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Palacio tomado

 

Es imposible saber qué pasa por la cabeza del señor que da de comer a las palomas en la plaza Bolívar de Bogotá mientras el Palacio de Justicia arde y los soldados parapetados en los tanques entran y los muertos en camilla y algunos que han sobrevivido salen (doce de ellos hacia una muerte aplazada por un oasis de tortura en un cuartel del ejército que ha corrido a salvarlos). Es imposible descifrar tal misterio y, sin embargo, cuando veo la larga secuencia clavado en la butaca del Lincoln Center donde se estrena el documental colombiano ‘La toma’, tengo la certeza de presenciar un acto de absoluto rechazo de la realidad. El señor, no hay duda, es un loco que da de comer a las palomas de la plaza Bolívar todas las mañanas y que en ésta del 7 de noviembre de 1985 no ha visto nada extraordinario en el paisaje que le invite a suspender el ritual. La suma de su mirada sería una aberración cósmica en esa aculumación estadística que mucha gente explica, para no poner el pecho detrás de sus ideas, que es la verdad.

 

La verdad de las palomas es que el edificio que las recorta ha sido tomado por la guerrilla del M-19 y que luego el ejército colombiano, con el permiso del presidente Belisario Betancur o apenas con un ladeo condescendiente de los que se dan en los despachos donde nunca salpica la sangre, lo ha bombardeado, incendiado y asaltado ante la mirada estupefacta de un país y de los familiares de los rehenes, entre ellos, magistrados y trabajadores. Es un acontecimiento que, sin saber muy bien cómo llegó a fijarse en mi memoria, paseará a mi lado cuando camine por el mármol blanco del lugar y la escalera lateral y la Catedral a un lado y la Casa del Florero donde el ejército interrogó a muchos de los rehenes, a la que yo entré, una suave tarde de septiembre, seducido por un patio español y tranquilo.

 

Es septiembre y la tarde es suave y fresca y la plaza Bolívar está llena de palomas. El cielo va cargado, pero estar en Colombia me hace feliz. Pienso que hay demasiadas palomas y me muevo como un contorsionista entre proyectiles inexistentes. Acabo de tomar un chocolate caliente al que no me he atrevido a lanzar un pedazo de queso blanco. Es una plaza pequeña, en comparación a las del Zócalo, Ciudad de Guatemala o Esfahán, pero su tamaño engaña, pues parece más bien, un gigante apretado en un cubo de metacrilato en el truco final de un circo con poca suerte. El ágora imposible de un país donde la historia se cuece en una olla a presión.

 

Vuelvo a Nueva York, a la pequeña sala de un rincón de Nueva York y al hombre que alimenta a las palomas que esquivaré y luego, apenas unos segundos después, cuando la certeza empieza a perder su contorno, y las voces de los militares en las comunicaciones de ese día y la voz cristalina y sobria del escritor Héctor Abad Faciolince inundan de nuevo las paredes del cine, decido que el loco, por una sola vez y en su calidad de excepción insondable, no salvó la verdad, pero sí la cordura.

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