En la esfera de la personalidad, Juan Luis Cebrián había evolucionado a lo largo de aquella inicial etapa de El País y entre sus rasgos se había acentuado una inclinación hacia actitudes sosegadas, respecto a un anterior apremio resolutivo que le había hecho mostrarse durante largas temporadas intranquilo, poco paciente e incluso irritable, además de desdeñoso y aislado en su dimensión pública. Con los nuevos tiempos pasó a dar más importancia a la proyección internacional del diario y de sí mismo, que alcanzaría su espaldarazo con su designación, en mayo de 1986, para la presidencia del Instituto Internacional de Prensa (IPI), tras haber cosechado galardones profesionales en varios continentes.
Hasta la elevación del diario al rango de institución democrática española de referencia, el delirio que creó en algunas personas dio pie al surgimiento de situaciones de desconcierto en la Redacción. El periódico había cumplido una función decisiva en su vertebración como referencia informativa para saber lo que acontecía en España desde dentro y desde el exterior de sus fronteras. El impacto en el extranjero resultó adquirir un alcance inusitado, desconocido hasta entonces en un medio informativo español. Juan Luis Cebrián era requerido desde distintos puntos del mundo para interpretar cualquier acontecimiento relevante.
Surgió así una especie de legalidad mediática que, paradójicamente, benefició a casi todas las publicaciones, mientras los medios de soporte audiovisual adquirieron no pocas normas de jerarquización, selección y pautas temáticas y de interés procedentes de los códigos de la Prensa escrita, convertida de tal manera en la forma hegemónica de la propuesta informativa y editorial. La apuesta por la información vecinal –inducida por los periodistas más progresistas– sería un ejemplo de ellas pues hasta entonces, la información local se había ceñido casi exclusivamente a los sucesos o a la agenda marcada por los ayuntamientos.
Pese a todo, sobrevinieron situaciones desconcertantes derivadas de la fuerza presencial de aquel icono sobredimensionado, surgido del baile de proyecciones y de ansias de identificación vertido sobre el diario de la calle de Migue Yuste ya no únicamente desde España sino además desde el extranjero, donde la imagen buscada de la Transición política española de la dictadura a la democracia se hacía coincidir con la del diario.
Con el correr de los años, puertas adentro de la Redacción desaparecieron costumbres como la intercomunicación de sus integrantes mediante las asambleas. El diálogo interior se redujo y los ataques procedentes del exterior, remarcablemente de la Prensa de extrema derecha, arreciaron. Aquella práctica consistente en no acudir en busca de noticias a la calle, por la abrumadora llegada de informaciones al diario, adquirió en ocasiones contornos preocupantes, porque el impacto del relumbrón de prestigio icónico y mediático de El País cegaba el sentido autocrítico y crítico de muchos. Menguaron abruptamente los elementos que habían surtido la motivación desplegada por la Redacción y el taller en la fase inicial del diario, aquel fenómeno de raigambre democrática, incluso moral, que vinculaba a los trabajadores de la casa con los deseos y aspiraciones de la población más concienciada. Surgieron fenómenos de rutina profesional, tendencias al cansancio y a la superficialidad en el tratamiento informativo y editorial de asuntos de enjundia. Las pautas de selección noticiosa comenzaron a dejar insatisfecho el interés de numerosos lectores e irrumpieron episodios de banalización y trivialización inducidos por un peligroso mimetismo con otros medios informativos, que habían optado por el simplismo periodístico, uno de los peores enemigos de la verdad.
Hasta aquella situación, en principio pasajera, se había llegado mediante un proceso de degradación de los contenidos consistente en un declinar imperceptible en el cual la tentación, siempre presente en los diarios de influencia, de informar para la clase política, no para los lectores en general, se impuso a cualquier otra demanda. De aquel modo, la politique politicienne, el politiqueo sin apenas interés para el ciudadano y dotado solo de atractivo para el maniobrero o el cacique, ocasionaron el disgusto de numerosos lectores.
Durante algunas temporadas, el periódico El País adquiría la característica de ser al mismo tiempo el más vendido y con más presencia en los quioscos con el de ser, simultáneamente, el más criticado por sus propios lectores que, pese a la incipiente desafección, continuaban adquiriéndolo cada mañana. Unos interpretaban este hecho cierto como un síntoma de la tendencia de la ciudadanía a abdicar con su compromiso con la participación política y a delegar en la Prensa, a través de una suplantación diferida, la responsabilidad no asumida. Otros la interpretaban como fruto de la creciente impostura de la Prensa a la hora de ocupar espacios que en verdad no le correspondían.
Presumiblemente, la interpretación correcta incluía aspectos de ambas hipótesis, pero resulta preciso añadir que el diario, en sus contenidos editoriales, se desplazaba entonces velozmente hacia esa posición poliédrica centrista con valores en la izquierda y dinero en la derecha, hacia donde la Transición desde arriba, enfrentada con la Transición desde abajo, pretendía guiar el juego político. A grandes rasgos, el periódico comenzó a distanciarse de su apuesta informativa hacia el centro-izquierda sociológico, políticamente progresista, que había nutrido y nutría aún su primera y más influyente cohorte-clientela de lectores.
La línea editorial pasó a ser mucho más beligerantemente procapitalista de lo que nunca había sido hasta la fecha en sus planteamientos económicos y, sobre todo, laborales. En el ámbito internacional, la confusión de las apuestas informativas proliferó, registrándose algunos episodios de trivialización en la titulación y en la fotografía. La información laboral se redujo de paginación y pasó a ser abordada con una óptica de proximidad creciente hacia el capital y los intereses de los empleadores, en detrimento de las noticias de interés para los trabajadores. La información sindical se ciñó a los aspectos meramente conflictivos, con mucha menor cantidad de noticias destinadas a tal escenario.
Pero, como sucedía a cada cambio de contenidos e incluso de diseño, pese a la coherencia en esta dimensión plástica, ni las ventas ni la influencia del periódico se vieron reducidas, hecho que no hallaba entonces explicación congruente. La función inicial del periódico se vio transformada y, para los progresistas más conspicuos, el diario solo conservaba señas de identidad que no convenía perder, aunque rechazaran el tratamiento informativo dado a un conflicto laboral en el que estaban involucrados centenares de trabajadores y empresas de peso.
Entre la profesión periodística, la confusión hizo que muchos consideraran la mancheta del periódico como una especie de entidad autónoma, independiente y emancipada del trabajo y de la entrega hasta entonces derrochada por el soporte humano que lo sacaba a la calle cada mañana desde la Redacción de Madrid y desde las capitales regionales y de provincia donde el periódico tenía redacciones, señaladamente Cataluña y Andalucía, y corresponsales. De tal manera, la cabecera se emancipaba de su bastidor de personas que a diario la acreditaban, lo cual condujo a la devaluación del peso profesional intramuros de la casa, pese a producir, aquel mito, una ilusión de signo contrario. Aquella tendencia al declive coincidió con la sobreocupación de Juan Luis Cebrián y su alejamiento de la Redacción.
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Este fragmento pertenece al libro Papel envuelve roca. Semblanza en claroscuro de Juan Luis Cebrián, que acaba de publicar Dado ediciones.