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ArpaPanes y lápidas en Brooklyn

Panes y lápidas en Brooklyn

 

En el escaparate de la tienda funeraria Grande Monuments de Brooklyn, junto a una estatua pálida de la Virgen María, hay una estantería rebosante de pan dorado y crujiente. Además de lápidas, Jerry Ragusa vende el mejor pan del barrio.

       Para este italo-americano de segunda generación, corpulento y de mirada oscura, la combinación alimenticia-funeraria tiene una explicación totalmente lógica: su hija Ángela. La niña de sus ojos. El ángel de melena azabache que con una sonrisa consigue siempre lo que quiere.

       Cuesta entender a Jerry cuando habla. Al acento ya de por sí difícil de descifrar propio de los Brooklynienses hay que sumarle un deje italiano: unas tes y unas emes sonoras, estrepitosas, y alguna palabra de importación intercalada como el va bene o el signore. Jerry tiene una espinita clavada en el corazón: no habla italiano. Para sus padres, emigrantes pobres de Sicilia, hablar italiano era un estigma de clase obrera, una lacra que dificultaría el ascenso social de sus hijos en la Gran Ciudad, así que siempre se dirigieron a estos en inglés chapurreado.

       Jerry obligó a Ángela a estudiar italiano en el colegio, pero todos los intereses de la niña andaban bastante lejos de las aulas. Abandonó el instituto y ahora, a los 18 años, trabaja en la panadería Il Fornaretto, uno de los pocos santuarios del pan artesano que sobreviven todavía en el sur de Brooklyn –y que, por supuesto, pertenece al primo de Jerry; ¡ah, la famiglia…! En Il Fornaretto el pan todavía se amasa cada mañana antes de que el sol ataque las ventanas sin persiana de esta ciudad. Uno de los artesanos masajea con fuerza la masa de harina mientras sus cadenas doradas tintinean y acompasa sus movimientos al ritmo de Volare, de Domenico Modugno. Las onzas son después introducidas en el horno de leña, donde se hincharán al calor de las llamas y absorberán ese sabor a campo, a vida sencilla, a Sicilia.

       Tras las Navidades de 2008-2009 sobraron bastantes barras en Il Fornaretto. Por no tirarlas a la basura, Jerry se las llevó a la funeraria y las repartió entre sus clientes y vecinos que habitualmente pasan por allí a matar el tiempo. Todos quedaron encantados y le pidieron a Jerry que trajera más.

       Hacía tiempo que Ángela quería abrir una panadería en Williamsburg, el barrio norteño de Brooklyn donde se encuentra la tienda de lápidas, pero los alquileres han subido como la espuma en una zona muy de moda entre la gente joven. Dado que no podía permitirse un local, Ángela echó mano de su sonrisa para pedirle a su padre que le dejara poner una estantería con pan en el escaparate de Gande Monuments. «Desde ese día, todo cambió,» me cuenta Ángela con su voz aguda y su acento descuidado, «nunca antes había tenido tanta gente viniendo a mi tienda funeraria sonriendo».

       Cada mañana, Jerry pasa a recoger las barras de pan por Il Fornaretto sobre las 9 de la mañana –aunque también pueden ser las 9:30, o las 10; el reloj italiano corre distinto al norteamericano. A esa hora Ángela ya tiene preparadas las bolsas. Cuando empezaron con la extravagancia, Jerry cargaba unas 20 barras al día. Hoy se lleva más de 80.

       Encajados los panes en el maletero, Jerry se monta en su coche blanco y conduce con su perrita caniche del mismo color en la falda, Cloe. El coche desprende un fuerte olor a marihuana. El animal se mueve de aquí para allá y lame la mano de Jerry.

       El camino de Il Fornaretto, en el sur de Brooklyn, a Grande Monuments, en el norte, suele lleva a Jerry 40 minutos por la autopista. Hoy, sin embargo, le tomará un poco más porque pasará por el cementerio de Saint John’s, en Queens, para dejar una baguette a la secretaria de la oficina -hay que mantener las buenas relaciones-. Mientras el coche serpentea entre tumbas y césped, Jerry me dice: «Con todas las piedras que he colocado en este cementerio podría construir toda la ciudad de Nueva York».

       No creo que esa frase acabe de improvisarla. Quizás incluso la ha escuchado en la serie de televisión Los Soprano, porque todo en Jerry parece salido de la ficción post-mafiosa de David Chase: su gesticulación exagerada, su apariencia desgarbada pero digna, su mundo atemporal y primitivo de lápidas y panes, su actitud dura y distante que se resquebraja en cinco minutos.

       Pero no. Jerry es real. No es más que un padre preocupado por su hija. Todavía en el coche me explica cómo ha mejorado su relación desde que ella trabaja en la panadería. Antes casi ni hablaban. La adolescente rebelde se encerraba directamente en su cuarto al llegar a casa. Ahora en cambio el pan se ha convertido en su hilo de unión. «Por la noche nos encontramos en casa y hablamos sobre cuánto pan se ha vendido, si hay encargos especiales…» explica emocionado.

       El pan le ha traído a Jerry otras alegrías. Su trabajo puede ser muy deprimente, admite: «Tratas todo el rato con personas que están pasando por un momento muy duro de su vida, y hay que ir con mucho cuidado, nada puede salir mal». Pero ahora Jerry puede permitirse conversaciones más ligeras con los clientes: «Me cuentan qué van a hacer para cenar, cómo van a usar el pan que han comprado…»

 

 

       Incluso en algunos casos, el pan le ha reportado negocios inesperados. Hace poco una señora entró, como cada día, a comprar. Cabizbaja, la señora le dijo: «Mire, me siento muy avergonzada porque vengo aquí a comprarle el pan cada día cuando hace cuatro años que mi madre murió y todavía no le he puesto su nombre en la lápida de su tumba». «Anda, vaya y tráigame la escritura, que le pondremos el nombre». Y así fue. La señora se marchó de la tienda con una inscripción y dos barras de pan. «Ese día, la comisión se la di al pan», bromea Jerry.

       En el barrio, el pan de Jerry ya es famoso. Un día en el supermercado un joven se le acercó:

 

– Oiga, usted es el que vende el pan de María, ¿verdad?

– ¿El pan de María? Será de Ángela, de la panadería de Il Fornaretto –le contestó Jerry.

– Oh, no, no. Aquí en el barrio le llamamos pan de María por la estatua de la Virgen María que tiene al lado.

 

       «La verdad que cuando oí eso se me puso la piel de gallina», explica Jerry. Para él, la conexión entre el pan, la virgen y las lápidas simboliza el ciclo de la vida. «Así que aunque parezca tan fuera de lugar, en realidad no lo es», dice.

       Parece que Ángela está realmente contenta en la panadería, dice Jerry, y por eso él va a hacer todo lo que esté en su mano para ayudarla. Él querría que la niña terminara el instituto, que fuera a la universidad, incluso que tuviera un futuro mejor que el de su padre. Hundido en la silla de cuero negro de Gandre Monuments, tras montañas de papeles y algunas migas de pan, Jerry me mira con unos ojos más indefensos que los de su caniche Cloe: «Pero tú crees que encontrará su camino, ¿verdad?» Le contesto que los errores tiene que cometerlos uno mismo, que es la única manera de aprender, y que eso está haciendo Ángela.

       Al final de la jornada, la estantería está completamente vacía. Jerry coloca el mismo cartel cada tarde: «Lo siento, no queda más pan». Tiene ganas de llegar a casa. Mientras cena con su hija, comentarán las ventas del día.

 


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