Hay tantos motivos para entrar en un museo como para pasar de largo. Pero si por casualidad se encuentra ante la antigua cárcel, juzgado y ahora MARCO (Museo de Arte Contemporáneo) de la ciudad de Vigo (creo que como primera medida habría que cambiarle el nombre. ¿Quién carajo, salvo si es un personaje, querría entrar en un museo que se llama marco?), entre. Allí podrá embarcarse en una travesía llamada Pantoque. No le defraudará. No solo podrá asomarse a los extraordinarios cuadros y dibujos que durante un año hospedado en Astilleros Armada pintó Ramón Trigo, sino que tendrá la posibilidad de ver cómo los hizo, y cómo preparó los lienzos, los pigmentos, y se sirvió de materiales tan caros a los que trabajan en un astillero como la granalla, gracias a las fotografías y los vídeos que hizo su compañero de viaje, mi hermano Eduardo Armada. Pocas veces es dado ver una exposición en la que proceso y resultado se dan tan estrechamente la mano. Se abrazan. Pocas veces es además tan tangible y hermosa la relación entre dos mundos: el trabajo y el arte. Ramón, un obrero del arte, se mimetizó con los operarios de Astilleros Armada, hasta el punto de que desde lejos era casi imposible distinguirle. No es fácil entrar en un astillero, salvo que se tengan razones sobradas para hacerlo: si trabajas en uno, o si eres armador, piloto, marinero, y has de varar tu navío para que lo reparen. O si vas a construir, alargar, remozar, darle nueva vida a un pesquero, a un mercante, a un barco-hotel, a un yate. Vigo no se entiende sin el mar. Esta exposición le ayudará a conocer de primera mano de dónde venimos, y de cómo se contempla el mundo desde el ala de una grúa o desde el mar. Es como auscultar el corazón de un astillero. Embarcarse en Pantoque es un hondo viaje gratuito que le cambiará las cuadernas. Le juro que si no tuviera estrechos lazos de amistad y amor con los responsables de esta travesía se lo propondría con la misma pasión. Palabra de alguien que tiene el título de competencia de marinero, aunque nunca se embarcó como tal, y que lleva más de cuarenta años lejos de Vigo y añora cada vez más el mar, su mar.
I. (Antes de la exposición. Cuando el proyecto apenas arrancaba. Un texto que iba a formar parte de Pantoque)
El astillero como bodega íntima del mundo
Lo que no sabemos de la familia. Del mismo modo que el mundo del arte y el trabajo llevan años viviendo vidas paralelas, ajenas, este Proyecto Pantoque quiere volver a invocar el Renacimiento: una confluencia entre la pintura y las matemáticas, las ciencias naturales y la literatura, el estudio de las estrellas y las corrientes marinas, el mapa del cerebro y el de las emociones, la economía industrial y el teatro, la filosofía y la medicina. El dibujo y la construcción naval. Los viajes y los sueños. Las mareas y la ingeniería naval. Vengo de una familia vinculada al mar desde mi abuelo paterno, carpintero de ribera, al materno, armador. Pero fue mi padre, por el astillero y por el amor a la vela, el que más hondo me caló, aunque haya necesitado que se perdiera en las brumas de la muerte para darme cuenta. Mi propio barco fantasma, mi secreto holandés errante, mi borrosa identidad de mar y niebla. Y eso que he podido irme y estudiar y hacer una vida lejos de la ciudad donde nací en parte gracias a las plusvalías generadas por el astillero y los barcos de la familia. Después de décadas de renegar de mis orígenes, de mi padre, de Vigo, del Celta, pero sobre todo del mar (pese a que, por si acaso, tengo el carnet de competencia de marinero, por si un día decido embarcarme en un mercante con tan solo las obras completas de Cervantes y de Shakespeare por todo equipaje), he empezado a darme cuenta de que estaba enfocando mal el pasado, mis propias certezas. Como me confesó un día en Alburquerque, Nuevo México, Henry Roth: que se había quedado demasiado tiempo en la infancia, y que se había servido del deflector intelectual de James Joyce para no enfrentarse a quien en realidad era. Había empleado la cultura, las palabras, la literatura, para evitar los peligros de la vida verdadera. ¿Como yo durante tantos años? Permitir que un artista como Ramón Trigo, que bien podía mimetizarse con los obreros, se instalara en el astillero familiar para explorar con sus sentidos ese ámbito y de ahí empezar a trazar puentes simbólicos con la realidad oculta me parece como si hubiéramos encontrado un ejemplar del aleph que imaginó Jorge Luis Borges.
Nunca fue marxismo. La motivación sí es clara: explorar. Buscar la manera de narrar el mundo teniendo en cuenta el trabajo material, la competencia, la globalización, internet, los salarios, la vida digna, y la necesidad del arte para leer mejor la realidad. No queremos caer en jergas, laberintos de incomprensión, palabras altisonantes que no son más que el eco de un vacío. Del mismo modo que la distancia entre el trabajo manual y el intelectual abrió grietas que acabaron convirtiéndose en fosos, una forma de volver a ese Renacimiento del que hablaba era propiciar una conciliación. De momento, esto no es más que una cartografía de sombras. Pero creemos ver destellos, como faros que en la oscuridad dibujan una ruta, una frase, un mensaje para la noche del mundo. No, yo nunca fui marxista. Cierto que prefería ponerme del lado de los obreros que del patrón (bueno, hasta cierto punto), pero cuando vi cómo se las gastaban los comunistas con sus enemigos políticos, cómo con las mejores intenciones, por un futuro utópico, asesinaban y torturaban masivamente, comprendí que esa no podía ser una buena idea para mejorar el estado de las cosas. Cuando el fin justifica los medios estamos perdidos, toda gran idea acaba degradada a la muerte que reparte, el sueño se vuelve pesadilla.
Desde luego que en los trabajos y los días de Ramón Trigo durante un año en el astillero que nos permitió ser como somos y estudiar, es decir, cobrar conciencia de la época, de lo que el dinero permite hacer, podrían considerarse como una suerte de reconsideración moral, de mirada ajena sobre las manos y los ojos, la conciencia, una culpa bastante leve, algunas sospechas. El trabajo de Ramón Trigo
1. Del lugar. Donde nunca jugamos. En las ciudades conviven sombras y dramas, pequeñas alegrías ignotas, reflejos provocados por la inclinación del sol, el movimiento de la tierra y la situación de los objetos: una casa, una grúa, un árbol, un muelle, un vaso. Seguramente no será nada fácil ser Dios, pero lo que sí sabemos a ciencia cierta es que no es fácil ser un ser humano ahora mismo, que es cuando nos hacemos la pregunta para tratar de darle sentido a un proyecto tan sencillo que parece rarísimo.
2. De sus mecanismos. Las grúas y un tren submarino. Justo en una época en la que palabras como esperanza, conciencia, ideales, futuro parecen enfermas de una malaria moral incurable, ¿por qué no probar a abrir las puertas que han estado cerradas al desconocimiento y la sospecha y la ignorancia mutua desde tiempo inmemorial? Los astilleros forman parte del tejido más íntimo y más material de una ciudad como Vigo.
3. De sus instrumentos. El alma de los objetos. Empezando por las herramientas, que llevan grabada en sus mangos, en sus filos, en sus cantos, las muescas de quienes las usaron, su sudor, sus pensamientos, el roce de las manos que forman parte del braille que podría contar de qué va la vaina del trabajo, lo que los hombres hacen para poder alimentar el mecanismo de las mareas, a sus familias y a ellos mismos. Los relojes de las empresas atesoran minutos, horas, el gran reloj de arena que podría contar qué es lo que los hombres hemos hecho desde que llegamos aquí, en los astilleros, las canteras, las minas, los bosques. El artista como forense de la realidad.
4. Del mar. La hélice ya sueña. Cuando preguntamos a la gente por el mar nos encontramos con una sarta de lugares comunes. Ocurre lo mismo si lo hacemos por la democracia, el arte, el sector naval, la memoria, la guerra, la vida y la muerte.
5. De lo humano. La máscara y los obreros. Desde Comesaña al señor Antonio, desde Carlos a José Ramón, y tantos y tantos otros, que vi desde mi estatura de niño cuando venían a casa con maderas manchadas de pintura para quemar, o a hacer alguna reparación, y luego en el astillero, cuando compartí algunos meses del final de la adolescencia, cuando más perdido estaba. ¿Cuál es el futuro del trabajo? ¿Por qué hacemos lo que hacemos?
6. De la naturaleza. El vuelo. ¿Hablamos de gaviotas? ¿De cormoranes? ¿De ratas? ¿De ratones? ¿De libélulas? Un cormorán para la garza de John Berger.
7. De los objetos “encontrados”. ¿Para qué nacimos? Para que alguien como Ramón Trigo se metiera en el gran pantoque de astilleros Armada, la empresa familiar, y le diera una dimensión que siempre sospechamos, pero que nunca acertamos a ver, ni mucho menos a nombrar.
(El anfiteatro de los andamios. Teatro político para el astillero familiar).
II. (Después de recorrer durante más de dos horas la exposición en MARCO)
Coda. De mi error. Entre la fascinación, y el malestar. Entre la belleza, y la amargura.
Porque ahí, en esas paredes del MARCO estaba, también, parte de mi vida.
(La amura del mundo conocido).
Por eso cuando mi amigo Eduardo Matamoro me preguntó si me sentía bien por haberme apartado del proyecto Pantoque le dije que no. Que me había arrepentido, y que sentía una gran pena por haberme descolgado de él.
(Náufragos o polizones. Nuestra condición).
Cierto que lo había hecho persuadido por personas que aprecio y admiro, como el propio Din. Y convencido de que la forma en que el alcalde de Vigo y su entorno habían organizado la vida del museo no eran las más idóneas. Pero había actuado contra mi propia intuición, contra mi verdadero deseo, contra mis más hondos impulsos. Me había traicionado, y eso me pesaba sobremanera, y me sigue pesando. Y me duele. Y más ahora, después de haber pasado más de dos horas disfrutado de toda la belleza y la verdad que encierra Pantoque, del astillero familiar, del trabajo y de los obreros, de mi abuelo, de mi padre, de mi tío, mis hermanos y mis primos. De los barcos, el mar, el invierno la lluvia, la soledad del artista que construye un mundo a partir de una memoria que nunca me ha abandonado y nunca me abandonará.
Ahí están las manos de humo de Joseph Cornell. El lenguaje perdido de las grúas. El verde Armada. Señales de humo.
Las vías que se internan en el agua como un río, que bajan a la infancia, a la noche, al sexo, al miedo, al placer, a la incertidumbre del deseo. El final de este viaje.
(1. El carro como tortuga que soporta el peso de la vida que representa un barco que representa nuestro lugar en el mundo. 2. Afloramiento).
Y sobre todo la verdad y la belleza que Ramón Trigo y Eduardo Armada han sabido construir juntos con cuadros, dibujos, esculturas, vídeos y fotografías. Con fragmentos de un mundo de óxido, sudor, grasa, granalla, soldadura, madera trabajada por el tiempo, barcos que vienen de largas travesías y varadas en las que van a ser reconstruidos, repintados para volver a faenar, a lanzarse al esfuerzo de vivir, de ser, de dar de comer, de escarbar en la gran cuenca del mar.
Pantoque era para mí más que una exposición. Lo sigue siendo, aunque decidí excluirme, prestando oídos a quienes reclamaban un gesto contra un alcalde populista y acaparador. ¿Es suficiente razón? Ahora me doy cuenta de que no. Pero ya es demasiado tarde. Ya no tiene remedio. Tal vez me sirva para el futuro. Saber deslindar mejor las razones del corazón de las razones de la política.
Me equivoqué.
Como en tantas otras cosas.
Hubiera sido una estupenda manera de reconciliarme con Vigo. A través precisamente de Pantoque, que se concibió y se hizo en Astilleros Armada. ¡Qué pena!
(Una chalana contra el río inexorable).
Pantoque, de Ramón Trigo y Eduardo Armada, estará en MARCO hasta el 31 de marzo.