Cuenta el Antiguo Testamento que Abraham, muy entrado ya en años, oyó la voz de Yahveh, encomendándole partir de su tierra natal, la ciudad caldea de Ur, en el actual Irak. Abraham era un hebreo arraigado desde hacía varias generaciones en aquel país. En puridad no era ni judío, ni caldeo, ni nada, pues descendía de Noé y ya sabemos que éste fue el padre de toda la humanidad, no solo de los que siguen la ley de Moisés. Abraham es una figura legendaria, inventada o mejor dicho modelada, configurada, por los primeros exiliados judíos, en el siglo VI a. J., con la arcilla de sus sufrimientos y esperanzas. En aquel entonces, en tiempos de Abraham, antes de que existiese Babilonia, antes de que se destruyese por primera vez el templo de Jerusalén, antes de todo, en los inicios de los tiempos históricos, en un tiempo mítico-religioso, no debía de ser fácil dejarlo todo, cuando apenas existían ciudades y las pocas que había eran burbujas de seguridad. “Vete de tu tierra y de tu nación, de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Gén. 12,1), le conminó. Tenía que encaminarse con su familia a una tierra llamada Canaán, ese territorio situado entre el Mar Mediterráneo y el río Jordán, bendecido por la luz y los olivos, cuna de las tres religiones monoteístas. Cuando Abraham llegó allá, aunque era el país que le había indicado Yahvé, se siguió sintiendo extranjero y residente, como en Ur. Así lo aseveró a los habitantes de Hebrón, presentes en el entierro de su esposa, Sara: “Soy entre vosotros extranjero y huésped” (Gen, 23, 4). Shmuel Trigano, destacado sociólogo y estudioso de la civilización sefardí, nos recuerda que “extranjero (ger en hebreo) viene del verbo habitar (gar). Y, tiempo después, en el Éxodo, poco después de la salida de Egipto de Moisés, Yahvé les recuerda a los hebreos: « No oprimas al extranjero ; pues vosotros sabéis cómo es el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto”. El imperativo categórico, en la letra y el espíritu mosaico, es: «Respeta al extranjero porque tú lo fuiste, porque tú lo eres, de hecho». Somos extranjeros porque habitamos en un lugar; habitamos aquí porque somos extranjeros. Abraham es el exiliado que somos todos nosotros, palestinos e israelíes también.
Abraham e Ibrahim
Abraham es llamado por los musulmanes Ibrahim y venerado también como profeta. Abraham tuvo dos hijos: Ismael e Isaac. Del primero se cuenta que proviene el pueblo árabe y del segundo el pueblo judío. Según afirma la tradición, Abraham y su esposa están enterrados en la Tumba de los Patriarcas, precisamente en Hebrón, actual Cisjordania, ocupada por los israelíes. Antes de 1967, durante la administración de facto de Jordania, no pudo entrar en este edificio ningún judío. Desde entonces, desde la guerra de los Seis Días, los musulmanes sufren muchas restricciones para poder entrar. De Abraham, tenemos numerosas representaciones pictóricas, junto a los tres ángeles, de Agar, la madre de Ismael, otro exiliado, y de Sara, la madre de Isaac, y, sobre todo, del sacrificio de éste, pero de Abraham solo, andando, mirando el horizonte, tenemos pocas. Es difícil representar visualmente lo que sentía profundamente. En él convivía el residente y el extranjero. En su intimidad se hallaba, acuclillado, un extranjero, aquel Abraham que vivió en Ur, otro hombre que aquel en que se estaba transformando. Le miraba y le invocaba: “tú sigues siendo extranjero, pero eres ya otro. En ti habita un vacío. Hazlo fructificar. Haz de tu vacío un hueco acogedor”. La hospitalidad era fundamental para los pueblos del Oriente-Próximo. Eran y son hospitalarios todavía hoy en día, pese a los procesos de modernización, porque seguramente algo en ellos les dice que fueron nómadas, beduinos.
En el exiliado, falto de autoreferencialidad en clave de identidad (no es el que era ni sabe quién es, en realidad), se produce lo que llama Trigano, en su excelente ensayo Le temps de l‘exil (El tiempo del exilio), un “agujero” en su ser. Este vacío aletea, se agita en todos nosotros, aunque no lo sepamos, porque todos somos exiliados sin saberlo. Todos somos de aquí y de allá, sin que nada propio nos pertenezca en exclusiva, ni siquiera la lengua, que es un don y no una mercancía ni aún menos un coto vedado para una comunidad cerrada. La política contemporánea (no digamos el nacionalismo) tiende a ignorar esta brecha que nos constituye, esa letra escarlata de nuestra condición humana. No somos idénticos a nosotros mismos; somos más bien un conglomerado de fidelidades, no forzosamente coherentes. ¿Qué decir de los «pueblos»?
Este menosprecio, esta ignorancia política por la brecha que somos, es palmaria en la invasión brutal de Ucrania, en el secuestro espeluznante de israelíes por parte de Hamas, en la destrucción sin piedad de casi toda la población de Gaza.
El olivo talado
El historietista y reportero maltés, Joe Sacco, cuanta en su extraordinario cómic, titulado Palestina, ahora reeditado por Planeta, que cuando se dirigió en los años noventa a Hebrón, a la Tumba de los Patriarcas, fue acompañado por un viejo guía palestino. Estando dentro, a un paso del cenotafio de Isaac, unos colonos se encararon con el guía, maldiciendo el nombre de Mahoma. Uno de los guardias israelíes consiguió sacarlos salvo a uno que seguía erre que erre, burlándose del anciano. Joe se encaró con él: “¡es mi guía!”. Al final, una vez alejados del descerebrado colono israelí, sentenció el buen hombre humillado: todas las civilizaciones han pasado por aquí y “¿qué fue de ellos, eh? Desaparecieron”. De la Unión Soviética no queda ya nada, añadió. “Todos desaparecemos”, terminando con una alabanza a Mahoma. No quisiera contradecirle al guía, pero debo confesar que, en realidad, todo desaparece, pero también todo se acumula, se añade, se superpone, se mezcla, se transforma, brota de nuevo, pese a todo.
Hace ya unos veinte años, la jardinera jefa de San Sebastián decidió plantar un olivo, delante del edificio de la Equitativa, expuesto a los vientos que por el río vienen de la mar. Nadie pensó que podría crecer y ha crecido. Vaya que sí. Los olivos son árboles que me imponen mucho respeto. Tardan años en crecer. Pueden vivir siglos enteros. Vincent Lemire y Christophe Gaultier han publicado hace poco otro cómic extraordinario, Histoire de Jérusalem (Historia de Jerusalén). El primero es historiador y especialista solvente en la historia de Oriente Próximo. En este libro, denso y entretenido, se nos relata precisamente el baile incesante de civilizaciones que se han ido sucediendo desde hace miles de años en la Ciudad Santa. Lo relata un olivo milenario que vive enfrente de las murallas de la urbe. Las culturas y civilizaciones que se arraigaron en Jerusalén consiguieron poco a poco, pese a todas las invasiones, convivir y conocerse mutuamente, es decir, reconocerse todos como extranjeros y residentes. De la lectura de este libro, como dije en un tweet, he sacado algunas modestas conclusiones. En primer lugar, desde la destrucción del gran templo por los romanos (70), e incluso desde Alejandro Magno, la realidad cultural y religiosa de Jerusalén ha sido siempre plural, no solo judía. De hecho, desde su conquista por los musulmanes, primero en 637, y luego en 1187, los judíos han sido siempre una comunidad minoritaria, pero casi siempre respetada, hasta la Declaración Balfour, en 1917, que no contó para nada con la opinión de los llamados entonces árabes de Palestina. En segundo lugar, la historia de esta ciudad demuestra que allá donde había comunidades religiosas recién llegadas y poco aclimatadas a la convivencia propia del Oriente Próximo era donde podía haber conflictividad, fuesen cruzados, peregrinos fanáticos, integristas musulmanes o judíos europeos intolerantes. En tercer lugar, los préstamos, transferencias y mestizajes culturales y religiosos han sido permanentes. Los Macabeos, Saladino, Federico II y los otomanos fueron gobernantes, en líneas generales, ejemplo de respeto por el Otro, mientras que los cruzados se llevan la peor parte por su furia destructora.
Furia es precisamente lo que hemos visto, alucinados, a través de la televisión, desde el infausto 7 de octubre de 2023, fecha traumática para los israelíes porque es la primera vez que violan su frontera, además, de una forma tan terrorífica. Furia es lo que hemos visto, estremecidos, con la destrucción y devastación total de Gaza con la que ha respondido el gobierno extremista de Netanyahu. La furia vengativa no puede ser base alguna para una convivencia entre pueblos. Dice Sloterdijk que la cólera, en sus diferentes manifestaciones religiosas y políticas, ha sido desde la Biblia y la Ilíada una constante de Occidente, solo que en aquel entonces se cantaba la cólera de Aquiles y se loaba y se temía la cólera de Yahveh. Hoy en día —¿desde Hitler? ¿Desde Napoleón?— la cólera ha ido adquiriendo rasgos nihilistas. Ni se la canta, ni se la loa. Se la teme pero no por respeto o recogimiento, sino como simple motor de una cólera proferida, infligida, al otro, de mucho mayor calibre. Si se asesinaba a un cacique derechista, en algunas zonas de España, durante la Guerra Civil, los franquistas, cuando llegaban, asesinaban a tres más, a veces a diez más, simpatizantes de la República, «rojos» a aniquilar para los fascistas. A los once atletas israelíes asesinados en Munich, en los Juegos Olímpicos de Munich, Golda Meier respondió con la operación “Cólera de Dios”, gracias a la cual docenas de palestinos y árabes fueron asesinados en diferentes países del mundo, con total impunidad. El balance trágico de la cólera nihilista de Hamas, el pasado octubre, se ha visto multiplicado por más de diez, en Gaza, por obra y gracia de un Gobierno israelí que ha hecho de su Estado un Estado anómalo, incapaz de convivir en paz con sus Estados vecinos desde que existe, de respetar la más elemental norma internacional. Nihilista e insensato ha sido también su ataque a civiles gazatíes a los que han considerado los radicales israelíes simples alimañas, «animales», hormigas a las que bombardear indiscriminadamente.
Decía el gran historiador de las ideas, Reinhart Koselleck, que la historia está hecha por los vencedores, por los grupos dominantes. Sin embargo, esto solo es verdad a corto plazo, tal vez también a medio plazo, nos advierte. A largo plazo son los vencidos los que labran la historia, por la memoria que los convoca y los revivifica, por su resistencia, por la voluntad de hierro que solo el sufrimiento puede forjar. Algo parecido sostenía María Zambrano cuando señalaba que los victoriosos se dejan devorar, o ensoberbecer, por su victoria. Los judíos fueron durante muchos siglos, en líneas generales, los parias de la tierra más señalados (me remito a Weber y a Arendt). Probablemente, hoy en día los palestinos formen parte de ese triste palmarés de parias. Tal vez, el resentimiento de algunos padres de la patria israelí que quisieron edificar para ellos un Estado lo hayan focalizado en los palestinos, cuando en realidad lo habrían tenido que dirigir a los europeos, por no haber sido capaces éstos de convivir con los que no eran cristianos, por haberlos humillado, expulsado y, más tarde, exterminado. Los palestinos pacíficos son ahora los humillados de manera permanente desde 1948, los derrotados. Los israelíes y en general judíos que reprueban la ocupación de los territorios palestinos desde 1967, la destrucción de Gaza, la Nakba, como una suerte de pecado original del nacimiento de Israel sienten profunda vergüenza por lo que les ocurre a los cisjordanos y gazatíes. De ellos estará hecho un nuevo mundo por venir.
Hebras de olivo
Pocos árboles son tan duraderos como el olivo. Basta cuidarlos y criarlos como hijos, generación tras generación. Es el tesoro de los que poseen poco, por ejemplo de los palestinos. No hay cosa tan desconsoladora, tan desgarradora, como ver a unos soldados israelíes, sonrientes, talar olivos a los agricultores palestinos. ¿Cómo se puede ser tan cruel? Eso lo vemos en el cómic de Joe Sacco. Lo hacían frecuentemente como forma de represalia arbitraria, en los noventa. Lo siguen haciendo hoy en día diferentes grupos de colonos terroristas. El sionismo radical busca desde hace décadas aniquilar toda presencia palestina en lo que consideran su “propio” país, su espacio, no natural, sino teocrático. Arrasa con las viviendas palestinas, en Cisjordania y en Gaza desde hace varias décadas. Busca humillarlos permanentemente.
Juan Gutiérrez ha publicado hace unos cuantos meses un libro que recopila muchas de sus intervenciones, conferencias y artículos, desde 1985. La Paz Viva: Rutas y derroteros es su título y lo ha publicado la editorial Traficantes de Sueños, en Madrid. Es un libro que hay que leer pausadamente, rumiándolo. La paz no es solo ausencia de violencia, sostiene; la paz viva es aquella en que, como la madre con su bebé, con su hijo, se vierte amor de manera espontánea, pero, además, entre adultos desconocidos, allá donde nadie lo hubiera pensado, allá donde todo apunta a que las dos personas enfrentadas sean enemigas. El proyecto de paz que ha alumbrado de manera colectiva ha mostrado múltiples formas de hebras de paz, en la Guerra Civil, en el País Vasco, en Colombia…Hay israelíes que han ayudado y que siguen ayudando a palestinos en dificultades. Hay palestinos que colaboran con israelíes. Son pocos los que tejen lazos de solidaridad, de cooperación, de creación y meditación conjunta. Pero de ellos saldrá un futuro esperanzador en el que las hebras de olivo, las ramas acogedoras de este árbol, generador de vida para las culturas mediterráneas, cubran toda esta tierra de Canaán, que es de todos y de nadie, porque en ella los palestinos, cristianos y musulmanes, y los judíos, creyentes, agnósticos o ateos, son todos residentes y extranjeros, autóctonos y exiliados. Que no lo olviden. Como nosotros. Quisiera soñar que lo podamos ver algún día.
Le Mans, a 30 de abril de 2024