A la hora de pensar en África, en cualquiera de sus aspectos (incluyendo, por supuesto, la pandemia por SARS-CoV-2), deberíamos tener presente la reflexión que abre Afrotopía, el ensayo del importante pensador senegalés Felwine Sarr: «Abordar una reflexión sobre el continente africano es una ardua tarea, debido a lo fuertemente anclados que están los tópicos y las pseudoverdades que, cual halo de bruma, nimban su realidad». Afrotopía supone un análisis profundo a nivel histórico, geográfico, filosófico, cultural, religioso o económico que trata de disipar esa neblina para entender el continente desde sus propios valores, rehabilitándolos y poniéndolos en alza; entre otros, como refiere el propio Sarr, los «de jom (dignidad), de vivre-ensemble (sentido de la comunidad), de teraanga (hospitalidad), de kersa (pudor, escrúpulos), de ngor (honor)». Son todos conceptos que podrían ayudar, no solo a las civilizaciones africanas, sino que deberían nutrir el pensamiento global más allá de sus fronteras, en un momento en el que parecen que estas se diluyen ante las amenazas comunes. Nos encontramos ante la necesidad de una nueva visión con la que mirarnos entre nosotros, en la que los ciudadanos veamos al otro como parte de nuestro propio ser. El mestizaje, el hibridismo, la alteridad, el cosmopolitismo…. no suponen ya opciones sino necesidades con las que afrontar un futuro incierto (y el continente africano, tras siglos de colonización y resistencia, nos lleva ventaja en todas ellas). Así, en ese camino en busca de anclajes con los que sustentarnos, África puede ocupar, más allá de la denostada posición que hasta la fecha ha tenido, un rol predominante: el de un venero que riegue y nutra el origen de una nueva existencia en conjunto.
El Ubuntu es un término que aparece en casi todas las lenguas africanas y que vendría a decir algo así como «yo soy porque tú eres». En el libro Ubuntu. Lecciones de sabiduría africana para vivir mejor, la autora sudafricana Mungi Ngomane explica en profundidad lo que quiere decir esta filosofía de vida. Su abuelo, el premio Nobel de la Paz Desmond Tutu lo enmarca de la siguiente manera: «Mi humanidad está unida a la tuya, profundamente conectada a ella». No somos nadie, pues, sin los demás, y en una época en la que impera el individualismo y el mantra expandido hasta la saciedad de hacerse a uno mismo, el Ubuntu nos recuerda la responsabilidad que tenemos sobre los demás y la que estos tienen sobre nosotros mismos. Mungi Ngomane desmenuza en este ensayo sus principios, que va articulando a modo de catorce lecciones, entre otras las siguientes: búscate en los demás; la unión hace la fuerza; ponte en el lugar del otro; adopta siempre la perspectiva más amplia; ten dignidad y respeto por ti mismo y por los demás; cree en el bien que llevamos todos dentro; busca formas de conectar; abraza la diversidad… Leyendo estas premisas podemos caer en la tentación de pensar que ya las conocíamos, que no aportan nada nuevo o que parecen mensajes superfluos y vacíos. Pero el Ubuntu es algo más que todo eso, es una ruta más que un destino, e implica el ejercicio de integrar la máxima de que todos los seres humanos merecemos un trato sincero desde la igualdad, la equidad y el respeto. Y así, alejados de paternalismos, de prejuicios y de miradas sesgadas por defecto o por exceso, y siendo conscientes de que su destino también es el nuestro, es como deberíamos mirar el efecto que la pandemia ha tenido en África. Para ello, contaremos en este artículo con un científico natural de Barcelona que lleva mucho más de la mitad de su vida trabajando allí y atravesando fronteras para intentar construir una verdadera salud global.
Quique Bassat es pediatra y epidemiólogo, Investigador ICREA en el Instituto de Salud Global de Barcelona, centro impulsado por Fundación «la Caixa». Durante más de veinte años y hasta la fecha ha trabajado en Mozambique, en el Centro de Investigação em Saúde de Manhiça (CISM), pero ha desarrollado su labor en otros países de diversos continentes tales como Brasil, Marruecos, Bután o Papua Nueva Guinea. Desde el inicio de la pandemia ha estado involucrado en diferentes estudios sobre la COVID-19 en España, pero no ha cortado la conexión con las realidades de esos otros lugares. De hecho, recientemente, ahora que la situación se lo ha permitido, acaba de volver de un viaje a Mozambique para la supervisión y coordinación de diferentes estudios en marcha y por venir. Desde esa posición de ida y vuelta puede ayudarnos a entender la evolución y las particularidades de la pandemia en el continente africano, desde el mismo instante de su estallido: «Cuando en el mes de marzo de 2020 se documentaron los primeros casos de SARS-CoV-2 en África, y habiéndole visto ya las orejas al lobo en Europa, donde el virus estaba causando verdaderos estragos, temí, como la gran mayoría de los que trabajamos allí en temas de salud, una catástrofe sanitaria sin precedentes. La preocupación y desánimo tenía que ver con la virulencia que la COVID-19 estaba presentando en nuestro entorno y, sobre todo, con la fragilidad de los sistemas de salud del continente africano que no presagiaban una ágil respuesta a los desafíos planteados por este virus». Porque el punto de partida desde el que muchos países africanos se iban a enfrentar a una epidemia de esta envergadura no invitaban al optimismo: «El número de médicos y enfermeros por habitante, la disponibilidad de camas de cuidados intensivos, respiradores o simplemente materiales de protección individual, o la capacidad para implementar pruebas diagnósticas que confirmasen la presencia del virus eran vergonzosamente menores e incomparables a los medios disponibles en los países de alta renta, y una muestra palpable de las enormes inequidades existentes en nuestro mundo. La tragedia parecía estar servida y sólo cabía esperar, lamentando, una vez más, la mala suerte que el continente africano ha tenido históricamente con las enfermedades infecciosas».
Sin embargo, casi un año y medio después, tal y como afirma el Doctor Bassat, «la situación en África dista mucho del apocalipsis presagiado, y el continente y sus habitantes nos han dado una lección que deberíamos analizar con atención. Con cerca del 16% de la población mundial, los casos reportados a fecha de hoy representan apenas un 3.1% del total global, y las cerca de 146,000 muertes no son más que un pequeño mordisco (3.7%) de los 4 millones de muertes acumuladas en todo el mundo. A pesar de un notable infra-diagnóstico, muy perceptible en los países del África central, que nos obliga a redimensionar mentalmente las cifras oficiales, es evidente que, de momento, el impacto de la COVID-19 está siendo, afortunadamente, mucho menor del esperado». La pregunta que tenemos que hacer, llegados a este punto, es la de qué causas podrían explicar esta situación, tan alejada en un principio de lo que se esperaba que ocurriese: «Existen, por un lado, explicaciones biológicas claras, como por ejemplo que la enfermedad grave se ceba en los ancianos y en los enfermos crónicos con patologías como la diabetes, las cardiopatías, o la obesidad. Cerca de la mitad de los africanos son jóvenes menores de edad, y se calcula que tan solo un 3% de la población es mayor de 65 años, dibujando una pirámide poblacional de base amplia y sin los problemas crónicos de salud de la vejez, lo opuesto a lo que vemos en nuestro entorno que destaca por su población envejecida y con alta prevalencia de enfermedades crónicas. En este contexto, es lógico pensar que aquellos casos que se dan cursen con menor gravedad. Por otro lado, otras diferencias como la densidad de población, el clima, la exposición repetida a un gran número de enfermedades infecciosas, etcétera, podrían contribuir también a explicar estas diferencias. Pero más allá de todo esto, debemos aplaudir la seriedad con la que la mayoría de los países, con unas pocas deshonrosas excepciones, han afrontado la pandemia, y han ejecutado sus estrategias de contención y prevención. Y es que bien pensado, no debería sorprendernos que un continente acostumbrado a la lacra de las epidemias sepa reaccionar mejor que nosotros, y nuestros paternalismos».
Aunque si, como apunta Bassat, la efectiva respuesta a la pandemia no debería sorprendernos, lo cierto es que sí lo ha hecho, puesto que, volviendo a Sarr, continuamos anclados a una visión catastrófica y sesgada del continente, y así ha ocurrido en la comunidad global que trata de entender lo que de verdad está pasando. La respuesta no es ni mucho menos sencilla ni tiene un único sentido: «Estudios sero-epidemiológicos realizados en el continente confirman una alta circulación del virus, pero con una aparente menor trascendencia clínica, con muchas infecciones asintomáticas o de carácter leve. Sin embargo, la mortalidad asociada entre aquellos que enferman gravemente es significativamente superior, demostrando que los sistemas de salud del continente no pueden ofrecer la misma asistencia de calidad y los cuidados intensivos que esta grave enfermedad requiere».
Nos encontramos pues ante una situación en la que debemos reaprender sobre lo sucedido y tener una mirada amplia de sus consecuencias, puesto que los efectos perniciosos de la COVID-19 sobrepasarán los de esta enfermedad: «En un contexto donde una tercera ola, mucho más pronunciada que las dos anteriores está afectando al continente, y donde por primera vez muchas de las premisas aceptadas en estos meses de pandemia han dejado de ser válidas, tenemos que estar muy atentos para entender mejor las potenciales consecuencias de esta pandemia a partir de ahora. Mientras tanto, las consecuencias indirectas asociadas a las disrupciones causadas por el virus y su contención sí son ya más tangibles y dolorosas, con un aumento de la pobreza y el hambre, un empeoramiento del acceso a la salud, una disminución de la cobertura básica de intervenciones tan críticas como la vacunación infantil o las consultas prenatales en embarazadas, o simplemente el cierre prolongado de las escuelas». Las soluciones tampoco serán simples y ya estamos viendo los problemas en la vacunación y las sangrantes diferencias que hay entre países en lo que respecta a su cobertura: «La llegada masiva de vacunas podría ayudar a mitigar muchos de estos problemas. Esperemos que la clase política mundial entienda que debemos priorizar ahora la vacunación universal, porque como muy bien declara la Organización Mundial de la Salud, o nos protegemos todos (y al mismo tiempo), o nadie estará protegido.»
De las palabras y la experiencia de Bassat, que lleva años trabajando en este sentido para otras enfermedades, se desprende que el final de esta pandemia será global o no será. Porque hasta que todos los países no sean capaces de controlarla, nadie podrá quedar tranquilo definitivamente. Mirar hacia África supone pues un imperativo para llegar a ese punto, no solo para terminar con la amenaza del coronavirus, sino, como nos demuestran Felwine Sarr y Mungi Ngomane, para encontrar una fuente de inspiración para el mundo que está por venir.