, Cortázar, García Márquez, Benedetti, Roa Bastos, Juan Rulfo, además de artículos y cuentos ceutíes en árabe. Una obra siempre caracterizada por la nostalgia.
Cuando Mohamed Sani se levanta cada mañana, lo primero que hacer es mirar a la pared y leer una frase que él mismo escribió hace tiempo y colgó en su habitación. “Me gustaría ser un pajarito para sobrevolar la tierra dejando sobre ella el perfume de la paz y del amor”, recita de memoria. La poesía ha sido el nuevo descubrimiento del joven inmigrante. En España ha leído a Lorca, a Miguel Hernández y a Pedro Salinas.
Ahora, ha trazado un nuevo plan, muy lejano a su mundo en Chad –al que no quiere volver–, pero al mismo tiempo lo más cercano posible: abrirse un blog en internet. Las nuevas tecnologías son otro modo de traspasar las fronteras.
La falta de un ordenador y de tranquilidad en un centro que comparte con cerca de quinientas personas no le ayuda. Pese a todo, está convencido de que en la escritura está su futuro. Ahora ha participado en un concurso de Cruz Roja en el que debía escribir un texto que resaltara la importancia de la integración de las personas inmigrantes desde una perspectiva cultural. “Hay que abrirse en la cultura del sitio donde se encuentra, no siempre esperar a recibir; no imponer la cultura a los demás, sino aprender de ellos”, escribió.
Pese a su integración, reconoce que en Ceuta se siente atrapado, que sus sueños se evaporan con la incertidumbre de estar en un lugar anclado del que no puede salir. “Siento como si mi vida estuviese parada, hay chicos de mi edad que están estudiando y haciendo cosas y yo siento que tengo mucho que dar y expresar, pero que siempre estoy en el mismo sitio”, reconoce. Eso le hace sentirse “preso”. “No me sale escribir como lo hacía antes”.
El viaje, físico e interior, de los personajes es el eje central de la novela Tratado del alma gemela, de Esther Bendahan. Nacida en Tetuán, pertenece a una familia sefardita y de pequeña se trasladó a Madrid. La autora visitó Ceuta este mes de septiembre para presentar este libro, con el que ha ganado la 23ª edición del premio Torrente Ballester. La novela relata un viaje por el norte de Marruecos en el que los personajes deben rescatar un Sefer Torá (copia manuscrita del Pentateuco) que dejó escondido una familia judía. “Más que la aventura, lo importante es el viaje interior que hacen los personajes”, destaca Bendahan.
En Ceuta, durante un acto organizado por la comunidad israelita, la escritora se dirigió a los asistentes y les explicó sus trucos a la hora de escribir, sus experiencias personales y los entresijos de su obra. Pero, además, en una ciudad como Ceuta, no podía pasar por alto un tema como las fronteras. A la pregunta de qué importancia tienen las fronteras y la interculturalidad en su escritura, Bendahan respondió: “Todo, pero no es de una manera voluntaria, es de una forma totalmente inconsciente. Hace poco estuve en una mesa en la que había varios escritores, todos de Marruecos, y uno de ellos leyó un relato que era la historia de unos judíos que volvían a Marruecos porque querían recuperar su casa. Ahí sentí que de verdad había una especie de retorno en mí, ya no sentía que era ni de un lugar ni de otro, sino que realmente hay un espacio para todo eso, una serie de memorias que se están cruzando. Sentí que fuera de las fronteras y de la política, la literatura podía encontrar una función muy importante que es romper esas fronteras”.
Patricia Gardeu es periodista. En FronteraD ha publicado Ceuta, puerta de Europa, El calidoscopio de Ceuta, Tienes madera de artista y, con Cristina Durán, Tío Alberto, el hombre que creó una ciudad para niños. Mantiene este blog