Avelina nunca mira a los ojos. Cuando habla, inclina la cabeza hacia un lado y fija la vista en el suelo. Encoge los hombros, junta las manos y se expresa con alguna onomatopeya que, junto a su postura, dice más de su estado de ánimo que cualquier palabra posible. Avelina llegaba a la casa donde vivía en Manhiça, al sur de Mozambique, cuando apenas, o ni siquiera, me había levantado. No solía llamar. Se sentaba en una silla de la entrada a esperar a que abriera la puerta. Al entrar, me daba los buenos días y, como cada mañana, se dirigía mecánicamente hacia la cocina. Esta suponía su primera parada antes de limpiar el resto de la casa, de lavar la ropa y de preparar la comida. Avelina trabajaba, como se dice en Mozambique, como empregada. Lo hizo conmigo desde que llegué. Como lleva haciendo tantos años de su vida para otros muchos expatriados. Pero además de ser empregada durante toda mi estancia en Mozambique, Avelina continuó siendo todo lo que ya era. Porque ni un solo día dejó de ser todo lo que ya era. Y aún hoy, Avelina es, entre otras cosas, una mujer de sesenta años, mozambiqueña, con dificultades para leer y escribir, con un situación económica y laboral precaria, sin pareja, y a cargo, con su único salario, de Carlota, su hija de treinta años, de Beatrice, su sobrina de veinte y cinco, y de sus tres nietos: Tina, de quince años, Cristóvão, de once, y Vania, de seis.
Avelina tiene la cara labrada de arrugas recias. Y, cuando no tiene trenzas, la cubre un pelo corto, seco y quebradizo. Suele vestir alguna camiseta de segunda mano y desgastada, con una falda o tela descolorida que cae desde su cintura hasta los pies. Antes de entrar en casa, dejaba los zapatos en la puerta y así trabajaba durante el resto del día. A mí, en cambio, no me permitía estar descalzo en casa. Le preocupaba que enfermase. Entre otras innumerables cosas por las que hacerlo, a Avelina le preocupaba que enfermase. Y así cuidó de mí a lo largo de tres años, en una de las etapas más duras y exigentes que he vivido. Estoy seguro, aunque en muchos meses no hemos podido comunicarnos, que durante este año de la pandemia también se ha preocupado por mí. Y por todo lo que la rodea y sostiene con su determinación, esfuerzo y el infinito cariño hacia los que quiere.
Me pregunto si Léopold Sédar Senghor, el gran poeta de la Negritud y primer presidente del Senegal independiente, pensaba en alguien parecida a Avelina cuando escribió su poema Femme Noire. En cualquier caso, algunos de esos versos me sirven ahora para recordarla y añorarla: «J’ai grandi à ton ombre; la douceur de tes mains bandait mes yeux […] A l’ombre de ta chevelure, s’éclaire mon angoisse aux soleils prochains de tes yeux»*. Pensara o no en alguien como ella, quizá el poema Se me quiseres conhecer de Noémia da Soussa, considerada la «madre de los poetas mozambiqueños» y primera mujer negra en publicar poesía en Mozambique, guarde algo más de ella: «Ah, essa sou eu: órbitas vazias no desespero de possuir a vida, boca rasgada em feridas de angustia, maos enormes, espalmadas, erguendo-se em jeito de quem implora e ameaça, corpo tatuado de feridas visíveis e invisíveis pelos chicotes da escravatura…Torturada e magnífica, altiva e mística, África da cabeça aos pés, -ah, essa sou eu»**.
– Ejemplares de Sangue Negro de Noémia de Sousa de la editorial brasileña Kapulana y de Cantos de Sombra de Léopold Senghor, editado por Visor y traducido al español por J.J. Arnedo.
Avelina trabaja ahora con Marta, pediatra e investigadora en el Centro de Investigação em Saúde de Manhiça (CISM), en Mozambique. Avelina, como antes de mí, es quien cuida de ella. Hace unos días, quedé en llamar a Marta cuando estuvieran juntas. Esta vez, cuando el teléfono ha mostrado su imagen, Avelina ha mirado directamente a la pantalla, riendo y haciendo palmas. Ha vuelto a trenzarse el pelo y vestía una camisa de flores rosas y una rebeca gris. Después de los primeros saludos, le he preguntado cómo estaba. Y, sin dudarlo, me ha respondido que todo estaba bien. Me ha contado que su sobrina Beatrice se fue a Sudáfrica para trabajar, pero que Carlota sigue con ella. Como sus tres nietos. Todos están bien, me ha repetido. Pero parecía que me costaba creérmelo y he insistido: «¿Y cómo está la situación en Manhiça, Avelina?». Ha sonreído y me ha dicho de nuevo, con la misma naturalidad y firmeza, que todo estaba bien. Sea cual sea el problema, parece que Avelina solo entiende el idioma del coraje y la paciencia. Desde que la conocí, siempre ha sido de este modo. A continuación, ha sido ella la que me ha preguntado cómo estamos por aquí en España. Le he respondido que bien, tratando de emular su convicción, y con la misma emoción contenida que me inunda siempre que hablo con ella. Tras unos segundos en los que me ha observado con atención, nos hemos despedido tirando besos a través de la cámara, deseando que las cosas sigan bien y volvamos a hablar en breve.
Avelina es una mujer irrepetible, aunque no única. Existen muchas otras que, durante la pandemia, han tenido que volver a cargar sobre sus hombros, como si el propio Atlas se hubiera reencarnado en ellas, el peso de este mundo. Sin embargo, hará falta mucho más que una pandemia para doblegar a Avelina. Para vencer a tantas otras mujeres que son como ella.
Foto: Avelina, hace unas semanas en Manhiça, junto a dos de sus nietos.