Introducción al pasado: saber ser dignamente
Hipopótamo lírico en la penumbra
Estas entrevistas se prolongaron por más de un decenio: entre finales de 1965 y mediados de 1976, año en que el poeta sucumbe a la acción simultánea de una obesidad creciente y el quebranto milenario de sus pulmones. Algunas suertes, incluido el azar concurrente, me fueron llevando hacia José Lezama. ¿Cómo lo recuerdo? Muy gordo, por supuesto: una especie de hipopótamo lírico que rema siempre a bordo del sillón. Dueño incansable de aquel verbo delirante y barroco que finalmente se derramaba como café olvidado en la hornilla. En itinerarios de zunzún y vuelos de zigzag entre las diferentes ramas de la cultura. Armando y desarmando su calidoscopio de imágenes. Candoroso y gentil, flotando en la penumbra sobrecargada de una salita repleta del humo azul del mejor tabaco del mundo.
Dos sucesos (noviembre de 1965) sin aparente conexión. 1) Me topo en Carlos III, por la acera del Instituto de Lingüística, a un colega de la prensa que lee Dador. ¿De Lezama? Muestro interés y me presta el libro. Una semana después, 2) Amanda, condiscípula de la Escuela de Periodismo, solicita quedarse con unos poemas míos para –explica– “poderlos leer con más calma”.
El lunes la pequeña me suelta: “Lezama quiere conocerte”. ¿Lezama Lima? ¿Para qué asunto? “Leyó tus poemas”. ¿Qué, pequeña traidora? “Traidora no –refunfuñó con la abultada carne de sus labios–: le llevé poemas a un poeta”. Sí, está bien, pero le recordé una de las leyendas negras en boga: Lezama es un cuchillo afilado y sobre todo para los jóvenes. “Ay, Félix, tú me perdonas –dijo, mostrando desdén por mis temores y prejuicios–, a mí me parece una persona encantadora. Olvídate de lo que digan”. Me rasco los pelos con un dedo de uña carcomida. ¿Adónde hay que ir a verlo? “A su trabajo, por supuesto. ¿Sabes dónde está el Instituto de Lingüística? Por las mañanas preferiblemente”.
El martes subía por Oquendo con los huevos en el pescuezo. Al cruzar Carlos III se produce un encuentro con el colega de la prensa, que me apura por Dador. Digo que mañana lo llevo a su casa. Sigo. ¿Qué hace este siempre aquí leyendo a Dador o pidiendo que le devuelvan a Dador? ¿Algún presagio? Sigo, con la boca reseca. Voy dando vueltas a lo que me pueden decir y a lo que debo responder.
‘Paradiso’ en la calle
Cuatro o cinco meses después (abril o mayo de 1966), vuelvo a cruzar Carlos III. Al final de un pasillo a la derecha diviso a José distraído con un legajo de papeles. “Ah, un joven poeta se adelanta –exclama– y deja oír sus resonancias”. Manos que se estrechan. Siéntese aquí. Tira de una silla. Sobre el buró de caoba un gran tomo todavía tibio de Paradiso, que recién salía a la calle y andaba provocando crujidos en los cimientos. Yo poseía un ejemplar idéntico, pero para ocupar las manos arrastré hacia mí la novela y comencé a hojearla. Lezama, viendo el interés, pregunta si ya tengo la mía o hace falta que me la obsequie. “No, no, ya compré su novela y –aquí ¿inexplicablemente? intercalé una mentira– hasta la leí.
—¿La leyó? ¿Completa? ¿Hasta el capítulo XIV? Honor que me hace. Y ¿qué le ha parecido?
Yo había logrado en realidad disciplinarme sobre los capítulos I y II. Luego, sin poder resistir, salté al VIII (en la página 264 de aquella edición de la colección contemporáneos de la Unión, febrero de 1966). Hasta ahí mi inquietante botín de lecturas. Había chocado sí con algunas amistades de los mundos de la prensa y la literatura que juraban no haberse dejado tentar por el diablo y leyeron cronológicamente Paradiso desde el instante en que la mano de Baldovina separa los tules, hasta el segundo en que Cemi corporiza a Oppiano Licario y vuelve a oír su voz modulada en otro registro. Pero de bien poco me servía aquello, aparte de ser experiencia ajena, porque unos se iban en elogios desmesurados e imprecisos o muy generales y otros confesaban no haber entendido absolutamente nada, ni por dónde le entraba el agua al pescado frito.
La mirada intensa del interlocutor no dejaba lugar a dudas. Resultaba imposible evadir una respuesta. A esa altura no se podía recoger pita y confesar que apenas había hecho un quinto de la lectura ni optar por una opinión de las ambiguas, solución a veces aceptable para no verse en el trance de rechazar o aprobar sin más comentarios. En materia de mentiras yo cojeaba fácilmente y supuse que Lezama era todo un sólido hueso que roer. Intuí incluso que si no superaba el lamentable percance, aquella amistad incipiente podía irse directo al fondo de la bahía. Opté por mi única verdad a mano, rogando que eso fuera suficiente.
—Ejem, este, creo que su novela puede ser leída ahora pero solo será comprendida en el futuro.
El intenso mirar de Lezama se aflojó y fue disolviéndose parejo a las espirales de humo azul. Una bocanada de complacencia inaudible agitó la luz entre nosotros y creo que pudimos sonreír aliviados, al unísono, atrapados brevemente en la íntima comprensión. Sin embargo, mis apuros no terminaban ahí. Lezama deslizó con serenidad y casi con indiferencia una segunda interrogante.
—¿Le resultó muy perturbador el famoso capítulo VIII?
Apuros de un aprendiz
Bajo la tensión del minuto anterior, estuve a punto de negar. “No. Nada me perturbó en lo absoluto”. Cualquier cosa, con tal de zafarme del agobio. Deseé respirar otro aire, correr por el pasillo y las aceras y quedarme a solas un minuto para sofocar el apuro. Y luego, irremediablemente, caminar hacia el vacío, donde ya nunca volvería a estar Lezama con sus risotadas y sus humos y su aparente ingenuidad durante los interrogatorios. No me moví, sin embargo. Otra parte de mí se enervaba con una plática tan difícil. ¿Podría yo sortear el tremendo escollo, lograr el equilibrio entre los varios abismos del desfiladero y salir airoso, aun cuando el adversario era el cubano más cercano a una enciclopedia de 20 tomos y la plática versaba sobre un libro que él demoró décadas en redactar y sobre el que mis ojos no habían gastado más que un par de horas de su tiempo?
En ese momento (de la vida, no de la conversación) mis mayores esfuerzos existenciales se concentraban en reanalizar y modificar múltiples concepciones y creencias. Comprendía que algunas de mis formas de contemplar el mundo todavía se sujetaban demasiado a las influencias hogareñas y de entorno de la niñez y la adolescencia, transcurridas en una sosegada atmósfera municipal, al cuido de abuelos, padres, tíos, no muy ilustrados y nada liberales (con sus excepciones), que fluctuaban sociopsicológicamente entre el campesino pobre y obstinado, que nada pide ni aguarda, salvo lo que rinda su faena, y el obrero con apetencias culturales y económicas muy limitadas y gran estima de su decencia: en casa se inculcaba sobre todo laboriosidad, honestidad, modestia. Cualquier accidente en la vida de una persona se calificaba de mal paso. A eso se debía sumar un ajetreo de joven rebelde y joven comunista, hasta 1963, en una racha de tiempos en que, mientras una parte de nuestros cosmos se expandían, la moral encogía hasta parecer solo una alusión a asuntos o conflictos del sexo o una admonición contra cualquier eventual o ligero desliz de los apetitos. Recuerdo una ocasión, en esa época de los 60, que paseaba por el parque Almendares y ocupé un banco en compañía de una dama a la que hacía con éxito la corte. Al intentar besarla ella se apartó y señaló un cartel de aviso sobre nuestras cabezas. Este es un banco moral, rezaba. Se debe sumar además mi afición a los cómics y filmes de aventuras, con héroes de una visible virilidad muscular, al estilo de Superman, Tarzán, Trucutú, El Zorro, que sin embargo nunca temblaban de amor, ni concretaban ciertos velados flirteos ni osaban besar a sus espléndidas Luisa Lane, Juana, Ulanita, etcétera: las escenas de esos erotismos quedaban en la tinta, mientras los lectores poco avisados nos adentrábamos en la convicción de que la hombría radicaba más en la fuerza y destreza de los puños que en cualquier otra absurda reacción biológica de los héroes. A esa suma se debe agregar el peso de determinada tradición religiosa que soslayaba la sensualidad y sexualidad del cuerpo y procuraba cubrir con abundantes telas y trapos ese territorio oscuro (y aplazado hasta el último segundo y culpable de tantos males) que confluye anatómicamente en el delta pluvial entre las extremidades no inferiores sino posteriores. Los prejuicios acerca de la homosexualidad (tolerada, explicada y en trance de ser comprendida solo casi 30 años después) no se deben tratar solo como sumatorias más de igual valor. Semejantes transgresiones de la naturaleza, por añadidura, se vinculaban a perversos deseos o irritantes exhibicionismos. Se trataba de una variedad de peste que arruinaba a posibles magníficos mancebos y doncellas, lanzándolos incluso fuera de los círculos del infierno. La homosexualidad, junto a la religiosidad, constituían en aquella primavera de 1966 dos infranqueables escollos para acceder a una plena integración política y social.
—Si digo que no –respondí–, miento. La moral católica, aunque nunca fui católico, era y es el viento predominante. Resulta paradójico pero muy reconfortante que sea un libro escrito por un católico lo que rompa el celofán. Ese capítulo VIII, por encima de cualquier virtud o defecto literarios, es una apertura para nuevas eras imaginarias. (¡Puf!).
Soy incapaz seguramente de recordar textual y ciento por ciento algo que deslicé hace casi tres décadas. No obstante, fue la esencia. Respiré profundo. Yo mismo me empujaba constantemente en direcciones que iba descubriendo durante la marcha. Comprobaba una vez más los flujos y reflujos de una era fulminante y contradictoria, en que a veces la gran ventisca renovadora movía gruesas corrientes paralizantes o retrógradas, en tanto antiguos soplos nos impulsaban inopinadamente hacia horizontes de estreno.
La historia que antecede debió ser contada para explicar en síntesis los vericuetos de una amistad, qué suerte de dialéctica sorpresiva consolida y hace larga la relación entre un docto y barbado maestro y algo así como un lampiño aprendiz bajo protesta y a la expectativa. Algunas suertes, muchas, incluido el inesquivable azar concurrente, incluidas ciertas irrefrenables mentiras y una habilidad ocasional para improvisar una verdad y salir del hueco, más la tolerancia martiana y de límites amplios del anfitrión, más su vocación de dómine candoroso y ansioso de escuchas, están a montones detrás de las largas pláticas que son el fundamento de esta recua de entrevistas.
Cheque en blanco y ensayo coagulador
Soy invitado a la casa: Trocadero, 162. Café. María Luisa, la esposa. Baldomera, alias Baldovina. Conozco su alfombra de viajar: el sillón. El asma es una atmósfera adicional en un entorno donde pululan el libro y el polvo de los libros: el nebulizador aguarda inminente para entrar en acción. Pláticas. De vez en cuando anoto algo en las agendas. Otras acciones y palabras las conservo en la memoria (cuando llegaba de regreso a mi rincón corría a mecanografiar recuerdos). En algún momento José intuye algo e interroga. Respondo. “Quizás lo someto a un interrogatorio en el que me abstengo de hacer preguntas para no restar al fluido o la espontaneidad”.
No objeta. Lo frecuento más y más a menudo anoto en agendas cambiantes, porque también es aquella una época de vacas gordas para las agendas: ese imperio íntimo de papel (con destino a funcionarios, dirigentes, personal administrativo y hasta periodistas inmersos en continuas reuniones y consejos y asambleas y fórums y congresos), que comenzó a debilitarse solo con el derrumbe del socialismo europeo a fines de los 80 y comienzo de los 90.
A punto de concluir 1967, aquel colega que leía Dador y reclamaba Dador y yo coincidíamos en la revista Cuba Internacional y poníamos en movimiento el sueño común de una edición especial dedicada al Che. Tras la muerte del guerrillero en Bolivia y en los primeros meses de 1968, Lezama publica en la revista Casa de las Américas su breve ensayo ‘Ernesto Guevara, comandante nuestro’. Tal vez la memoria y la ambición me engañan, pero creo recordar que por esa fecha Froilán Escobar y yo habíamos hablado in extenso con el amigo gordo sobre el Che, en un intercambio ardoroso y conceptual. De manera que a nosotros su breve y sustancial abordaje nos pareció que arrastraba fragmentos espirituales de aquellas charlas. Eso alentó el proyecto que definitivamente emprendimos en 1969 y se publicó en 1970. Un ejemplar de Che Sierra adentro, dedicado a dúo, fue a parar a manos de José Lezama. El poeta y maestro nos extendió un cheque en blanco con su alto reconocimiento y dijo soportar mejor el asma de aquellos días por la ilusión enfática de que su ensayo coagulador de sueños nos había atinado a Froilán y a mí en el justo centro de los moropos.
También por esos días el colega de la prensa y yo comentábamos risueños el azar concurrente de aquellos encuentros en Carlos III, cuando Dador premonitoriamente fue un préstamo y un reclamo en las cercanías del Instituto de Lingüística. Para corroborar el aserto, mostré a Froilán un ejemplar de Dador, idéntico al suyo, pero con una dedicatoria que decía: “Para Félix Guerra, cuya inicial poética nos da una verdadera alegría. Con afectos de J. Lezama Lima. Noviembre de 1965”.
¿Qué tal de resonancias?
La labor de tomar notas continúa bajo la aparente indiferencia de Lezama. Un día hasta grabamos dos cintas con una grabadora que me presta por una semana el poeta Wichy Nogueras, conocido también con el alias de Cabeza de Zanahoria (dado el rojo pajizo de su cabello y el título de su poemario inicial). En 1970 ocurren dos sucesos que solo debieron ser para bien. Uno, la publicación de la Valoración múltiple (sobre Lezama) que publica Casa de las Américas: se trata de un reconocimiento en grande de la labor como ensayista, novelista y poeta del amigo gordo, cuyo repentino encumbramiento no varió un ápice su hospitalidad y candor. Dos, tras la publicación de Che Sierra adentro, conseguida en prolongadas caminatas por la Sierra y más de un centenar de entrevistas con campesinos y combatientes localizados casi siempre en el escenario de los hechos, la incomprensión acumula alrededor nuestro oscuras y cargadas fermentaciones: era la uña afilada de cierta bárbara burocracia de turno (que luego el viento y el tiempo se llevaron). Froilán y yo no pudimos recoger lauros del trabajo y emprendimos una retirada que nos excluía por tiempo indefinido de los medios periodísticos y parcialmente de los literarios.
Debo explicar de qué manera además la Valoración múltiple sobre Lezama me golpeaba a mí en pleno mentón. Allí venía condensado y listo para consumir mucho más del 70 por ciento de lo que acumulaban mis lentas agendas. La excelente Valoración de Pedro Simón trillaba un camino que yo creía intocado. Mi carga quedaba irremediablemente sin valor.
Visito a Lezama. Lo felicito. Pero sin poder esconder del todo mis aflicciones. Pregunta. Explico la doble angustia. Se produce una pausa, un palpable silencio, quizás el primero durante las muchas horas-plática acumuladas. “¿Y usted qué va a hacer ahora? ¿Se quedó además sin proyecto?” –pregunta Lezama. Opino que con respecto a nuestra larga entrevista al menos algún remedio se podía intentar, pero que él debía meditar si gastaba más tiempo con un desempleado que ahora de momento no sabía dónde podría publicar sus cosas. “¿En qué consistiría tal remedio?”. Bien, digo, en recomenzar de cero. Salir de los caminos conocidos e improvisar un juego con otras coordenadas. Le convido a un carnaval aparte. Salimos de sus inmensos terrenos e invadimos territorios más allá de las fronteras. Yo preguntaría de todo, de cualquier cosa. Usted respondería lo que le viniera en ganas. Usted tendría la opción de rechazar y yo de insistir. Nos iríamos a temas quizás menos cultos en el sentido cultural pero igualmente con su cultura. Sacaríamos a flote un Lezama desconocido, impensado. Deambularíamos por callejas que develen, iluminen, revelen, aclaren, completen. Por desfiladeros que nos obliguen a remover sesos y neuronas. ¿Demasiado ambicioso o demasiado molesto para usted? ¿Sueño de una noche de verano?
Lezama chupa largo del tabaco que hoy mismo, anuncia, le ha regalado Reynaldo González. La disnea esa tarde no le perturba la sonrisa. Lanza una parrafada dialogal. No entiendo. Otra vaharada suya pasa rozando, pero mi ansiedad y expectación me impiden descifrar. Una impresión sí va tomando cuerpo en el aire, hasta que al fin Lezama le pone barro comprensible en los pies y en la cabeza. Hoy él, José Feliz, desea ser solidario con el Infeliz Félix. ¿De cero dice? Acepta. Trato hecho. Recomencemos. “A ver: saque usted agenda de su repertorio. Oh, ¿qué seríamos sin las agendas?”. Aclaro, atrapado entre las sorpresas, que ese día no traigo agendas. Mañana, lo juraba, traería una docena de ellas. Distensión. El buen humor y el optimismo recobran despacio sus territorios. Lezama solicita: “María Luisa, por favor. ¿Quieres traernos dos copitas chicas del vino tinto que decapitamos ayer (un regalo –dijo– de Manuel Moreno Fraginals)? Queremos ahora celebrar algunas victorias y algunas afortunadas desgracias”. Vino (de algún viñedo español situado en la distancia). Y de nuevo a la labor. “¿Qué tal ahora de resonancias, joven?”.
Una cadena de victorias
Las entrevistas que siguen, son el resumen en fin de un trabajo comenzado a mediados de los 60, recomenzado en 1970 y abruptamente cortado en la primera mitad de 1976. La marea del reconocimiento a su obra crece fuera y dentro. Su ascenso recuerda una epopeya del béisbol: cuando un equipo sotanero y ajeno al público eslabona sensacionalmente una cadena de victorias que lo conducen a la cumbre del triunfo y la popularidad.
En 1986 retorno a un órgano de prensa. Reviso las viejas agendas y papeles. Saco todo a la luz del día. Rememoro, reconstruyo, transcribo, adivino brillos en mis propios garabatos. En 1993 publico, al fin, en la revista Bohemia y en La Gaceta de Cuba (literaria), un grupo de aquellas entrevistas. A menudo viene a la memoria una frase de Lezama, lector recurrente de Proust y criatura tan ansiosa por los avisos que le llegaban de todas partes para que se apurara, como por los tiempos perdidos y quizás de alguna manera recuperados.
—Yo veré esas entrevistas publicadas. Depende de cuánta velocidad se imprima usted mismo. Pero si no las veo, conozco sobre qué disertan y cómo se iluminan, y esa novedad me acerca un airoso viento de júbilo. Para merecer algunas vigencias venideras, hay también que saber ser dignamente el pasado.
F. G., diciembre de 1993
- 1. Pan diamantino para muchos otros amaneceres
—Su retrato de Martí.
—Martí es un vecino arropado de los senderos, un solitario que mira de frente y se abanica con palmas. Una levita olorosa a camino, a monte, a ciervo que busca amparo, a banderón de la entrada. Su mentón huidizo carece de importancia, porque vive bajo un follaje bigotudo. Es una persona intensa, olvidada de los espejos. Crece duplicándose desde la barbilla a la frente, donde redoblan faldas y palmares. El mar es un apócope de su persona y él es un aféresis bien pensado del mártir. La suma amplitud de su patriotismo se ensancha con la magnitud del hueso frontal y algunas occipitaciones de fondo. Ojo de mirar profundo, aunque no oscuro, penetrante, aunque sin filo, perfila una sinuosa búsqueda sin sombrero sobre la tierra. Se entrega, con cariño manifiesto, manosea, acaricia de cerca, exhibe dedos irrefragables, se acoda, escucha, percibe, riposta. Y entre ambos, platicador y platicado, abulta una enredadera de tilos y cundiamores, saúcos y buganvilias, hasta que amanece y las crepitaciones se rinden incondicionales al verbo. ¡Qué mansa inmensidad, qué furiosa dulzura! Adereza palabras inefables para alabar virtudes y anatemas espantosos para azotar pecados. Aunque nunca se detuvo en ninguna mejilla con el látigo en la mano. La sátira o la ironía, raramente mordaz, se tendían como puente imperceptible o como rosa de enero. En el rostro le jugaba una sonrisa, leve, no de alegría ni por chistes o bromas (aunque sí parece que se podía constatar su eventual sentido del humor), sino por una dulcedumbre tristeza de amor que se alelaba en el aire, entraba a los pulmones, planeaba como hoja de otoño, se dejaba atrapar, silbaba otro poco y luego iba a buscar nido al anochecer. Nunca nadie fue igual, tanto en días de vendimia como de vivaqueo. Fue un peregrino en movimiento, abandonado a ratos y a ratos oculto de su propio parapeto cervical. Su ternura se alimentaba de un encantado manto freático, en territorios ubicados al sur y al norte. Al viajar, alternando miradas de águila y de paloma, le crecieron nuevas ramas y raíces, como al ser destinado por los aleros para meditar en las más agudas y suaves aristas materiales. Era un coloso colosal. Aunque al estilo griego, no por la estatura sino por la figura. Su esqueleto fibroso dimensionaba dentro del traje y desbordaba la elocuencia de las diversas locaciones. Rimaba estrella con locura, mientras advertía el remanso de las expansiones y la demencia de las lejanías. No fue ciertamente hombre para vivir atribulándose hasta los 70, ni para fallecer durmiendo en un catre o hamaca, sino, paradójicamente, para atacar con un arma que no dispara y cabalgar hacia un enemigo que ama más que aborrece, que desea más redimir que derribar.
¿Cómo pudo Martí caer sobre las palabras sin despertarles sus sombras?
Imagine, estimado, por esa imagen, qué sigilosa urdimbre de persona. Procedía de su noble aturdimiento para cabalgar en sordina sobre el lenguaje, como quien intercede por el viento sin necesidad de percibir lamentos. La hojarasca no crepitaba bajo su apasionado pie. Acercarse como una sombra a otra sombra, es de utilidad sustantiva y sustancial al poeta.
Quien maltrata el verbo y arrastra el adjetivo a su lugar de oración, es un ente ríspido y volátil o un simple chapucero de callejón. Rózame sin rozarme, saluda sin guiñar un ojo.
Ni afasias ni afonías: un callado estruendo. Retumbaba en el ínterin, pero las diademas de sus brillos le llegaban secretamente y sin chistar. No se atragantaba con palabras verticales, antes las hacía bracear por los molinos y desechaba solo las inoportunas y atroces. Mano de maestro es eso precisamente, un ala inaudible, porque además de su magisterio cubano, el lenguaje le debe una cátedra y una multitud de misterios. Con palabras amodorradas y profundas, Martí articuló un idioma renovado que nos va perteneciendo en sus transformaciones. Ejércitos de palabras adiestró con este, su oculto método, no con la intención lívida de crear umbráculos: su propósito confeso y cotidiano fue la claridad y vivir y morir de cara al sol.
—¿Alguna influencia martiana en su poética, Lezama?
—Cuando el Maestro anuncia la lluvia de la noche, el baño en el Contramaestre, la caricia del agua que corre, la seda del agua, y redacta ansioso durante el crepúsculo estrellado del 15, mayo en el almanaque, a 4 jornadas del 19, está anticipando varios devenires. Es el azar precursor que concurre. El poeta aprieta la noche a la humedad que circunvala, inunda el agua con una suerte de seda de manantiales y cariños. Y luego, como ignorando que acaba de tocar cielo y tierra con la punta del arpa, agrega: “… para la mujer de Rosalío, cebollas y ajos, y papas y aceitunas para Valentín”, intuyendo y convencido que entre ambos mundos de cubanía universal no se oponía ningún castillo medieval, de cristal o naipes. Ve en la gran vitrina azogada cómo del pote de la harina se elevan arco iris previos al aguacero y cómo el rocío yaciente se anticipa a las emanaciones del potaje de garbanzos. En el espejo se mira el espejo, que contiene una multitud de espejos reflejantes. Yo, por supuesto, y mi asma, mis inspiraciones atribuladas, los flujos y reflujos de tú y yo, así como los partes meteorológicos y los regresos del totí al Prado, estaban contenidos en los hilos balanceados de esos suspensos. No porque se calce una naturaleza preconcebida o retrospectiva, sino porque el tiempo va abriendo páginas concurrentes, sino porque esas hojas y todo el árbol de los Diarios son iluminaciones y potencias del misterio. Y toda luz, más tarde o temprano, se dirige a sus destinos. Yo bebí y bebo de aquellas lluvias, bajo idénticas noches. Y tal sigiloso azar constituye uno de los placeres de existir. ¿Por quién me dejo acariciar si no me dejo acariciar por mis aguas que corren?
—¿Todo el mensaje martiano ha sido incorporado?
—Doy por descontado que hay masa por amasar y pan diamantino para muchos otros amaneceres. Martí no escribía en cifrado, sino suelto y adelantándose, fácil y sin golosear en hermenéuticas o adjetivos insólitos. Fluía su verbo como agua amoratada de manantiales, porque antes pisó entre metales y legumbres. Su complejidad salía sin nudos, su sencillez era improvisada con nudos verdes de la tierra. Para que el protagonista alcance su esplendor tiene debidamente que nutrirse de misterios. A sus pies se tendía una insospechada vastedad y él tomaba añil de ese azul y lo desparramaba con su tinta, con el mismo deleite y sinceridad que la tarde derrama el agua del baño. No lo sospecho retorciendo clavos ni cerrando candados al final del párrafo. Si todo no está interiorizado, amigo, o si lo está poco y no pegado al hueso, con ausencia de tuétano y esmirriada savia, es porque el ojo que falta nos falta a nosotros.
Es cierto que su permanencia indescifrada ocupa todavía inmensos memoriales y abundantes mañanas del colibrí. Pero es una generosa ventaja y no la desventaja que alguno pudiera profetizar. Tener un manantial vivo, en el patio, en la raíz, al fondo, es una delicia comparable a la de haber bebido sin saciarnos. Diversos abracadabras nos abrirán esas grutas. Alguna vez dije en alguna parte: que sus palabras, hasta las más socorridas, tomarán nueva carne en los días de desesperación y justa pobreza. El reservorio no decrece: en mi cálculo, aumenta, agrega imantaciones, salta, chisporrotea, emana, fluye, se condensa. La vegetalidad alimenta la animalidad y entre ambos crecen y sacan chispa a lo maravilloso material. Un siglo o una semana después, el agua apresurada se evapora, reiniciando ciclos y abandonando su período áptero, retroalimenta nubes, y vuelve, un día, una mañana, y es esa agua que cae ahora allá afuera, concurrente y casual, y se derrama gozosa sobre territorios que siendo los mismos ya cambiaron la luz del paisaje.
—Su opinión sobre los versos sencillos.
—Para instruirlo con un reticente recurso de sinestesia, le diré, por arribita, que nunca se hablará bastante de esos octosílabos rimados, esplendor de la sencillez elaborada con que Martí se aventuró en el tiempo. Pienso en ellos, algunas veces, como la flor primera, absoluta y total de la cubanía. Acostumbramos a hacer frases, farragosas o lúcidas, si alguien alude o contacta la palabra crisol, que se refiere casi siempre a impensadas franjas recurrentes o inesperados vados de la historia. No me opongo de ninguna manera a los sobrentendidos, porque me estaría negando, cuando soy de los que dibujan flamencos remontando el aire con solo avivar la llama de la hoguera. He ahí un ejemplo, visible e ilustre, de porcelana y guano, de ariques y terciopelo, glaciar y tórrido.
Aunque no llevo cuentas ni estadísticas, sino sumas espirituales, he leído sobre un centenar de veces esas pompas geniales, que aletean ingrávidas sobre montes y charrascales del archipiélago sin intentar poner tonsuras a los patricios ni collar de perlas a los bajos instintos o nacionalismos. “Por donde abunda la malva y da el camino un rodeo”, crece una yagruma paridora de manos. Es el mismo sitio “en que le salió un retoño a la pobre rama trunca”. Y yo, José de este siglo, que vive entre dos muertes, pienso “en el pobre artillero que está en la tumba, callado”. Aunque también, en la noche, cuando hago la oración, en “los angelitos medrosos que me trajeron, piadosos, sus dos ramos de claveles”. Para ser Maestro, Maestro en los genes, y Apóstol en diástoles y sístoles y fibras del metal, hay previamente, con modestia radiante, con serena altivez, que proclamar que se es un hombre sincero de donde crece la palma y antes de morirme quiero, porque resulta un manifiesto de nación y origen, una tierna y escrupulosa predicación audible a los pobres de la tierra, aun cuando sean los ecos quienes lleven el mensaje hasta lo recóndito de las estancias. No habríamos llegado a este destino, sería otro el destino, sin aquellos papeles previos.
La resistencia de los muros está implícita en esas cuartillas escritas con temblores. Es la forja del arte y su utilidad histórica. Quien duda del valor y del coraje de un poeta y de la poesía, que registre en lo oculto de aquel pecho bravo. No pueden, ni la industria ni la economía, descubrir mejor que todo y nada, como el diamante, antes que luz es carbón.
—Está el Martí de los discursos.
—No se puede picotear en libros raros hasta conocer el Martí montañoso, que como un Midas justo y atinado convierte en oratoria todo lo que lleva dentro de ensayista y patriota. Yo me cruzo de pechos y me balanceo, asombrado. Apenas puedo imaginar la infancia de un tribuno tan grande: ¿qué decía, y cómo, a los amigos de juego, a las noviecitas de probar, con qué palabras respondía a quienes se le enfrentaron en los patios de colegios? Quisiera mirar por un huequito. Debió blasfemar, pero ¿cómo articulaba, con qué sintaxis, sus apasionadas acometidas de adolescencia? Con la miel de sus amantes derretidas se debió enlodar aquella Habana de 1800 y tantos.
¿Dónde y con quién dormía el verbo que le creció tan colosal? Se intuyen y conocen las lecturas afiebradas, las posibles influencias, las sobredosis y sus sobrenaturalezas, pero ese relumbre, las imágenes, el portento, ese granel que le hacía regalar diamantes, como observó Darío, hasta en la simple charla de café, ¿emanaba de dónde? No conozco conferenciante comparable. Resulta demoledor y convincente. La fuerza le bajaba de las raíces, destellaba como un demonio angelical. “Nada es la inteligencia”, decía con fruición y resecos los labios, “que se emplea, como el hurón enamorado de su agujero, en cavar, con la cabeza hacia lo oscuro de la tierra, convocando a los hombres a desconfiar de los que aman al sol”. La palabra le llegaba como agua clara, del intelecto y de sus idilios permanentes con la luz: los discursos fueron su poesía de trinchera, sus alaridos para rebasar ridículas fronteras de tiempo y raquíticos límites de espacio.
—¿La verdad más universal de Martí?
—Martí habló de los pensadores de lámparas, los pusilánimes pensadores canijos. A tales sietemesinos él solía llevarlos con el fuste: de ellos dijo que recalentaban razas de librería para estimular animosidades y odios. Afirmó, con palabras más que conocidas, que “no hay odios de razas porque no hay razas”. Convencido vivió y murió, convencido como podía estar de convencido un hombre de esa dimensión, que “la identidad universal del hombre” no se detiene en colores de piel y supera cualquier onerosa expectativa.
—¿Su frase más desolada?
—Dijo: “Callo, y entiendo, y me quito la pompa del rimador”. ¿Conoce a alguien más triste que el poeta cuando depone su cetro?
—¿La más centelleante y cegadora?
—“Yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy”. Ante ese trueno magistral y prolongado, mejor acumular un ensimismado y cauteloso silencio.
- 2. Árbol incorregiblemente repleto de descubrimientos
—Lezama, ¿ha pensado en el árbol? ¿Qué opinión le merece?
—Cada árbol es una catedral de hojas y cada hoja una catedral de estancias. Un animal tiene cuatro patas porque no puede tener dos, porque es un mamífero todavía de poca alcurnia. El hombre tiene dos, porque otras dos ya logró convertirlas en manos. El árbol, sin embargo, amigo, se sostiene cómodamente sobre una sola extremidad y así de paso no se deja arrastrar por exabruptos y otras velocidades.
El árbol, como yo, como usted ahora, es un viajero inmóvil, alguien que tiene prisa por estarse quieto, por serenarse bajo un cielo en movimiento. El árbol se traslada con expansión y es fiel a su paisaje. Es el único sujeto leal al horizonte: no juega con él, no intenta acercarlo ni alejarlo.
El árbol es un misterio inicial y el misterio en franca reducción. El árbol es el esbozo invertido de una campana sin sonidos, es el pasado de la cruz. Y cualquier árbol es el árbol de la vida, el traficante en oxígenos. Cualquier árbol da pan y da manzanas, cualquiera descorcha vinos y pare azahares. Un solo pájaro llegando a la hoja anfitriona, a la amplia rama hotelera, fue suficiente razón para que Dios emprendiera el proyecto del árbol. A ese mismo proyecto multiplicado por el infinito lo llamó, excitado, divertido, con el nombre altisonante de bosque.
El bosque es, pues, la altisonancia, el abolengo vegetal, el delirio de la creación, el frenesí de jugar con un dedo creativo e instantáneo. Dios puso el dedo, su dedo de Dios, y lo iluminó a usted y me puso luz a mí y lanzó la iniciativa de los bosques, de donde debíamos tomar la fruta y la sombra y la flecha y la silla y la mesa y la cama, para hacer un tránsito relativamente seguro y confortable.
—Dígame algo verde de los árboles.
—¿Verde sin que yo sea un viejo verde? Pues le informaré que de niño yo orinaba detrás de un árbol verde. Y que si de mayor no lo hago es porque carezco de árbol íntimo, al fondo del patio, donde desahogar mi humedad. Bueno, ¿y qué hay de verde en esa confesión? ¿Orinar es una acción verde por el simple hecho de que orinamos con el mismo órgano de fornicar? Y, bueno, ¿fornicar es una acometida verde, porque el color del diablo es de un verde azufre y corrompido? No. Nada es verde en ese sentido satánico, ni el propio Satán, que me han dicho se tiñe el cabello.
No hay perversidad en el verde ni nada vegetal en la perversidad. La perversidad es puramente cerebral e incolora, totalmente animal y sutilmente reptil. Y lo que tiene que ver con el sexo, de insecto o de elefante, de pulga o de camello, e incluyendo al viejo verde, enseña los mejores colores y es cándidamente infantil y alegre. ¿Algo verde del árbol? Su fruto antes de madurar.
—¿Qué es lo que más le sorprende del árbol?
—El árbol es un conjunto de sorpresas, como diría con brillo cualquier buen diccionario. Usted camina por el prado, mira, ve, comprende, y todo sorprende. ¿Verde? Una copa verde, un follaje verde, un mango verde o una guayaba verde o un níspero verde o un aguacate verde. ¿Por qué tal insistencia verde, por qué esa recurrente y porfiada obstinación? Ayer verde, verde hoy y seguramente verde mañana en la mañana. ¿Falta de imaginación, un estilo reiterado, una preferencia incorregible, una tozudez de Dios omnipotente? Cada respuesta puede ser.
Pero, ¿y qué me dice de la flor? ¿Insistir en el verde no será un recurso para luego deslumbrar con las veleidades del pétalo? Flor roja, flor amarilla, si tienes vergüenza no me hables más, flor azul, flor lila, flor morada. ¡Caracoles! ¿Sorprende, no? Cuando el labio no decía aún sorpresa, decía flor. La flor es vanguardia de la sorpresa y el premio a la virtud de vivir. El Creador mismo se sorprendió con el advenimiento sorpresivo de la flor y la misma flor se sorprendió coqueteando con el espejo de las aguas. Todavía hoy, un millón de años después, usted regala una flor, a la ninfa, a la novia, a la amante, y ella se desbarata y se endiosa rápidamente con la sorpresa.
—Usted es gordo ahora, pero ¿alguna vez fue suficientemente flaco como para trepar al árbol?
—En la vida he sido suficiente para pocas cosas. Sí, una vez, como en un cuento, subí a un árbol que a su vez trepaba por una cerca. Cuando me separé un metro del suelo comprendí mejor la palabra altura y entreví lo que mis mayores llamaban con misterio el horizonte. Un árbol está incorregiblemente repleto de descubrimientos, que continúan descubriéndose después que uno bajó y dejó la adolescencia disolviéndose bajo un manto de lluvia y otras espesuras.
Hoy descubro que la felicidad es cualquier asunto, incluso agarrarse a una rama y con manos de flaco resistir, mientras contemplas a la lagartija en su guerra. Descubro hoy, ahora en este ensortijado segundo y con su ayuda, que fui flaco alguna vez, siquiera tres segundos, para trepar al árbol, porque los árboles, y he ahí otro descubrimiento, están vedados a los gordos. Soy un exflaco. Anótelo ahí. Y soy un gordo eventual, porque me lamerán los gusanos del polvo enamorado. Anótelo ahí también.
—¿Qué daría por tener un árbol delante de su casa?
—Vivo en Trocadero, calle estrecha, soleada y polvorienta. ¿Cuánto daría? Daría mi otra eternidad, la siguiente, porque esta la comprometí entre mis novelas por escribir, mis poemas revoloteando en las vísperas y en las entrevistas que concedo a los periodistas ansiosos de novedad. Si el cielo me diese otro par de ojos y otra nariz y otra gordura yo las pondré a disposición de su pregunta. Deseo tanto tener un árbol delante de la casa, que permutaría (ahora se puso de moda permutar, ¿no?), que incluso permutaría mi casa por el árbol solo, sin la casa detrás. Y viviría gustoso en una rama, si me la cede el gorrión.
Dicen algunos, los que profesan con devoción la concepción materialista, que el hombre bajó del árbol. Gustoso me gustaría contradecir y subir al árbol para ser de verdad el hombre y no una afobiada bestia de ciudad entre las cuatro paredes de su cueva.
—¿Conoce algún vínculo indisoluble entre hombre y árbol?
—En efecto hay vínculos nutricios, energéticos, vitales, pero de esos mejor conversa el botánico. Ya antes, en el Preludio a las eras imaginarias, me explayé en parte y dije que: “La identidad que es la extensión crea el ser, como la extensión crea el árbol. Pero todo ser es ser causal, para diferenciarse de la sucesión de la infinitud. Pero el ser es ser causal, como el árbol es bosque”.
“La casualidad es como un bosque… dominado. El ser causal es como un bosque dentro del espíritu de la visibilidad”. Eso dije. Eso sostengo. Y si acaso agrego: El ser y ser árbol no impide acatar sociedad. Y transpirar como bosque no reduce o no debe reducir al individuo. Si bosque e individuo, si árbol y sociedad, alternan sin sustituirse, se toman afecto sin evitar las críticas, se prestan herramientas y emociones, si borbotean y esquilan juntos, si son recíprocos, si ninguno intenta acrecentar poder o riqueza en desmedro del otro, pueden convivir, no sin eludir desgarraduras pero sí soslayando las peores.
—¿Es posible seguir viviendo después que el hombre tale el último árbol y el último bosque?
—Ya sé, sí: el hacha está en el orden mortuorio del día. Y la diabólica y más actual sierra eléctrica deambula recitando una letanía macabra. Con esas invenciones los taladores soplan y dejan vacías las montañas. Estornudan de muerte en los llanos, escupen al río los troncos y los empujan por la corriente hacia las maderables y apolilladas ciudades. En el pasado infausto siglo, y Martí fue contemporáneo de esa calamidad, la ruina cruzó sobre los ensoñados bosques de Cuba y arrasó aquellas fermosuras que avistó Colón.
En la Amazonia, dice la prensa, es el reino del hacha y el fuego. También en otras muchas locaciones, el mundo es ancho y vulnerable, los bosques se van derechito al cielo, seguramente, mientras las hachas se ganan los humos del infierno. No, no es posible seguir respirando ni valdría la pena. Cuando el hombre tira el hacha, la tira contra su propio cuello. Es decir, el cuello de la madera es mortal con mi sangre y la suya y no sobrevivirá al autocrimen. Creo que al ritmo que va todo, no quedará tiempo ni para mi permuta. Pero si de toda esa masa vegetal queda la sorpresa de una flor, que la ponga el viento sobre mi tumba.
- 3. Me defiendo y digo: soy molusco
—Diga: ¿cómo ve el mar?
—El planeta es el ojo. El mar es la pupila con que el ojo mira al universo y a su ampulosa eternidad. El agua es el líquido acuoso sentado sobre un cojinete de tejidos conjuntivos, al cual entra la luz haciendo piruetas invertidas. Miramos con el agua, aguzo el agua y veo una eventual e inexplorada soledad que se aleja y “Alcanza –escribió Apollinaire– el récord del mundo en altura”. Me inclino sobre mi balcón existencial, es decir, El Malecón, y ambos, él y yo, damos con nuestros pechos a esa inmensidad salada donde intuimos peces, tridentes, sargazos y náufragos de diversas estirpes, todos en el coro, con sus pulmones y carrillos inflados, porque cantan o La Bayamesa o La Marsellesa o cualquier inspirado himno del ahogado.
Retornar al mar, como lo hacen los náufragos, es la manera única de no quedar huérfanos. Las algas levantan la plenitud de sus brazos y recogen al hijo pródigo. El coral es un seno, aunque pétreo, que se acomoda al labio del primogénito. El mar acuna. El légamo entona canciones de cuna. El mar nos pare y no agota su maternidad. Al encaminarnos al litoral, recuperamos la patria con un movimiento del pie. Valéry, extraviado, afirmó que “Felices son los muertos en la tierra que los entibia y seca de misterios”. No estoy del todo con el francés. Más bien pienso que felices los muertos en el agua, porque no hay tibieza ni resguardo como el del útero materno. Casals imploraba, ciertamente desconcertado y ciertamente abatido: “Oh, ninfas de la mar, no hagáis que acate de Zeus el cobarde poderío”. Y rogaba, saco mi cuenta, porque esas múltiples criaturas son algo más que altares: son todas las madres tiernas y salobres dispuestas siempre a parirnos nuevamente.
—Lezama: ¿le gusta el océano para bañarse?
—Soy piel, también soy piel. ¿A quién no le gusta que le acaricien los tobillos? Por el agua del mar ¿no? anda Moby Dick, la ballena pálida y picapleitos, mi parigual, dándose frescazos, dándose bañuras literarias. ¿No puedo aspirar a esas golosinas? En cuanto a golosinas soy un picaflor, siempre que no me obliguen al delantal y los carbones. Lo difícil sería saber si al mar, tan refinado, le gusto yo, que soy pez sin cola y apenas coordino con mis instintos natatorios. Nado peor. Soy un asco de criatura pelágica, alguien sin siquiera escamas anteriores o interiores. Qué ajeno permanezco a una aleta dorsal o anal. Hundirme y tragar agua no es mi destino en brazos de la madre. Gustarme, me gusta. Gustarme, me encanta. Y de alguna manera esas aguas son mías, como yo soy de ellas. Pero el hombre no debe someterse manso a las leyes ordinarias, sobre todo cuando la razón o la sinrazón lo acompañan. Amigo, ¿qué haría yo en short o trusa, llevándole 150 kilos de carne al océano?
—Tampoco lo imagino, Lezama, en la proa de una nave cruzando mares. ¿Es que no reúne usted requisitos de navegante, son prejuicios míos, o que lo diviso siempre a bordo de ese sillón tranquilo, sin derivas ni apenas balanceos?
—No crea. Como todo muchacho, como todo adolescente, como todo hombre soñador, he soñado. Por ejemplo, ser vikingo con el hacha al hombro oteando horizontes azules. Me hubiese gustado carenar en el navío de los hermanos Pinzón, porque lo nuevo o la novedad me arrastra como una marejada. Carezco de pulmones de navegante, pero cómo me saca afuera el lobo cualquier brisita marinera. Es cierto, sí, carezco también de biotipo para el remo. Pero mi sillón del sosiego es además mi sillón del desasosiego. ¿Cree que la velocidad del sillón es de cuatro milímetros por siglo? Pues no: es un sillón persa, primo hermano de las vertiginosas alfombras persas. Hace hasta 11 mil kilómetros por hora, suficiente para vencer la gravedad del letargo.
Vamos a hervir con los prodigios. Observe, mire, zas: deambulo ya por los Jardines Colgantes de Babilonia, la gran Babel, y es primavera, época en que las crosandras abren sus flores amarillas y la estrelitzia riega el color naranja y luce su erecta cresta azul. ¿Es necesario que cuente como la vellosina pare campanas simétricas y violetas? Y ahora, prampán, hago girar el timón sumergido del Nautilius y me acomodo para contemplar mejor y más a esos lutjanidaes, es decir, pargos, y escrutar sus hábitos demersales y neríticos. ¿Otra demostración? Se acerca un cardumen de cornudas, con sus bocas erizadas de dientes: ¿Hablamos de pasta dental o de su condición de vivíparas? No llevo remo ni me dan los pulmones para pulsarlo. Soy un navegante no semoviente con arpones sedentarios: timón de palabras y una popa de imágenes. Pero navegante en fin, porque no hay más destino que navegar y navegar. O vivir y vivir. Y todo eso con furia inalterable y tranquila, porque nada me mata más que permanecer inmóvil dos segundos en la fragilidad de esta salita mía. Y ahora, páseme los fósforos o la fosforera.
—¿Está al tanto de cómo van a parar al mar los detritus de las ciudades, los desperdicios atómicos, los ríos contaminados, el petróleo que derraman los barcos?
—Demos un salto retrospectivo. Los fenicios ya contaminaban de estaño y otras naderías las aguas entonces candorosas del Mediterráneo, hasta las mismas columnas de Hércules. Y los que se persignaban con la señal del martillo de Thor, los angelicales normandos, arrojaban al mar sus lastres, que incluían sobras de alimentación, ratas despedazadas por el hacha, remeros amotinados, esclavos convertidos en la solidez del picadillo, el cucaracheo y los calderos sobrantes. ¿Por qué, si no, se quejan las gaviotas desde entonces delante del bocado a deglutir? La semilla fue sembrada toscamente y su herencia flota sobre las aguas.
El mar es generoso, pero la tosquedad, y súmele la ignorancia, y súmele tecnología, y súmele nuevas industrias y más ciudades, que se acumularon y multiplicaron. Dos apenas hacen daño, pero 2 x 2 x 2, dos mil veces, se hace insoportable. Multipliquemos los siglos por cada salto de conejo y salpiquemos con disparos las patas bailadoras del conejo. ¿Resultados? Veamos. Yo, por ejemplo, como individuo, atesoro mi propio cubo o tacho de basura. Usted el suyo. Al mío lanzo papeles, lápices mochos y bolígrafos gastados, cáscaras de mandarinas, una arandela en desuso, restos de coles, las cintas de máquinas de escribir carcomidas por las teclas. ¿Adónde van mis desperdicios de fumador, mis colillas, mis cenizas? Al tacho, ¿no?
El mar es el gran tacho de la basura social, del sobrante humano. Con la diferencia de que nosotros podemos ir, vaciar el cubo y comenzar de nuevo. ¿Quién le arregla las uñas ahora a fenicios y normandos? Le avivo una lejanía de nieve, para que fermente cálculos. Atravesamos dunas para enterrar ejércitos y flotas putrefactos. Restos de vida lanzados sobre el hombro levantan salpicaduras. La Fetidez y La Parca pasean en sus góndolas. Venecia se hunde. También las aguas de nuestras bahías. Por supuesto, llegará el desquite del tacho, que tirará hacia su reino de branquias descompuestas. Oiga, amigo, hacemos urgentes preparativos para dejar la herencia a trilobites y cangrejos. El naufragio de los océanos nos sorprenderá sin bote ni timonel. Prepare su salvamuerte. Y procúrese algún maderamen para flotar.
—¿No ve posibilidades de salvar al mar y salvarnos nosotros con esa salvación?
—No estamos obligados a participar en el banquete horrendo donde las mujeres embarazadas serán arrimadas al cuchillo, en el jolgorio de las alimañas. Creo lo que anticipé, que las criaturas del bosque, por su inocencia, por su eficaz candor, pueden imponerse a la hecatombe. Pero usted es consciente, urgentamos lucidez y emanciparnos de ciertos inescrupulosos instintos. Para salvar al mar, hay que salvar al mar. La tinta de imprenta hace lo suyo, y el verbo y la imagen harían lo suyo, pero ¿y los gobiernos y estados, qué hacen, qué harán, qué lograrán hacer? La metáfora a pulso no hace milagros. Ni siquiera ya los milagros son milagrosos. Precisamos la gran carga, como rogó Villena. En una de las eras imaginarias, por la resurrección el hombre participa en el otro reino de Dios. Los océanos integran el gran sistema que insiste en la humedad. La humedad es vida, mientras que la falta de humedad es el vejestorio y las vísperas de la extinción. Yo, en verdad, deseara que el salitre continuara llegando a mi sillón.
—La proximidad del mar, a cinco o seis cuadras de distancia, ¿le agrega algo a su vida?
—Vivir en puerto es bien diferente a vivir tierra adentro o internado en la montaña. Todo posee su parte amable y hacendosa. Pero la turbulencia incesante, el oleaje golpeando contra la almohada, el oído pegado a la gran concha, nos trae sonidos remotos, campanas de otras latitudes, anuncios de otras existencias. Y yo, sin esos ruidos de isócrono, pierdo mis alas de criatura en la víspera. Es de puerto en puerto como se desplaza el navegante y como se olvidan los amores. Déjeme al pie de la espuma como un conivalvo. El litoral es el sitio por excelencia para abandonos y regresos. Yo, por cada abandono, regreso tres y así multiplico mi estancia en la vecindad de la gran corriente. Si alguien me acusa de molusco, me defiendo y digo: soy molusco.
- 4. Bebo pequeñas cantidades de río
—¿Qué imagen le acude cuando piensa en el río?
—Cuando pienso en los ríos o en un río, en esa gran tortuosa vena otilina, como hubiese dicho (César) Vallejo, siempre me acude la imagen de un mismo inexplorado placer: cómo me gustaría remangar el pantalón y cruzar a la otra orilla por un vado transparente, rumoroso y añil. Sería el acto ejemplar e idílico de la ruralidad, además de una acción de criollísima prudencia y sensualidad. El agua que lame el tobillo es la mansedumbre magnificada, dada la horrorosa longitud del lamedor y sus aletargadas potencias. Uno logra, el hombre logra domesticar muchas alimañas, pequeñas o grandes, lineales o redondas, alejadas o próximas, pero que el perrito faldero y azul venga, agachado de ojo, suavemente áspero de lengua, sin ofensas ni colmillos, a besar la piel de tus extremidades inferiores, es de una voluptuosidad demente. Es como poner los fundamentos de la razón en función de los vellos de tus piernas que, mellizas o rollizas, iguales o ligeramente asimétricas, son bien distintas y duplican la acción y el placer.
Al río de Heráclito el cambiante los filósofos echaron millones de metros cúbicos de razonamientos. Resulta que a ellos inicialmente les pareció estático, inmutable, quieto, como a veces le parece al testigo conmigo. Pero el río inesperadamente insosegado siempre había sido insosegado, porque la ansiedad del agua no iba a aguardar por los descubridores. Lo que siempre fue un día sorprendió a la boca inexperta del filósofo.
Sabemos ya, de sobra, que el líquido viaja, aunque todo viaja, sin cesar, igual que el río, y viaja el escaparate y viaja la ventana seguida de los ventanales, viajan los adoquines de Trocadero por los meandros del espacio, viajan los feligreses dentro de sus catedrales y, por supuesto, viajan mi sillón y su pasajero, que apenas logran apearse en las estaciones. He visto al puma beber en la ribera y luego levantar el ópalo de fuego de su mirar. Vi a la garza detener la potencia trasnochada del ala, para apurar y beber de la corriente. Observé a la golondrina cuando calmaba la sed, sin detener el incesante aleteo migratorio. Me he soñado a mí mismo barritando al pie de una larga exaltación de agua, agua añil, otilina como nunca, que quería pimplar de mi carne y mi sangre en movimiento. He pensado y pienso, siempre con algunas goticas de humedad perlándome el sudor, que el primero en avalanzarse será el que beba más, porque ambos somos deriva, agua o sangre insosegada, sin quietud posible, sin paciencias en las posibles aunque siempre aplazadas estaciones. Si me bebe, lo bebo. Si me baña, lo baño. Si me lame, lo lamo. Seríamos culpables mutuos de saciar la mutua contemplación sedente.
—Como usted sabe, nuestro cerebro es agua, en más del 80 por ciento. ¿Lo percibe de alguna manera cuando escribe el poema?
—Soy agua, amigo, mas agua enamorada. Lo que me veo precisado a decir, oh santos de los cielos. Soy, sí, pues, agua sentada que escribe, mojo con agua teñida la pluma y escribo largos y húmedos poemas. Y ¿quién me impide respirar en la madrugada alta, antes de que cante el gallo, y quién después que canta el gallo, y quién cuando ya el gallo persigue alebestrado a la gallina? La humedad, que soy yo, es el enemigo de mis pulmones, que soy yo, que no pueden sino respirar agua, que soy yo. El agua escribe poemas y el agua martiriza al agua. Yo pregunto, amigo periodista, ¿tanta agua no terminará por mojar sus papeles y reblandecer la entrevista? ¿Percibe usted de alguna manera el agua cuando formula su pregunta?
—Me contaba usted de un decimista que pasó una noche entera improvisando sobre el río.
—Se trata de una experiencia de juventud. Me anunciaron como poeta a aquel hombre hinchado y enérgico, repentista. Yo debía rivalizar con él, pero nunca intenté hacerlo. Callé. El otro, el rival, gallo vencedor, se ensañó. Era el Cucalambé de la finca. Por la finca cruzaba un río con mañas de manguera. El repentista dijo maravillas de ese caudal. Lo llamó “orgullo rural”, lo llamó “manantial inagotable de hermosuras”, “prístino susurro”, “transparente ilusión”, que así rimaba con “rumorosa pasión”. Fue por demás una noche de lechones asados, trigueñas con rosas en el cabello, guitarras adolescentes y caderas de mujer.
Las metáforas del repentista, por supuesto, me mataban de la risa y fui risueño, sin contemplaciones ni agravios. Aunque algo quedó claro: el repentista amaba a su riachuelo con ardor que rimaba, con métrica inaudita. Por eso recojo su riíto en mi antología de recuerdos y llamo a no subestimar las dimensiones de la humedad, porque cualquiera, aun esa risible, despierta la inspiración.
—¿Su río preferido?
—Defendemos ataduras geográficas: ¿comodidad, geofilia, provincianismo? De todo encontramos en la viña espléndida del Señor. ¿Cómo escapar por otra latitud, si el ojo viajero te conduce reiteradamente a la igual orilla y te hace beber, con deleite recurrente, como el almizcle nuestro de cada día? ¿Mi río favorito? Por años ha sido el Almendares. Porque, ¿cuántas veces acudí allí, fui allí, a depurar alucinaciones y fantasías u hoscas realidades y también a aliviar el calor de los veranos?
El hábito hace costuras en las riberas y la repetición causales tus casualidades. Mi voluntad podría jurar, porque padece una flagrante vocación por lo universal y lo intemporal, que tanto Tigris como Éufrates son incomparables por el barroco histórico que uno conjetura en sus orillas, desde los bordes de la meseta de Armenia hasta el propio Chatt al Arab. Al paso del Nilo undoso y matinal se persigna con su signo el faraón viendo transcurrir la eternidad, porque la eternidad suya deambula antes de estarse quieta, corre y salta al vacío, se destroza en el arenal, se hinca de brazos, rueda mansa, pero continúa siendo una y mil, ilimitada e ilimitante, así como el espejo y el inmultiplicable espejo de los añicos. Por el Amazonas viaja una larga canoa bajo el ramaje y el salto de los monos, acechan misteriosas criaturas, se contradicen el caudal y la corriente de las aguas, la primitividad es lujuriosa, exultante y lozana, y el tiempo se desplaza hacia una contemporaneidad que se aleja como los horizontes.
Mucha es la fascinación por el paisaje del otro lado de la cerca. Sin embargo, mis humos y mis miradas las echo sobre el modesto río local, que en suma no es sino el río entre todos los ríos. El Almendares es corto, poco ruidoso y poco fantasmal, infinitamente más delgado y calvo, pero, ah, por ser el que más aproximadamente agrupa leyendas y fescuras, es mi río, el mío de mis ojos, el que vi y veré, el que escapó y queda y el que se detiene y fluye siempre. Desde hace algunos años, a causa del insosegado sillón, no le pongo los ojos encima: la ciudad creció y crece y vive atestada de guaguas y automóviles y camiones. Hace rato perdí de vista a ese diminuto coloso, pero me contaron que perdió el azul y camina encorvado por los albañales, con perfumes que no son los suyos acostumbrados. Envejeció con precocidad: la vida ciudadana y estatal y el municipio lo envejecieron. No es su culpa: son las arrugas de la contaminación. Las industrias que crecieron como hongos en sus orillas, ahora le patean el trasero. Hay que mirar a su lecho con auxilio del pañuelo y las gafas oscuras, que no por gusto proliferan y sustituyen al aire y al sol. De cualquier manera, sigue siendo el río de mis noches. El río de mis sueños, mi preferente. En una época en que ni el Danubio sigue siendo azul ni siempre las estrellas logran romper el tabique continental de las poluciones, yo debo ser tolerante con los pecados del río, que no se corrompe por su cuenta. Mi río favorito será el que corra más cerca y me despeine más.
—¿Cómo sería el planeta sin sus ríos?
—Alguien juega al billar sobre el tapete del cielo. Una leyenda que merodeaba el Ganges nos cuenta de la existencia de un río cuya afluencia no se podía precisar. Se trataba de un río circular, es decir, que se golpea la cabeza o muerde la cola, y cuya corriente hierve a una altura de las estrellas y el tiempo. Sin el agua, fundamento fundamental, apuntamos extraviados, perdidos, sin senderos que pisar. Si el marfil se desinfla, cesa el juego y cesan los jugadores. Un billar envejecido es solo un asteroide en ruina, una roca sin concupiscencia. Nunca fruta o apetito. Existe un equívoco con las siguientes señas: el del cuchillo que va a pelar mango o manzana y también deja monda y sin delirios a la mano.
—¿Le gusta beber del río, quiero decir, directamente?
—Bebo pequeñas cantidades de río: el vaso. El vaso es mi río doméstico y casero, faldero, que llega tintineando al borde de los labios y luego emprende el meandro de los intestinos. Que perdone el río porque yo no acuda en las mañanas a tomar brisa y humedad, pero el asma es un impedimento atroz. Por eso agradezco la humildad del agüita mansa, cotidiana, llena de aroma municipal, desempercudida, liviana y transparente, que se agita y aquieta y enfría y luego repite el gesto pastoril de la doncella: amainar mi sed. Con la misma humildad yo metiérame por las tuberías y llevárale mi nariz a respirar. Pero soy huesudo y masudo y estoy además por otras razones adicionales, impedido de visitar a contracorriente.
- 5. Amar el coro cuando canta
—¿A qué edad comenzó a leer?
—Todo tiene su origen, como usted sabe. Yo vivo de rastrear orígenes, de fundar orígenes. ¿Mi primera página leída? Bueno, tendría que remontarme al diluvio o a las glaciaciones. Fue allá por el siglo tanto. Caminaba desnudo por un páramo, rocas a ambos lados, un tigre perfumado pisaba sobre mi huella, calculando que iba a ser su desayuno. El viento entonces: sopló. Arrastró un periódico de ese día del Pleistoceno en que informaban, con esa perspicacia de la prensa diaria, que un gordón le iba a servir de salchichón a los felinos. Me dije: No. Y vine y me encaramé en mi sillón, donde estoy a salvo de tales infaustos alcatraces de tierra. Fue un acto insensible, prenatal. Un golpe precordial de letras antes de que fuera inaugurada la lectura. Y el culpable fue el incienso, el tigre rastreador, la ignorancia de que el desayuno estaba a punto de ser inventado. Pero no me agradó ser la materia prima del primer invento, ni ser leído ni lectura. Yo quería en ese instante inicial ser el múltiple lector.
—¿Qué libro prefiere leer?
—Yo prefiero. O prefiero preferir. Mi preferencia ocurre dentro de la diversidad. La preferencia tiene mil y un rostros multiplicados por las once mil vírgenes y luego por los cuatro jinetes del apocalipsis, lo que da una suma aproximada al hormiguero. Todo lo ofrecido tentador, en materia de páginas o tomos, entra a mi jardín sobreponiéndose a los letargos. A continuación, caminar ensoñado sin mover ni las pestañas ni los pies, lo que desemboca a otro acto mañanero de resucitar. Para mí, si entro al baile de los ideales, el ideal debe acercarse a una constelación donde seleccionar no sea mutilar, ni tomar solo un aplazamiento en la oscuridad. Leo, pero sobre todo procuro descifrar, que resulta una invitación a fondo y no el simple saludo de acera a acera. En mi sobrenaturaleza íntima y en las sobrenaturalezas creadas, imaginar agregando es la alternativa frente a la mansedumbre de una entrega apagada y liviana. Prefiero la poesía, que es un hecho sin invalidez entre la imagen y la metáfora. Prefiero la novela, que es la majestad danzando entre sombras chinescas, el sempiterno diálogo observado a pulso y a diario, de la cuna a la tumba, del tambor al trono, del cepillo dental al edredón. Prefiero el ensayo, que es el bailarín en punta, una segunda remesa de poiesis, un sustratum incombustible. ¿Qué prefiero cuándo: hoy o ayer? Soy supersticioso, a veces. Por tal vestigio y atavismo, no deseo ni pensar qué prefiero, para que ninguna sombra me devele alguna obtusa querencia. Mi matrimonio es con el harem, soy amante de muchas caricias. No hay la preferida: amo el coro cuando canta.
—¿Cualquier libro, con ser libro, cualquier lectura, con ser lectura, ya es suficiente?
—Ah, qué va. No, amigo. El yoga Yogananda previene contra el exceso infundado y los hábitos sin reflexión. Resulta decisivo escoger: el tiempo es corto y no a cualquiera le toca. La brevedad de la existencia, el vértigo de la mano inapelable que te toma alguna vez, en la cuna quizás, en el pañal quizás, y te deposita en cualquier médano, y te contemplas ya con los 60 encima del hombro, la reducción de los pulmones a dos lamparitas casi sin llamas, obliga a la selección. Lo bueno, si es posible o si es imposible. Aunque, ¿cómo sabe quien escoge que escoge lo mejor? Para eso se inventaron algunas asignaturas, como la Historia de la Literatura, se inventó la crítica literaria, que no siempre acierta con sus gongs, y se inventó el amigo y la amistad, que recomiendan. Resulta que necesitamos guías. Por supuesto, no hay infalibilidad en los consejos. El mejor consejo tiene siempre una pata de palo. Pero entre esas sobras y esos asideros, escoger lo mejor. Escoger lo mejor, que no es ni lo más placentero ni lo más fácil ni el último hermoso tomo que te vendieron o compraste. Escoger y escoger lo mejor: dos actos fecundantes, no iguales, acompañantes o no. Y mientras puedo escoger, persiguiendo las luciérnagas más fascinantes, permanezco con un pie aquí, con los libros y bibliotecas y la humanidad narrada, toda la humanidad narrada, delante de mis ojos todavía inmortales.
—¿Puede ofrecerme una lista de títulos preferidos?
—Podría quizás hacer una lista, pero le anotaría una docena de millares de títulos de una docena de centenares de autores. Todo buen libro que leí, que son muchos, estarían en la lista, además de algunos que no leí, porque voy a leer mañana, además de otros que no se han escrito, pero que voy a leer algún día, además de otros que no se han escrito y no voy a leer nunca. No soy de los que sueltan una frase, con pose en la nuca de estatua de parque. ¿Por qué iba a decir grandilocuente y oportunistamente ahora: ésta es la lista? En mi caso no hay listas, listas de nada. No hay lista ni estoy listo para hacer la lista.
—¿Alguna definición para biblioteca o libro?
—En primer lugar, la biblioteca es un bosque: bosque asiático, teutón, eslavo, noruego o cubano y tropical. Y tal como dijo el poeta, el libro es un árbol, o un sol, que viene auroreando uno por aquí y el otro en el espejo. Porque el sol, a su distancia, envía luz, pero luz que quedaría trunca, trabada, disuelta, si no encuentra la hoja que la convierta en energía primigenia y en oxígeno. Así que el árbol es como el representante de Dios, es decir, homólogo del hombre, si el hombre se decide a ser el representante del sol en la Tierra. La hoja del árbol, si vamos a definirlo por lo hemostático, impide que la sangre escape, la humana, y vaya al río animal como turbión: si lo alimenta en directo o si lo alimenta en indirecto, a través de la bestia vegetariana, el hombre por fin se levanta de la eventual condición de cuadrúpedo. La hoja del libro homologa esa acción, pero ya en otra intersección secuencialmente posterior. La casualidad no arma trampas de tan poco costo: es lo paralelo y lo tangencial haciendo coro en la causalidad. La hoja verde es una biblioteca vegetal, la hoja industrial es la biblioteca razonada. La del árbol es razón primigenia, la del libro es otra arremetida del sol.
—¿Algún libro mayor?
—Una antigua doctrina árabe anuncia triunfante que el universo es un enorme libro. Mas, atravesada de olivos, olvida decir que el libro, o todos los libros, es el universo decantado a la ignorancia y a la sustancia inerte. Los chinos reconocen milenariamente al libro como símbolo de poder que mantiene a distancia aceptable la malignidad de los espíritus. La estructura del libro no es mensurable por fuera. Desde los libros de papiro y manuscritos al industrial libro de hoy, el ego y la persona humana resbalaron hacia muchos corrales y de todos lograron salir, cojos o bizcos, no importa, trucidados sus genitales o vomitando esperma, no importa. ¿Y salieron gracias a qué? A que alguien les tendía una furtiva página amiga. El libro ha sido, y es, conspirador, fugitivo, orador de barricada, cimarrón de la montaña, el quemado en la hoguera, el perseguido hasta el mosaico, la hoguera misma. Ser absoluto es también una manera de cenizar, pero dígame, ¿alguna guerra perdió? Según el Mohyiddin ibn Arabi, las letras trascendentes trasegaban con el secreto de los secretos de todas las criaturas, quienes, a cincel y a fuerza de soplo divino, descendieron cuadrupeando al universo material y habitaron prados y cerros, adoptaron cencerros, se hundieron en las vías fluviales y bajaron a las costas y aguas pelágicas. Es un supón que no asombra, un mito hilvanado con sombrillas. Antes que la criatura humana redactara sus libros, quizás existía el libro mayor que lo contenía todo. Pero eso es conjetura, mitología seráfica, apología mayor, y no sé si el polvoriento libro de nuestros estantes merece que lo castiguemos con tales desmesuras. Cualquier buen libro leído es el libro mayor. O cualquier buen libro es el libro, porque mayor es un grado bélico que le sobra a la lectura.
—¿Es realmente bueno leer libros?
—A cada familia cubana hay un tío que le desmiente la necesidad de leer. ¿Cómo explicar su suerte siempre navegable? Semejante al pulpo de Opiano en las Halieutica, cabezón y lleno de tentáculos, es dueño de bar o de carnicería. Viste guayaberas de orlas, pasea con señoritas de miel y no le falta el fajo adinerado en el bolsillo. Ese señor, para firmar, se descubre del jipijapa, pero apenas logra temblar cuando estampa la ininteligible y torpe letra. No me otorgaron el don del sermón ni el olor del salchichón. Cada chivo hace tambor con su pellejo.
Hasta los confines, el universo, es una enigmática cordillera y un ábaco misterioso y sin fin. La simple razón tríptica, de espacio-tiempo-tierra de nadie, bastaría para varias humanidades y eternidades. ¿Me imagina administrando el bar y hurtando mililitros de aguardiente? ¿O cargando perniles al frío? ¿Se lee para luego fundar un emporio de highboles o roncolins o de palomillas o boliches? ¿Cómo después reptar hacia Proust o Victor Hugo, Wihtman o Martí? ¿Cómo destapar la botella que contiene el genio de Dostoievsky o Pascal? Imposible conciliación de trastabilleos. ¿Por qué, en resumen, leo yo? Es una interrogante a la que no puedo dar cabal definición. Lo que leo nadie me lo aconsejó ni ordenó. Leí y leo para lograr el contacto, nigromantear en atmósferas y en la propia tierra firme. Poseo vías laberínticas de buen cotejo, ojos, nariz, boca, tacto, etcétera, que funcionan con aceptable fidelidad obesa. Pero yo, José, para asomar y mirar, asumo la longitud del libro como catalejo. Con ojos asomados a la ventana solo veo rendijas de mundo. Con el ubicuo paginado atisbo paisajes de la Polinesia y de Alejandría y de San Petersburgo, de la Italia donde elogiar a la locura era una locura apenas permitida, presencio tropelías de dos gigantones galos o de dos figuritas que cabalgan entre ínsulas y molinos, o el polo que Ruesch coloca con sumisa gelidez en esta propia penumbrosa y acalorada sala. El libro se alarga y rastrea por los dos extremos, o por los tres, orígenes, misterios, anticipaciones. Es la tabla de navegar y acercar latitudes. Para vivir, leía, desde siempre, porque, claro, vivir es tan importante como leer. Más tarde se invirtieron los imanes. Leer fue anticipo, umbral. Iniciar el tránsito expectante hacia la posible página escrita. Para aquel estadio, colmo y orgasmo, disnea y frenesí, delirio y abarrotamiento, debo pasar y tocarle al vecino, para que open, abra el libro sus puertas y ventanas y permita deambular por entre las inestimables vísceras, donde espera el inmenso bazar de las aventuras, incluidos la palomilla y el boliche intelectual.
—¿Qué escogería entre un asado de cordero y un buen libro?
—Son lecturas complementarias. Es como si usted diera a escoger entre levantarse por la mañana y acostarse por la noche. No se puede escoger: es inevitable levantarse y acostarse. No puede uno llenarse el estómago de palabras, por más que tenga la cabeza repleta de corderos. Cada cosa en su hora y para su función.
Digo, en alguna parte, que el libro nos convierte en golondrinas, que la casa de los libros, la biblioteca, es la morada del dragón, que la página escrita abre caminos entre el cielo y tierra. Digo aún más: el libro, por ser la mano errante, la cabalgadura que lleva y trae y trasiega con las noticias más oficiosas y pródigas, el caballero que se mira en el espejo de las circunvalaciones deslumbrante, es el primer pan del hombre razonable. Después viene el cordero, pero después viene el cordero. Inevitablemente. Y la pregunta suya, claro, no hay que adivinarlo, procede, para mi suerte, de una fama equinoccial que se derrama sobre mi persona. Soy, como se dice, cuarto bate en la lectura, y cuarto bate para los asuntos del sentarse a la mesa a deglutir con pasión, sobre todo si es cordero, sobre todo si es el sencillo mendrugo. Lujuria un día, sobriedad al siguiente. Y entre lujuria y resignación, el manjar imprecindible del buen libro, porque para esa ingestión sí no acepto bagatelas. Ahora escoja usted: ¿levantarse o acostarse?
—¿Leer rápido o leer despacio?
—Algunas cosas puedo leerlas relativamente rápido, sobre todo si es prensa diaria o semanal. Si relectura, quizás puedo ser rápido. Si contrito en el acto creativo, delante de la mesa repleta de libros despanzurrados y aún la página en blanco, logro mirar vertiginoso aquí y allá y a un tiempo escribir en mi cuartilla. Pero para otras lecturas, me muevo como el molusco que dije que soy. ¿Cómo leer veloz a Nietzsche o Tolstoi, con la lectura que salta de un párrafo a otro, con mentalidad de atleta, para romper el récord? Para la buena literatura una lectura lo suficientemente pausada como para recoger y poner, porque el lector no solo percibe lo sugerido sino que además agrega durante una lectura creadora. En ocasiones es más importante lo que se adiciona en imágenes que lo que se levanta del tapiz iluminado de la lectura. Estoy únicamente apurado por todo lo que ignoro, así que déjenme leer y arroparme despacio, sin agravio, por supuesto, para esa lectura que no merece sino una envalentonada prisa.
—¿Me habló de un proyecto de biblioteca habitable?
—Usted saca afuera ahora ese gato desvelado. Es, digamos, un proyecto reiterado de la duermevela. Al enunciarlo, aparece como el influjo irremediable de Borges. Borges adoptó, ahijó, a las bibliotecas, sobre todo las desmesuradas y laberínticas. Si ahora concibo una confortable biblioteca-hogar, parece que no puedo prescindir ni de su tigre de palabras, apresado y escapando siempre. Mi biblioteca imaginada tendría amplios salones iluminados y un mínimo de paredes y muros: sería comunicable y comunicante, de puntal alto y techo de dos aguas. Y además, cómo no, con un número aceptable de ventanas y sillones, pues acostumbro, para dicha de la corpura y la suavidad de los glúteos, permanecer sólo donde hay a una ventana y un sillón, una para viajes cortos por la luz y el otro para periplos de más largo alcance. La biblioteca tendría, claro, trozos de cielo –sería una especie de biblioteca a cielo abierto–, tendría, claro, alguna espléndida luz de mediodía, árboles y pájaros respectivos, luna y puñados de soles tiritando en la oscuridad de un pedazo de noche. Habría olores trasegando, por supuesto: el nocturno y furtivo del jazmín y el diurno de la calandria colgado de sus penachos rosados. Y perfumes bien condimentados: de frijoles negros, por ejemplo, de quimbombó, por ejemplo, de plátanos maduros fritos o verdes a puñetazos. Y algunas otras golosinas de carne. Y café en el ambiente. De ninguna manera faltaría un bañito íntimo, acogedor, con algunos buenos títulos en el estante, para refrescar las vehemencias que se sufren en el trance de aligerar. En fin, un paraíso o Paradiso calientito. Algo bien pensado, amigo, no tema, para quien subsiste con letras, engorda con lecturas, nutre con palabras el protoplasma, entra en solfa después de lecturear. Este proyecto de biblioteca, posible porque es imposible, es susceptible de cambios y sugerencias y permanece abierto de par en par. Se le puede agregar algo de cualquier imaginación o naturaleza. Un hidrante contra incendios. Un manantial a la entrada. Hamacas para siestas y algún paraguas para capear temporales. Y si lo desea, algo, una regadera o manguera para mantener el jardincito, sí, porque ni los jazmines ni las calandrias viven de chuparse el codo. Ese es mi proyecto: una majadería, una quimera con alas de papel.
—¿Último libro que leyó?
—Hoy en la mañana, casualmente, sobresalía un libro. Alguien lo sacó con el codo, al pasar. Del librero, digo. Sin mirar la carátula, lo abrí para una lectura de azar concurrente. Leí: “Los ojos puros, la mirada inquieta,/ La mejilla caliente y encendida; Así la virgen esperó al poeta/ Con un sueño más largo que una vida”. Quedé estremecido por esa voz del misterio mayor y precursor. Desde el otro lado de la mampara Martí susurraba su mensaje matinal, usando el ardid de insinuarse con el tomo rebosante de los Versos varios. De nuevo, a manera de golosina intelectual, apuré esa lectura emancipada y pura, tremolante como la vela del velero.
Segunda parte
- 6. Descubrimientos e innatos descubridores
—¿Decía usted que la palabra Descubrimiento en esta latitud trae a colación rápidamente al genovés?
—Lo he comprobado: aquí connota Colón muchísimo. Infinitamente más Colón que Pasteur y más Pasteur que los hermanos Lumière y más Lumière que Servet, por ejemplo. Se alude entre nosotros a un descubrimiento y la evocación deriva enseguida hacia las aguas navegadas por La Niña, La Pinta y La Santa María. Eso es lo que se llama condicionamiento histórico, además de una secuela de la escolástica de la primaria. Cierto es que la historia escrita comenzó en estos lares con el advenimiento del genovés. Desde entonces hay en la palabra Descubrimiento un chispazo detonante, un blanco fogonazo en la claridad. Recordar cuando aprendíamos, cada cual en su infancia, a descubrir el mundo. ¿Existe el río? Existe. ¿Existen la yerba y la lombriz? Existen. ¿Existen los pájaros y las nubes? Pues sí. Y existen también los caminos, las casualidades, las sorpresas. ¿Ah sí? Y existe el pie y existe el crecimiento del pie y existe el zapato que ya le queda chico. Ah, cómo existen cosas. Y existe la oreja, que oye, y la nariz, que huele. Es decir, todas esas maravillas camufladas y menudas, deslumbrantes y cotidianas, iguales y monótamente imprescindibles.
Entonces resulta que, en alguna parte, en la escuela, nos llega de repente el notición, es decir, aprendemos la lección de que el Almirante navegó y navegó, enfrentó amotinados, vio una luz y al fin nos descubrió y nos descubrió. Sucedió algo que tenía que suceder, como si el tiempo ya hubiese tenido prendido con alfileres ese velamen. De esta manera se nos imprime esa acepción post renacentista de la palabra Descubrimiento. En Asia debe ser muy distinto. Ignoro cómo es, pues mis viajes por Asia se reducen a la calle Zanja, pero allí es posible que connote más imprenta o pólvora.
De cualquier manera, hemos descubierto que las palabras no son partículas inmaculadas del lenguaje, sino que nos llegan con su acíbar o miel. Cada palabra tiene preludios, huellas de dedos anteriores. Cada una trae su desgaste. También, por supuesto, hay constantes reincorporaciones. Para decirlo de alguna forma, sin ínfulas excesivas y vanidades ridículas, nosotros somos reincorporadores naturales, así como carne atenuante contra las decadencias y cansancios clásicos. Adicionar, reinventar, volver a vivir lo olvidado, poner nueva imagen o cambiar la máscara, son sinónimos materiales y constantes de la palabra descubrir. No sé cuánto ni hasta dónde hemos sido descubiertos, pero sé, sí, que los americanos somos innatos descubridores.
—¿Cree que Humboldt, con hacer algunas importantes observaciones, redescubre el archipiélago?
—Necesitamos ver qué es descubrir. La palabra Descubrimiento, como apreciamos ya, en términos de navegación, oceanográficos, geográficos y hasta históricos, entre nosotros se vincula a Colón y sus viajes. Pero cuando trasquilamos las palabras, las sorprendemos por detrás, vemos, sin demasiado esfuerzo, que se tambalean y que las simetrías se trasmutan en acciones de paralaje. Marco Polo avanzó hacia el Asia, desde el epicentro irradiante de Europa. Asia nunca avanzó con semejante ímpetu hacia Marco Polo y Europa. Asia fue redescubierta, Polo nunca fue descubierto y ni siquiera cogido in fraganti. Ese modo de descubrir o redescubrir y esa manera de acuñar descubrimientos, es típicamente europea. Europa inventa la cultura. A Colón se le atribuye un espejo prestado, la luna europea del prestamista. Él iba a calcar en agua lo que Polo anduvo en tierra. Iba tras especias, vulgares especias si las contrastamos con la retribución que recibe de manos de la historia. Para colmo, Colón no se sintió descubridor de continentes sino un ente de segunda moviendo paralajes en el universo de su caro Polo, precursor en la huella. Entonces, ¿descubrir lo que aquel narró en detalles, que lo lleva a constantes traspiés narrativos y lo conduce a ver lo que no vio y no ver lo que mira? Marco Polo inventó el itinerario a remontar, Colón creyó hasta el fin marchar por itinerarios inventados. El descubridor no aspira a descubrir, ambiciona cierta ruta similar para arribar al mismo puerto.
Por otro lado, ¿portar mosquetes es lo que permite descubrir? La flecha es descubierta. La flecha es de un linaje inferior y puntiagudo, la flecha pervive remotamente en un ignoto arrabal de Europa. ¿Cómo hubiese sido si llegan a contender mosquetes contra mosquetes? ¿De qué hablaríamos ahora: de invasión, de guerra mundial, de descubrimiento? Incursiono imprevistamente en esas aguas, pero me asaltan paradojas y amargas interrogaciones. Los mongoles que bajaron por el estrecho de Bering y colonizaron, así como los vikingos que llegaron a costas del Canadá, ¿sólo eran trashumantes, solo levantaron la tapa de la olla? Y el imprevisto y rubio Quetzalcoatl, arribando náufrago, ¿qué fragmento del botín puede reclamar? Nos inclinamos sobre un mar de extramuros a parlamentar de extranjerías y levaduras.
No me atrevo, por ahora, a insinuar que el redescubrimiento de Humboldt sea más transparente y preconcebido que el del genovés. Ni quito mérito ni trato de obstaculizar ni minimizar la hazaña del gran Almirante, quien por la simple razón travesía dibujó una raya divisoria a mitad del milenio que es hoy la cicatriz más visible del planeta. Digo que, no obstante, ver lo que otros ojos foráneos o nativos no acertaron a ver, constatar agujas en el brillo que el párpado nativo solo registraba como intolerancia, es descubrir en una importante y esclarecedora acepción. Lo descubierto ha sido antes descubierto. Lo que vamos a descubrir va siendo anticipadamente descubierto. Todo ojo tiene su ojo precursor. Mejor viajar atinadamente con el sombrero suelto y engrasado y quitárselo a cada destello. Mejor orientar la nao entre los laberintos y las sinuosidades de las ollas y permanecer alertas para levantar tapas. Hoy mismo hice comprobaciones en la mañana: rasgar la orilla y liberar sobres y misivas, implica una oferta de descubrimiento. Sobre todo si ignoramos el acto genético del remitente.
—Pero, bien, ¿qué nos descubre o redescubre Humboldt?
—Diría yo, como conjetura, que el geógrafo demuestra que toda criatura que se deja quemar la mollera por el sol, es ya un ser relativamente tropical que nunca volverá a la total cordura ni siquiera recogiendo cordel y regresando a la alemana por el derrotero racional. ¿No es inaudito que un científico, germano por demás, se encierre con un cocodrilo en su habitación y suba luego a lo alto del escaparate, para verlo actuar, como si las coristas se alimentaran de los espectadores o como si fuese el espectador el encargado de saltar en los trapecios? ¿Eso es humor criollo o a mí el tabaco me hace llorar rosquillas de humo?, ¿eso es ingenua agudeza caribeña o es la influencia del sol iluminado los postes lo que hace orinar a los perros? Humboldt, como todo buen tropicalista repentino, además enseguida se repleta con la visión del mar, del aire y de la tierra y comienza a vislumbrar vastos reflejos de la luz, que resulta matinal, irisada, cenital, goteante, filtrada por el follaje o los vitrales, oblicua y acompasada, especular y cegadora, cristalina o terrosa, crepuscular y atestada de apagados tintineos.
De las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, dice Humboldt, se observan variados cortejos de la suspensión y la refracción de luz, como golpes de naipe en la base de la nariz. ¿Humboldt descubre un octavo de la luz del archipiélago o simplemente la describe, la describe o simplemente la secciona y la muestra a los cuatro vientos con rigor científico y poesía razonada? ¿Descubre, redescubre, reaviva, destaca, se babosea como el niño? Cada quien que escoja su ceniza y la esparza, que siempre algún cierto le calzar la espalda. No sé por qué, pero Humboldt aquí parece descubrir la lejanía (siendo él un ente en ese instante tan lejano), cuando mira los azules de cada cielo o de las distancias ribeteando objetos mediatos. Todo su enriquecido diálogo cubano sintetiza una experiencia: la poesía brota del entorno natural y toda poesía en sí misma es árbol y aire y luz comprimida y atributo del ambiente. La huella del dedo puede ser seguida como un rastro por el viento y el viento deja pulgares en la claridad. En cada árbol hay atado un caballo y cada caballo es una pieza del vivaqueo de Europa en tierra de América. Eso lo vio Humboldt, con ojo que comenzaba a ser parte del ajiaco, que igual provoca estreñimientos que diarreas, que igual nos pone adustos y solemnes que divertidos y chistosos.
—¿Qué otras cosas descubrieron los viajeros?
—Hemos descubierto que descubrir es sinónimo de tantas cosas: echar al viento, levantarse de un salto, desobstruir, revelar, destapar ollas, desflorar, exhumar, desenvainar. Tal multitud de significados permite que cualquier caminante curioso que pisa nuestras costas tenga oblongas oportunidades de descubridor. Nuestro país, efectivamente, ha producido descubridores a pastos. En 1928, por ejemplo, Abbot descubrió para los norteamericanos que en esta islita crece un exuberante producto de la naturaleza llamado ceiba por los nativos, gigante de siete o nueve brazos, dragón vegetal, Polifemo de una extremidad plantal, tronco sensual, sagrado y reino de los misterios. Abbot cuchichea acerca del coloso, que afianza músculos para resistir tempestades, y asocia este gigantismo con el borrascoso clima del trópico y con la desmesurada puja constante por la sobrevivencia.
Descubrir es también potenciar un instante, despejar un celaje que obstruía. Abbot trajo consigo innumerables sombreros, que fue soltando a medida que abría la boca y la ya manida lujuria de aquellos bosques del XVIII y el XIX, hoy difuntos, saltaban al sendero con flores de hasta un par de colores y un trío de perfumes en el mismo cogollo. Para Abbot todo era descubrimiento: una bibijagua, un descubrimiento, dos bibijaguas, dos descubrimientos. En fin, todo es descubrimiento en su libreta de notas: desde la piña silvestre que forma colonias en la rama de la ceiba hasta las tajadas de sol que se filtran inverosímiles y mansas entre los gigantes del monte. Vemos cómo hemos facilitado la encomienda o labor de descubrir al visitante, con una amabilidad en la rama y una hospitalidad en la luz.
Otro tipo de descubridores son, por ejemplo, Fernando Ortiz y la señora Lydia Cabrera. Don Fernando, desde su óptica natal, sin comprar gafas en ninguna latitud, volvió a mirar sobre la isla y el panorama y conflicto de las razas se le rindió como un animal noble. Como exclamara Alfonso Reyes, desde su afamada cátedra mexicana, “sabio en el concepto humanístico y también en el concepto humano, él ve claridades donde imperaban sombras oscuras y reparte cordura y razón y tolerancia a raudales, con una mano tan cubana que parecen banderas las franjas de sus dedos”. Un descubridor indiscutible y trascendente de la ceiba es la señora Lydia Cabrera, que sin embargo nació aquí entre palmares. Descubrir, según vemos, no consiste solo en venir de fuera o de lejos. No hay más lúcido descubridor que el nativo que mira y ve. Lydia vio la ceiba en su bioma, con sus armas y trampas extendidas, la vio como Iroko, con Oddúa sentado en la copa y Olofi pegado al tronco. En la ceiba de Lydia viven la Purísima Concepción y la Virgen de las Mercedes. Y por ahí se dan vueltas Oggún y Changó. Eso es tamaño descubrimiento: ver lo que no vio Otro, aun cuando Otro tenía tantos ojos o más que el que vio. ¿Quién descubre con más fortuna y esplendor: quien arriba de allende las palomas y deduce y anota lo visto o el rellollo que mira y observa y deshilacha destellos aparentemente invisibles en el cortejo de la luz?
—¿Algún descubrimiento en el tintero?
—Casi todos. El acercamiento del hombre al hombre, de Dios al hombre y del hombre a Dios, y ese recinto de inauguraciones donde se instala la ciencia, que lanza miradas hacia afuera y hacia adentro, nos trae constantes descubrimientos. La falta de descubrimientos es el fin, el cierre de la navaja. Hay suficiente tejido, no obstante, que destejer y volver a tejer, porque una puerta abierta de misterios es el acceso a nuevos múltiples misterios enceldados. La panoplia es una adquisición constante, la hormiga sensible es una antena inexorable. La poesía, es decir, descubrir, es el alimento del numen. Y el numen es el aguijón hacia adentro, la liebre de retorno a la madriguera, la autocontemplación distante y cercana, una vuelta por los cerros, el silbido que convoca a las nostalgias.
- 7. Oficialmente la fantasía
—‘Las mil y una noches’: ¿literatura para niños?
—Saint-Exupéry, fisgoneando, profetizó fácilmente el futuro: más tarde o más temprano el niño termina por leerlo todo. Las mil y una noches logra retener en la niñez a octogenarios e incluso a vejestorios de un siglo, si se cumple la única imprescindible condición de que no traspapelen sus espejuelos. Todas aquellas historias terribles, encadenadas con nocturnidad, sobre adulterios, decapitaciones y una concubina narrando desesperada para aplazar el golpe de hacha o cimitarra, es ahora un caldo tibio que se sirve en el desayuno. En la noche 168 Scherezada dice: “Todo lo escrito debe ocurrir, y los destinos, bajo cualquier cielo, han de cumplirse”. La tradición oral arrastró esa profecía desde el principio de los tiempos, si es que hay principio y si en realidad hay tiempo. Ahora debemos ponerle una oreja contemporánea. Mi percepción, en la transparente y veraniega tarde de hoy, es que cualquier escritura luminosa y batida con esos golpes deslumbrantes de magia, está efectivamente destinada a suceder y a suceder siempre que se repita el acto insosegado de las lecturas. Los nuevos lectores nos vienen pisando el calcañal y son más voraces que nunca. No importa que el cesto de las decapitaciones se replete de cabezas desgreñadas de adúlteras.
Los niños tiran fuerte del mantel por el otro lado de la mesa. El niño no anda con rodeos: solo escoge clásicos. O convierte en clásicos lo que escoge. Si no ¿quién iba a justipreciar sin astucias relamidas el encanto metafórico o expeditivo de un palacio navegando con todo y su cimiento por las encrespaduras del aire? El vuelo rasante del asombro exige la recién cabeza y algún dedo sabio trasteando en la nariz.
—Alguien dijo que el error imperdonable de Balzac o Dostoievsky fue no escribir de forma que los niños pudieran leerlos.
—No hay error imperdonable ni perdones erráticos. Errar y perdonar son piezas mayores de la dialéctica de alto voltaje que amparó la conversión del protozoo en las bestias trepidantes o melancólicas de la actualidad. Cometemos todos los errores de gula vinculados a las sardinas enlatadas en aceite, porque conocemos los perdones anticipados del pez devónico. Cada cual escribe en la agonía de su propia tinta y partiéndose el brazo con alimañas ilusionadas o reales y, si puede, entrega cierta claridad de sus tinieblas personales. ¿Cuánto gozo daría a Balzac ver su Comédie humaine vendiéndose al por mayor junto al quiosco de los helados y compartiendo la lengua golosa de la grey infantil? ¿Qué no pagaría Dostoievsky en moneda dura y contante, para que los niños lo llevaran al parque y deletrearan el texto de Crimen y castigo bajo el framboyán azul o la mirada caudalosa y pedagógica del aya?
—¿Cree o no en una literatura para niños?
—Yo me sumo a las creencias y a los escepticismos, porque no me agrada despreciar. ¿Qué sucedió o sucede aproximadamente? Los escritores han estado alimentando siempre la boca de fuego de la imaginación y legaron la colosal pira de sus páginas escritas. Mientras el niño careció de voz y voto, el paisaje permaneció incólume y sin huellas de caramelos. A partir sobre todo de una despabilada promoción del siglo XX, se presentó el gran aventurero del caballito de palo. Ese señor comenzó a toquetear, con gran desvergüenza, y de la mina a cielo abierto del ilusionismo y los duendes fueron salvando este y aquel tomo, este antes prohibido y aquel antes de que lo prohibieran. Los que rozaban con sus alas de saltimbanqui se trasmutaban en clásicos irremediables. Convirtieron las mil y una noches en mansa alameda. El millón de Polo y sus exóticos y peligrosos itinerarios los he visto destripados e incómodos en la maleta escolar de algún desaliñado. Verne ni se diga: su imponente Nautilius duerme debajo de las camas, cerca de los orinales. Swift y Gulliver, que aspiraban a denostar a la criatura humana y poner al descubierto su prolongada y fija maldad, vinieron a carenar a los arrecifes infantiles, donde predomina un ecuador florecido y una costra de pupilas fascinadas.
Más que la historia de los escritores que escribieron para niños, advierto la epopeya en que los niños escogieron entre muchos fuegos y decidieron en cuáles incendios querían arder. Ese ciclo no se cierra, porque los incendios procrean incendios. Y si algún caballo de palo es reducido a cenizas, al rato yo me invento a martillazos otro caballito de palo.
—¿Nuevos asaltos?
—Intento decir que nadie negaría con fundamento la eventualidad de que dentro de un siglo o cinco, Dostoievsky o Proust se conviertan en lectura para angelotes. ¿Imagina al infante de aquí a un milenio? ¿Qué vendrá a secretearnos luego de volar aplicadamente por el cosmos y visitar a Dios en sus propios aposentos? ¿Todavía podrá Verne o el perro Pluto entretenerlo toda una tarde, cuando antes dialogó con un cánido astrónomo del planeta X y decidió viajar al centro de la galaxia durante el próximo invierno? Apuesto a que no siempre los padres le negaran permiso al niño cuando reclame ir a tomar helados cibernéticos o chupar caramelos de neutrones a algún asteroide recién estrenado. Ellos calzan botas de siete mil leguas y serán los invitados de todas las pantallas.
No sé a dónde van las piedras rodando. Imagino que las piedras rodarán mientras haya piedras y por dónde rodar. En el listado de los escritores que no erraron ni nadie va a perdonar, podríamos incluir a cualquiera: a Shakespeare, Cervantes… Aunque pensándolo con justicia, creo que Quijote y Sancho y Romeo y Julieta comienzan cambiar el bando. El pequeño recoge todos los pergaminos útiles y algunos adultos no atinan más que a abandonar candelabros. Ulises y Helena también suben al podio y opacan la popularidad de estadistas, políticos, generales, gobernantes y otros personajes de uña, carne y hueso. El Homero incierto y ciego de una era imaginaria, escribía también para los niños.
¿Es cierto? Sí, es cierto. Entonces, ¿por qué yo, aun cuando ahora mis novelas son consideradas cameras y mis ensayos y poemas de doble fondo y con cabinas herméticas, no podría aspirar también? Tal vez dentro de un milenio o dos, las criaturitas acudan a mascar rositas de maíz sobre mis disminuidas y muy amarillas páginas, que para la fecha seguro pecarán de ingenuas y levantarán un tufillo a poeta trasnochado y nicotínico.
—¿Y de Martí y de su ‘Edad de Oro’?
—Martí siempre sobrecoge con sus intempestivas credulidades. ¿Imagina ese último quinto de siglo? Todavía en el aire el olor de la llaga esclavista y el indio con la cicatriz sin lavar, la metrópoli queriendo sujetar una montaña de cajas de zapatos vacías y las bayonetas rodeando el monte de yagrumas. Caudillismos, divisiones, el fantasma de las botas. Se alista una rebelión, que debe alentar como chispa cavernaria. Los pómulos del hombre y lo curvo de la rapiña. En verdad, terrible. Martí no se desentiende ni distrae. Al contrario. Se apresta como apóstol y lanza discursos de maestro. Y por encima de tales copetudos conflictos sale al portal con ese fuego inaudito. Él vislumbraba renacimientos, nuevas edades de oro y el reencuentro con los paraísos. Si no, ¿como sacar más humo del fondo de la tozudez y la ternura?
Es cierto. La literatura también borbotea, desde ese costado: concebida, creada y escrita expresamente para el niño. Sin detenernos a discutir el difícil o improbable acceso a los destinatarios, la aparición de semejante literatura es un acto magistral de voluntad que no registran otras Historias. Constituye un suceso piramidal de la cosmovisión moderna instalándose en esta latitud de Nuestra América. Martí, que de ordinario no escribía de forma que los niños pudiesen leerlo o con la intención premeditada de entretenerlos, no reclamó perdón por ese brinco de rana ni fue anotando errores de nadie en su libreta. Martí deambulaba en el trance de fundar una patria y convocaba con una pasión irrefrenable.
—¿Los niños no se apropian también de los ‘Versos sencillos’?
—Sin perder sutilezas, provocaciones ni campanadas y a pesar de sus 80 años, son otro manjar de las degluciones infantiles. Desde la escuela, junto a un recurrente busto de yeso o mármol, los niños caen sobre tales golosinas incorruptibles. Sus apetencias rosadas no perdonan. Y, ¿no se ha cuestionado usted acerca de Los zapaticos de rosa, por ejemplo? Aparece en La Edad de Oro y huele a lance fundacional: con atributos y escalamientos de un género “para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes y se vive hoy en América”. “Los niños saben más que lo que parece”, adelanta Martí. Desde los primeros párrafos, aparta diminutivos y oscuros paternalismos. Son poemas semillas que van jineteando una carga precursora y son un ala en suspensión cayendo hacia el ave que ronda al navegante. De Martí creemos saber lo necesario, hasta que luego intuimos que apenas ignoramos lo suficiente.
—¿Qué me dice de Mark Twain y su amigo Finn?
—Tirar monedas al río resulta fácil, mientras son de cinco centavos. Twain apostó por un río y una balsa que mientras navegaba soñando hacia la libertad, se adelantó en tenebrosos meandros del sur. Tom Sawyer fue escrita para los más jóvenes, pero Las aventuras de Huckleberry Finn es una cántiga donde las esperanzas y las sin esperanzas se mezclan estentóreas y vociferadas con magnavoces. Contemporáneo de Withman, Twain es otro padre con muchos hijos sentados en las rodillas. El instinto y la tolerancia humanista flotan con agujeros de ida y regreso, como si después de bogar se pudiera rebogar con exactitud aunque sin reconocer ni una pizca invertida del paisaje. El mocoso mozalbete de Finn es ya el abuelo de la novela norteamericana. Las fugas conducen a la libertad y la libertad normalmente es un paisaje por avistar: tal es un mito o uno de los mitos que introduce Finn. La conciencia deriva como un leño duplicado, cual si los espejos de agua fueran neutrales en relación con sus pasajeros. Permanece el espíritu de la inocencia, aun cuando declina en la rápida corriente y se sumerge en numerosos extravíos. No siempre el río fluye inexorable ni siempre el tiempo nos trae de regreso.
He aquí un motivo a la inversa. Twain escribe para jóvenes y deja un manuscrito sin edades que ofrece el derecho a entender la totalidad de una angustia.
—Nos olvidamos de los clásicos más clásicos: Perrault, Grimm, Andersen.
—Aun cuando esos textos aguardaban mansos y baratos en las librerías, yo preferí por un tiempo las versiones de mis padres. Aún corre en la memoria aquella Caperucita que iba hacia la abuela perseguida por un lobo comelón. Resuena todavía la voz enmielada de mi madre repitiendo la enorme ingenuidad de una pregunta. “—¿Y esa boca tan grande?”. “—Para comerte mejor”. Asocio la boca tan grande con el tiempo, que al final con su voracidad lo tragó todo.
Con Pulgarcito aprendí a diferenciar el pulgar del índice y el índice del anular. Cenicienta me contagió el excitante oficio de hallar zapatos abandonados debajo de las camas y meditar nostálgico en la orfandad del pie. Con Blancanieves, ah, y es un secreto que cuesta confesar, me inicié en el misterio de los espejos y sus realísticos reflejos, porque ellos nos guardan en silencio un mundo de repuesto para los minutos en que nos vamos a refugiar espantados en los rincones.
Toda esa literatura para niños no siempre fue escrita para niños. Pero luego que el progreso inventó el caballo de palo y también el jabón, un jinete osado sopló e inventó la pompa de jabón: desde entonces la infancia, y con ella todos los que tan a menudo lo somos, incorporó oficialmente la fantasía a las cosas reales.
- 8. El perfume anticipado de la eternidad
—¿Puede hablarme de su percepción de la raíz?
—Calzamos una principal que viene desde la radícula y nos sujeta con un alma a la tierra, en espera de la lluvia. La raíz, como se sabe, es generosamente subterránea, aunque imposible de calcular cuánto para cada quién. Crecemos sobre una raíz precursora y secular. Su importancia consiste en que si bien a menudo se nos poda la fronda, ella elude mejor los cortes y avanza en sentido inverso al filo de los metales. En los orígenes ciertos matarifes odiaban a las raíces y cantaban ensalmos al follaje, sin notar contubernios y transferencias porque alguien debía inaugurar el estilo burdo de no distinguir entre causa y efectos y pasar por alto nexos entre invisibilidad y visibilidad. Por eso algunos muy fácil odian a rajatabla a quienes alimentan a sus tijeras y se desbaratan en lisonjas en presencia de quienes destrozan sus filos.
La raíz, como dice la botánica, nos ancla en los parámetros de un vasto territorio, donde aprendemos a beber el agua y la sal. Desde hace quinquenios estimo a mi raíz pivotante y comprendo que le debo casi todo el barroco de las columnas, el eclecticismo de las meditaciones, la humedad de los tránsitos, el balanceo espiritual cerca de las imágenes así como las oblicuas derivaciones de mis ventanales.
—Hablando de botánica, ¿experimentó alguna vez aproximaciones intelectuales o sentimentales a la hoja?
—Juro que desconozco lo que es la sed de venganza y que no probé el agua que la excita. Soy criatura de otras orillas menos sombrías. Pero, ah, ¿qué sucedería si repito palabras acerca del meristemo apical, la hoja circinada y las yemas axilares? ¿Reagruparíase el coro para cantar la antigua canción del hermetismo, juntaríanse los metacarpos para apuntalar la benigna leyenda trasnochada? Resulta que visto por encima o leyendo aquí o allá, comparando el lanceolado con el festonado o las sesiles con las peltadas, o la raquis imparipinnada con la raquis de dos foliolos, la botánica es puro hermetismo y una complicada hermenéutica vegetal. La ciencia es roca para el profano y cualquiera que ignore, incluyéndome, estaría tentado de arrojar al fuego por incomprensible el texto de Roig y Mesa que afirma que la Roystonea regia tiene el peciolo largo y envainador, espádice en la base del cilindro formado por las vainas, sin sospechar que charla de la hoja numerosa de la palma real.
El hermetismo, y hablo de experiencia personal, porque no nací obtuso ni expedito, está en uno cuando lee y escucha. No existen los presuntos y apriorísticos hermetismos. Decía yo en un trance adolescentario: “Qué tío más enredado y qué endiabladas analectas”. No recuerdo en qué minuto larvario leí a Poe, pero sí recuerdo una noche de poca luna, calurosa y no apta para aves. A contra pelo, como una hoja retando la pereza, llegó El cuervo y graznó a la cabecera. A pesar de mi semejanza con el que leía triste sobre los libros, aparté a Poe por impenetrable y sonreí indulgente por la desdichada Eleonor y los indescifrables ángeles que la reclamaban. Dejé caer mi estigma y a continuación dormí plácido, sin que esa noche aciaga los fantasmas del asma me torcieran el cuello. Fui feliz no entendiendo, aplicando mi rasero a la guillotina. Luego muchas veces desperté sin embargo sobre el reguero de hojas leídas, que iban rescatando fibras y granos y espádices y pedicelos de penumbras. No. No volvería a apostrofar del cuervo ni de su antípoda el pingüino. Todos los enredos estaban en mi lengua: así que las barreras aunque torpes y lentas y mascullando tolerancias, tenían desenredos.
Dulcinea, hermética y fueguínea, de ojos y pechos verdes, la hoja es la retorta por donde tiramos de la luz, el almacén principal de la existencia. La caritativa misión de la hoja la incluye con exclusividad en el reino de los dioses, aunque nadie prenda velas a los milagrosos e instantáneos alimentos y oxígenos que ejecuta con ritmo diurno y tutelar, silencioso y anónimo.
—¿Hablamos ahora de su inventario de frutas predilectas?
—Mi predilección por la piña, como sabe, es tan literaria como gustativa. Pero ante el tradicional concepto de fruto, debo advertir que un criterio razonablemente amplio y botánico incluye todo lo que llega con calculada precipitación o lentitud a través de la flor. También una calabaza grande y sólida, viandante de sello amarillo y cinco kilogramos de peso, que cruza el puente ovárico y va derecho y se tira de cabeza al caldo donde bailan la yuca y el boniato y la papa y el plátano y se conjetura un largo y estrecho ajiaco principal, es fruta. La flor es el preámbulo y la incitación: lo que amanece a continuación es fruto en vaina, como el frijol, o fruto blindado, como el coco, o una aguerrida reina con escudetes, como la piña.
La mitología de batey contaba que la piña, solo princesa en los inicios, quiso permanecer virgen todavía durante un tiempo, pero que la masculinidad del apetito no podía aguardar ni siquiera otra noche esas frivolidades. Durante el rito devorativo, fue coronada reina salaz de las frutas presentes. Hay quienes colocan el mamey sobre la piña, pero yo soy en ese sentido un correligionario del partido en el poder y nada más placentero que reencontrar su pulpa a cuchilladas. Si deseamos alabar creaciones divinas, la piña es una oportunidad que se la deseo incluso a mi peor enemigo. La piña se defiende encarnizada y siempre, en cada anecdótico episodio, el apetito macho debe combatir con las tachuelas de su rinoceróntico caparazón. Tantas bocas rústicas o de abolengo probaron y dieron su beneplácito a la reina, que ella pronto extendió sus dominios al cielo del paladar.
Alguien entre los cronistas o entre los que vinieron a humedecer el zapato de hidalgo en tierras americanas, criticó el aguacate llamándolo carne de perro vegetal. Desde entonces ya en Europa se proclamaba aquello de que yo mastico pero no trago a tal: con esa ideología del desdén llegaron muchos conspicuos conquistadores y solo veían el oro del metal, porque ante la presencia de otros oros preferían soplarse la nariz. La carne humana del aguacate se codea con su prima la piña, gracias a su esencial delicadeza y absorción con respecto al rocío del amanecer. Este señor fruto de las lauráceas no es a su vez de exquisito gusto edáfico, por lo que igual es el amo de las tierras rojas que de los pedregales.
¿Le apura algo para cerrar el inventario? ¿Qué le parece si incluimos una flor de abril que se hace fruto en julio o agosto y pone a los más solemnes a chupar y a los más alegres a callar? Me refiero al mamoncillo, alimento para bobos de buen gusto y personas sensibles de paladar. Y agreguemos, si le parece, un pedúnculo de primavera, muy astringente y que al chuparlo aprieta la boca. Debo decir que el verdadero fruto, un paradójico y exteriorizado dedo retorcido con estampa de semilla, puede hacer las delicias del más exigente cuando se le tuesta o deseca. Mi primer marañón lo comí cuando tenía cinco o seis años de edad y tal suceso recorre siglos sin que logre olvidarlo.
Otro fruto imprescindible es el que pare con prodigalidad el guayabo, que, como usted sabe, tiene las ramas pubescentes y tetrágonas, sin que nadie por ello deba sentirse alarmado u ofendido. Es una mirtácea abundante que entró a los paladares y refraneros con aire de sirvienta, pero rápidamente fascinó y conquistó al duque don Narizotas con sus fragancias de princesa tribal. A su masa pulposa se debe el dulce que dominó al rasgo de la nación que lo prueba primero y prudente con un dedo y luego se sirve ración doble de cascos o mermelada. Apúnteme en la lista de sus súbditos.
Por supuesto, yo soy una criatura muchas veces esclavizada y que vive lamiendo cáscaras y calderos. Cuántas veces pensé, sin gritarlo demasiado: “Todo mi reino por una guanábana”. Porque por ese fruto en sincarpio siempre estuve dispuesto a pagar los precios que reclamaban mi fervorosa servidumbre. Como los amores entran furtivos por las cocinas, yo siempre atisbo a hurtadillas qué hay en vianderos y fruteros. Con el fogón por único testigo, uno de mis primeros romances fue con una guanábana de pulpa blanca y semilla negra, transculturada, sensual, orgásmica, recurrente y episcopal.
No deje fuera al mango, decantador de yodo y muscíneas de los albores. La historia oficial cuenta que los primeros cuatro mangos fueron rematados al precio de una onza de oro cada uno, como una manera de alabar al mango. Mi perplejidad ante el oro es inagotable y prenatal, porque nunca dejo de apreciar la pulpa de oro por encima del oro financiero. Con mangos se podría sobornar la historia y a sus carceleros. Pero la historia en ocasiones hace el papel de Celestina frígida, y a los carceleros, como se sabe, desde siempre les ha faltado la flor de su virilidad.
—Y precisamente llega el turno a la flor.
—Si es posible engendrar un dios por modos sobrenaturales y al propio tiempo colocar un galán de noche en la nariz de Plutarco a la hora del crepúsculo, todo es potens o posible. Alguien especuló con dos posibilidades: una, que exista vida en muchos planetas del infinito universo y, otra, que solo haya vida en la Tierra: y de ambas ha dicho que cualquiera de las dos resulta increíble. Sume a esa descabellada y racional tesis, que además en cada planeta habitado, y serían miles o millones, haya flores, o que solo en la Tierra, por un milagro quizás que ni el propio Plutarco podría resumir enseguida, viva esa ilusión de perfume y color que hemos dado en llamar Flor. Increíble también. La flor se simboliza a sí misma, más que a lo fugaz de la existencia. Algunos insectos viven menos que el empleado para suspirar por la fugacidad, digamos, de una filigrana o de un farolito chino o de un clavel de la India, sin embargo, no hay lamentos por esas presencias vertiginosas que se esfuman durante la misma noche en que llegaron. En la marea aporética inciden billones de organismos que se reproducen y ocupan una vida de constantes reproducciones, de parpadeos, estancia que no veríamos transcurrir por un embudo invertido y no oí jamás quejas por esa fugaz fugacidad que no les permite ni probar el sabor del aire.
Lo que ocurre en realidad es que los placeres, incluidos ver y oler la flor, son efímeros. La juventud, esa flor de la vida, se nos escapa en cuanto destapamos la fragancia de los 20 años. Somos como las flores: escurridizas y evanescentes criaturas que ya pugnan por marcharse antes de soplar sobre el primer café. El lirio de cintas comienza a morir antes de que sospeche que contemplamos su rojo ciánico quizás por última vez. La crosandra es un fulgor naranja que se nos desvanece entre los ojos. El ilang-ilang es un pasajero amarillo que saluda desde la ventanilla y al que ni siquiera nos da tiempo de responder con un movimiento de pañuelo. El ítamo real da de beber y es bebido por el zunzún y luego hay un pestañeo: el hilo de la luz rompe la ilusión de las imágenes y nos deja infecundos vacíos en los cuencos. Los egipcios adornaban con esqueletos sus almuerzos, para disfrutar a plenitud el sabor de los manjares y la activa sensibilidad del paladar. Otros, como nosotros, ponemos búcaros con flores: y junto a ese perfume anticipado de la eternidad brindamos por una buena digestión o una larga salud.
- 9. Reiteraciones y reminiscencias
—Encuentro en sus textos y conversaciones un violín y un tío reminiscentes.
—Sacadas a orearse, algunas intrascendencias se tornan trascendentes y algunas trascendencias resultan vagas intrascendencias. Recuerdo aquel violín que declinó el rumbo y resbaló al olvido, como cae el pez sin uso a la profundidad abisal. ¿Puede tal violín atávico, descamisado y sin madera, recuperar la tarde y ser el objeto orfebrerado y fabulosamente vidriado de sudor? Resurge porque tuvo cuerdas y atendí sus conciertos domésticos y sus vibraciones de portal. Tío se lo encajaba torácico y como una abultada daga, para alcanzar el fino quejido musical y vivir de evanescencias en cualquier noche otoñal. El violín a ratos recuperado, libre del encierro de la doble llave del escaparate y el tiempo, interceptando luces y despidiendo cencerros, es el despliegue de la alfombra enrollada de la niñez. ¿Quién afirmó, caramba, que el sinsonte regresa culposo al nido infantil? Bueno, de violines y sinsontes se opinan cosas muy semejantes.
El violín represado se torna mágico en las recuperaciones y suelta una música incitante e imposible, porque hasta recuerdo a los pájaros bailando en las azoteas. Tío Andresito exhibió sus maneras de soplar el café sin soltar el arco, mezclando con mano maestra aromas y armonías. Andresito, eso lo vi también, calibraba la hembra atractiva siguiendo el hilo de las cuerdas. Las miraba con fulgor tal que la música sonaba deshonesta y lasciva y acechaba la oreja femenina por todo el salón. Vivió a gusto algunas de tales persecuciones y sin embargo, había un instante en que aflojaba el cuello lánguido de flamenco y se aletargaba en el éxtasis, dominado más por la locura de afinar y deleitar. Lo recuerdo como macho apasionado, pavo tenaz, desgarbado y donjuanesco, aunque algunas noches lo soñé mofletudo e hinchado de carrillos en un embrollo en que confundí cierto instrumento de viento con una nalga fondilluda y otros de percusión con una inverosímil recua de chivas yorubás. En definitiva, predomina el retrato de una criatura atravesada de diabéticos temblores y nostalgias, de carreritas furtivas, pero siempre a la vera de su violín. Llegó la era de guardar el instrumento y otras en que el tío partió y el óvalo de madera permaneció bajo llave, aguardando nuevos menesteres. Para mí apenas si hay más que aquel violín, que trasciende su rincón y llega a instalarse recurrentemente en algunos de mis atardeceres.
—En alguna página usted revela que los seguidores de Pitágoras “le situaron un alma a las estrellas”. Ayer asoció a Pitágoras con la suma constante o inconstante de las almas. ¿Duda de esa alma? ¿Ni un alma en las estrellas?
—¿A qué criatura seguidora de trasquilados filósofos se le denuncia por trasegar con almas? Los filósofos ganan celebridad por sus afirmaciones menos comprobables. Una estrella como alma es algo bien distinto a un alma en las estrellas, aunque este último rútilo se hizo pirotecnia con Giordano Bruno, que en fin de cuentas fue un alma comprobada del tercer brillo del sistema solar. Tengo mis dogmas, todos los aconsejables, porque algunas cuestiones mejor no discutirlas ni con uno mismo. Sin embargo, resulto ser aristotélico de cinco a siete y ya no serlo a las ocho, porque a esa hora sirven la cena y es conveniente distanciar el abdomen. No es denuncia, amigo: la poesía no resiste denuncias, delaciones ni espionajes, por líricos que sean. Por otro lado, hoy ya ni la filosofía trata de imitar a la realidad, tan desconocida como la irrealidad, mientras que el arte se aleja rápido de esos prolegómenos. Me atrevo a afirmar exaltado que cada pulgada tiene su alma, incluso el ente más lejano, por lo relativo del concepto lejanía y porque sabemos que perdura una sustancia llena de vacíos y de sí misma.
Por supuesto, los pitagóricos creyeron lo que les vino en ganas. Yo, por tanto, incluso, no le encuentro rendijas ni ventanas al asunto de creer o no creer en los pitagóricos. Más fascinante que creer o no creer, es crear. Y si uno desea crear, coloca almas donde se le antoja, en la cantidad suficiente o deseada, y deja esas dudas a la inmensa legión de los espectadores. Los pitagóricos disfrutaron su esplendor y a estas alturas ellos mismos son almas y típicas lejanías titilantes.
—Hay una reiteración del amarillo y de Van Gogh en sus ensayos. ¿Son viejas lecturas y sustancias que continúan en órbita?
—De Van Gogh interesa su manera raigal de captar esencias y ser legítimo. Y cierto, pintores y colores saltan como liebres en las inmediaciones de mi sillón. Siempre laboro en nuevas respuestas disponibles: no es suficiente lo que se haya dicho, porque nos llegará la hora de guardar silencios. Amarilla es la yema eventual, que engendra y alimenta. Amarillo es el genoma que coloca al canario en sus mutaciones, por debajo de un sol prolongado y robustamente amarillo. Inobjetable es que la luz al menos aquí alumbra amarilla y que cualquier cuerpo que se aclara y mueve o encandila y aturde, lo hace sumergido hasta el cuello en esa crispadura. Las imágenes entran lentas y vacuas al agua del revelado y emergen con protuberancias amarillas. Recuerdo una lagartija que cuando divisaba a la mosca rastrillaba de inmediato su pañuelito amarillo. Y en mi memoria predomina un patio que retorna amarillo de la noche.
Las horas absortas de la adolescencia fueron apuntalando una vibrante percepción, hasta el día en que me arrodillé al pie de una oreja sangrante. Entendí que se trataba de una oreja apenada por la cabeza ausente. El golpe de la oreja decapitada fue como una manopla. ¿Quién se deshace de una oreja con el ánimo de no perdurar mutilado de otras señales? Estupor inaugural. Y comienza mi amor por los locos, contaminado de una extraña añoranza por el amarillo oleaginoso. Experimento un cambio de ropajes y una mudanza de cambios. La oreja me visita hasta en el retrete, exigiendo siempre algunas confidencias. Hago el intento de vivir con tres orejas y a poco siento que sobran las dos mías. Alcanzo, por añadidura, ciertos presupuestos. El Van Gogh sin la oreja es el Van Gogh cierto. El anterior es un proyecto ambicioso, un esbozo sensible que camina hacia la espléndida navaja. El gran minusválido, amputado de su ínfima sordera, lanza amarillo con su paleta contra el rostro del mundo y expone su otra oreja mortal.
—En las charlas de estos días ha vuelto usted repetidamente sobre el tema del cubismo.
—Las reiteraciones y las reminiscencias son otras de mis sobrenaturalezas y estados larvarios. Del cubismo aprendemos que el objeto existe varias veces, que es él y su múltiple diversidad. Una cebolla es el inobjetable total de la muchedumbre de cebollas que lleva dentro. Una piña rebanada es el tránsito vertiginoso de la luz, salvando una distancia estelar hasta el plato. El plátano crece y madura por faces y se traga debidamente facetado, antes de que aprenda el ritual monstruoso y surreal de los albañales. La suma de lo que miramos se somete o debe someter a esta vuelta de tuerca visual y nuevo entresuelo de la percepción. Mientras no se llega a la semilla el fruto es comestible por sus siete puntos cardinales. La semilla adicionalmente y por constancia es la respuesta para los futuros apetitos. La suerte nos depara una cara del dado, pero el dado en realidad es una abundancia de azares. Las miradas cubistas nos arrojan un saldo de ombligos y ojos simultáneos. Debajo del bigote que se afeita, aguardan impacientes bigotes. Si usted se zafa una máscara, las cicatrices le tejen la siguiente. A causa de defectos propios, aunque incide la rigidez rectilínea de la luz, el ojo apenas alcanza a vislumbrar el fuego de la naranja por la latitud este o sur. Si fuéramos los felices propietarios de una pupila ubicua y circular, con desplazamientos geométricos, y la luz se proyectara a un tiempo ordenada y caótica pero envolvente, quizás entreviéramos la integralidad o un segmento mayor de la naranja. Pese a su factor eventualmente desintegrador y facetado, el cubismo es tal vez la visión de Dios recuperada por los órganos de todas formas imperfectos del hombre. También quizás una visión insistente y emotiva, totalizadora e intraespecífica del arte, camino por donde el hombre se hace Dios y recupera a sí mismo.
La mariposa vuela irradiando y se le localiza desde innumerables puestos de observación. La mano cubre los itinerarios del sueño al sueño, ajena a sus propias posibilidades y maravillas. De cualquier forma, si escrutamos el envés nos perdemos el revés. El propio ojo no se ve a sí mismo ni al contiguo, porque las diversas dimensiones de lo que rodea giran simultáneas. El cubismo descubre que lo admirado es la sustancia disminuida de lo admirable. Los vuelos impalpables y el futuro de la larva que se agita en la linfa, permanecieron demasiados soles a la sombra. Debemos aprender a mirar, porque resulta evidente que nos asomamos con intolerancias y una sola mejilla. El cubismo es una conquista que nos conquistó y un descubrimiento con el que lograríamos incesantemente descubrirnos.
—¿Entiende el cubismo a través de un filtro latitudinal, con menos cubos, vasos y botellas y más frutas y bigotes?
—El café que soplo pasa inevitable por mi colador. Me atribuyo desde siempre la facultad de reducir la colada a cubos o a buchitos, según apetezca esa mañana el paladar. Mi pasta no da para reacciones tardías o nacionales, cuando no cumplo todavía ni con deberes contemporáneos y universales. No me adhiero, sobre todo en el plano de las emociones, a ningún intento de reprocesar o tropicalizar, como tampoco me atrae enjuiciar retrospectivamente. Menos, cuando se trata de una gran corriente o escuela de renovación. Más bien es un síntoma o reacción lógica de interpretación (que reflota mientras conversamos), cubista en esencia y que no ambiciona agregar aunque tampoco que le resten. Los estrechamientos no los resiste el cuello ni la propia botella.
Estimo que la piña, con sus formas cónicas y su naturaleza bromeliácea, padece de una espontánea inclinación por el cubismo, dado ese crecer angulado y la propensión a la ensalada, aunque con ello no agota su decursar de masa lujuriosa y ácida. ¿Alguien postuló que el cubismo no debía rozar por principio el renovado crecimiento de los bigotes? El jugo de melocotón me encanta, pero solo logro beberlo mediante la gestualidad aprendida con el líquido de la piña. ¿Quién podría pretender descomponer y recomponer manzanas y ensartarlas al eje inclinado, en tanto al plátano se le reduce al destino mínimo de rubro exportable? Imagino una piña en trociscos bajando por el esófago de un antillano bigotudo y no concibo nada más cubista y nada menos disidente del apetito mundial.
¿Si Braque o Picasso no pintaron mariposas, alguien sobreentiende que el cubismo excluye a los lepidópteros? Los cubistas solían dibujar más de un ojo por el mismo lado de la cara: ¿pretender que lo hacían por el torvo placer de lanzar a continuación una ojeada restrictiva y opaca?
Prefiero atenerme a los hechos y aplaudir las aperturas y las ensaladas de frutas. Y permanecer atento a los esquemas y definiciones, que todos bailan sobre pisos de cenizas y acompañados de un cuchillo que al menor descuido salta y se clava en la garganta.
- 10. Una salita de imágenes contigua
—¿Podría solicitar que escoja en su memoria algunos personajes sobre los cuales desearía ser interrogado o a los cuales evoca a menudo sin que medien preguntas?
—La evocación es un ave sin límites y sin escapatorias. La evocación crece durante la noche engendrando seres, para terminar como una flor de doble campana que rinde sus pistilos. Mi memoria repta y se sonambuliza sobre el cordel humeante del mosquitero. Cuando me alejo, dejo baladas marcando el camino, dejo gazapos agazapados en el matorral. Como hasta ahora escribí lo que escribí, a pesar de su diversidad indiscutible, he ido como cualquier pájaro de monte a posarme en ciertos encasillamientos de críticos y fisgones. Me han augurado o me han crucificado con una admonición: usted será escritor de solo dos novelas, como Rulfo. Sin embargo, lo cierto es que siempre deambulo imaginando nuevos textos. Y para esos textos y sin fatigas, prefiguro personajes que incluiría de cualquier manera en cualquier nuevo proyecto, por lo que intuyo que algo, si no mucho, dejaré en el tintero de espermas: un regimiento de criaturas que resisten y resistirán el no nacer. Desearía ante la vela que se consume, aspirar a un libro más, dilatado, distinto, disidente de mi obra anterior. Quiero decir, algo diferente, quizás parecido a unas memorias donde incluiría gente entrañable, lo imposible engendrando lo posible, número de teléfono y dirección exacta del minotauro, la recalcitrante luminosidad de la sombra, inminentes y próximas eras imaginarias, rizos de la tortuga meridional y algunos advenimientos no superados antes ni después. En esa narración estaría sin falta Juan Ramón Jiménez, silente y sentado meditando paisajes del trópico, como un arabesco emblemático del aire. Aunque a veces calculo que la inefable sombra inicial y la dantesca de las postrimerías, siempre refiriéndome a Juan Ramón, contrapunteadas con el momento mítico en que ofrece y me otorga su amistad de transparencias y sonajeros, podría ser el sustratum de toda la historia contada. Su presencia no siempre audible pero sí siempre imprescindible en cualquier versión, gravita sobre mí y gravitará hasta la eternidad.
De habernos atenido a un orden, lo justo hubiese sido comenzar por el misterio inicial. Mensuro y deshilacho el asunto, lo sopeso y aquilato liviandades, porque detesto la estrechez y el regionalismo cómodo. Pero no logro hasta hoy encontrar en América y en los cinco siglos anteriores, un personaje más simultáneamente descollante que Martí. No es una montaña, es varias. Y la distancia lo dimensiona desde cualquier ángulo: yo desearía lo menos escribir un largo ensayo donde ensayaría a trazar la curva ascendente de ese astro de iluminaciones. El Martí de los Diarios, de los Versos sencillos, de La Edad de Oro, de los Versos libres, de sus voluptuosos discursos, el conspirador aunando voluntades, el jinete cabalgando en las proximidades de Dos Ríos, es un ser múltiple, inatrapable, una suerte de repetido pez saltando en todos los estanques. Martí es un reto que desearía afrontar. La mano y los recursos linfáticos que circulan en espiral por la mano, lo registran como otro percance inaplazable.
Un personaje sobre el que no volví lo suficiente es el indio chorotega que en la eternidad crece con intermitencias y bisbisea al universo constelado. Aunque Rubén Darío fue muy repudiado por algunos allegados míos en su momento, y después, es otro gigante que cabalgará, un atezado mancebo que saca de su hondura y que con el corpachón agreste va rompiendo manecillas y leontinas y otras floridas volutas y linajes. Deseo repetir lo que dije, porque no siempre se tiene de pie en la historia a un hombre cuya ascendente bondad lo convierte en un dios de maíz. En mi parapeto lo concibo como un galán rústico y noble, que contempla ensimismados cisnes navegando en sus estanques.
Hay un personaje que daría para más de una lágrima y media decena de novelas. Tengo la visión del poeta atado, caminando intocado entre anónimos guardias civiles que pasan a la Historia luciendo aberrantes excrecencias del vestir. El poeta se sabe un blanco vulnerable, un tejido demasiado animal como para que no lo perforen las violencias. Avanza no obstante con paso lánguido pero resuelto hacia su muro. Ni blasfemias ni dentelladas en la partida, sino un mirar íntimo al follaje y un oído conectado a los suburbios que luego le van a impedir escuchar los gorjeos del pájaro. Así Lorca es ajusticiado por sus virtudes, cuando la gloria de la poesía se le rendía en plenitud. Muere afortunado y muere afrontando con los dientes, él que más bien se iba en suspiros y pétalos. Su defunción infausta, todavía hoy y rebasadas aquellas pestilencias, huele a naranja, a gitano legítimo, a verdes ramas, aunque perdura también el olor a fuego apagado en la noche por el ángel de las Tinieblas.
—¿Conserva energías aun para dialogar sobre otros personajes más contemporáneos y allegados?
—Solo el poeta logra exagerar sin pisar la raya de lo falso. Algunas de las mejores y más inexpugnables verdades, como diría Antonio Machado, fuero inventadas. La relación de personas allegadas que yo anotaría, flotaría hasta el techo y nos impediría respirar. Durante la vida se tiene la ocasión de departir con una muchedumbre de personas con las cuales uno logra amistarse y que al mismo tiempo son dignas de incluir en los textos, porque no siempre pero sí muy a menudo percibo literaturizado al visitante desde que toca a la puerta: abro y entra un personaje de novela, que describo en el acto y en su presencia y que hago pasar en realidad a una salita de imágenes contigua. La vida, repito, es una especie de paseo de oruga por el desierto de un mosaico: eso visto desde una perspectiva inmediata y otra lejana y primordial aunque coalescente al atributo gregario de la tribu. Sin embargo es real, digo y dicen, que a los diablos les encanta dormir repatingados a la sombra de los campanarios. O sea, solo en la multitud o una multitud solitaria sin mí. La amistad, como industria generosa, nace de una sentencia poética cortada en rebanadas, de un corpus de luciérnagas desprendidas al barro secular, de un mirar desazonado para ver si fulano anda todavía por ahí, así como de algunos frutos pelados a cuatro manos y comidos con risitas de intimidad.
Nací con goma arábiga en cada diestra y no las niego a nadie: ni al pensador de Rodin en días siniestros. Amo entrañable a mis detractores, así que imagine mi cariño y gratitud para quienes compartieron el vivir con esta mole de toses que no frena el hablar. Desde los años mozos y hasta hoy vengo estimando unas personas que perviven algo así como encadenadas en mi subconsciente, porque entre ellos hay nexos y porque los conocí casi en grupo y durante sus respectivos romances, que duran hasta nuestros días. Eliseo Diego y Cintio Vitier en perpetua luna de miel con Bella y Fina García Marruz. Amistad repujada en el cobre cobrizo de una mina inagotable, hecha de exquisiteces y maravillas. De ellos siempre he podido esperar casi cualquier cosa estupenda o insólita, desde una flor recibida a una dada, hasta una rapsodia de Mozart oída a ocho orejas en la trampa térmica de los alacranes. El humo diviniza la imagen de Eliseo en su discurso inaugural de En la calzada de Jesús del Monte, cuando el incienso opulento y sobrio hace escaladas y la espiral definitiva de esa lectura queda adherida a la hidra matriz de la poesía. Cintio ha sido un perenne viajero de la esperanza, un golondrinero estanciado y sedentario que hecha a volar pájaros con el dorso púrpura de su lengua. Es el soñador urdiendo en la filigrana, acarreando polen en el entresijo florecido del monte. Su fe no se detiene ni hace caso a los límites, porque es un risueño promisor y una criatura confeccionada de sucesivos candores. Incluso sus bravuras estuvieron siempre untadas del rocío vespertino de quien no guarda rencor ni para las alimañas. Bella era y es bella en el buen sentido de la palabra bella, una pasajera con pañuelo en la barandilla y un adiós y beso listos para cuando llegue la primavera: su endiablada bondad es capaz de roer todos los barrotes. Fina cierra este desfile de amores, tocando el tambor de la ternura. Aunque, por supuesto, en las antípodas de su calavera, es el temperamento ardiente que nadie pueda imaginar: su caldo fue aderezado con noble perejil, ruedas de limón, jengibre iconoclasta, kilogramos de dulzura, la suavidad culinaria del lápiz labial y una pimienta de exportación, contenida y explosiva. Sus páginas escritas producen el arrobamiento de quien lee auténticas y cercanas ondas expansivas, decoradas con los colores de sus banderas.
En los últimos años hice una amistad de resplandores mutuos: Julio Cortázar, que siendo solo cuatro años más joven que yo, parece mi nieto estudioso recién llegado de París. Su adolescencia quedó atrapada en Buenos Aires en una época en que las palomas eran respirables y quedó así, agigantado y niño, abueloso en el verbo pero argentado y nupcial durante la escucha. Su entrada a esta casa tuvo gusto a hijo pródigo que llega para rebasar en edad a sus progenitores, mediante propuestas concretas, como se dice ahora, y la gestualidad sencilla y sin ensayos de señor abolengado por las crispaduras de sus viajes de trotamundo. Nuestra amistad nació escanciada, de un sorbo, en medio de la tremenda e incierta tranquilidad de una salita apretada de fantasmas. La charla arrancó en la prehistoria de las nubes, recogió osamentas en el trayecto, rozó guitarras y bandoneones, pulsó espirituales liras y concluyó con un tour a Paradiso, a propuesta suya, y con un viaje a Viñales o a Rayuela, a propuesta mía. En esas correrías se coló a veces un personaje que yo incluyo siempre en mis antologías personales: un hombrecito asiático, con ojo de buey al pecho y una tecnología para las sombras y las luces, que una mañana descolgó hasta las profundidades luminosas de los ingenios cubanos y descubrió los fósiles azucareros del Pleistoceno. A ese chino, el Chinolope, lo avecino a Cortázar, porque mis fotos con el argentino son como un parpadeo preventivo antes del vuelo enciclopédico de las avutardas y la agonía crepitante y crónica de los crepúsculos.
En los orígenes, en la época de Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía y la propia Orígenes, tuve tratos y amistades con personas de gran valía, de esas que concurren para integrar la carne entrañable y la familia espiritual. Virgilio Piñera, Gaztelu, Rodríguez Feo, Baquero, Mariano, Portocarrero, Rodríguez Santos, Ardévol, Orbón, son algunos de los que estuvieron allí a la hora de fundar. Orígenes, que fue una revista que no recibía favores, nos ayudó a un grupo a soportar la marea embravecida con solo un bote sin fondo y un remo a la deriva. Por esos días conocí fugazmente a muchos artistas, bohemios apenas, o al poeta incierto que cruzaba la calle para entregar un madrigal. Incluyo un episodio en el que aconsejo a un compatriota retorcido que robó un pan, un despavorido pan de los que nos debe el cielo. Son rostros que obtuvieron su persistencia y perviven en los orígenes.
De cualquier manera, mi soledad es incurable. Canto en el coro y canto en el baño. Logro armar algunas ripostas en la multitud, pero ello no me redime de las fulguraciones y ostracismos íntimos. Mi puerta está abierta siempre y no obstante comprendo que esa puerta precisamente me aísla del resto de la ciudad.
- 11. La madurez de su conciencia vertebral
—Solicito hoy una antología de animales pensados y una posible aproximación ecológica a la criatura en cuestión cuando resulte congruente. ¿No es todavía hora de complacer?
—Voy a ordenarle esa antología de animales como un pastel de guayaba con resonancias bióticas. No se preocupe. Los aplazamientos alcanzan al fin el borde de un confesionario. Le hemos dado ya lo menos una vuelta al sillón en ochenta mundos. Pero ahora podemos invocar la multitud de ochenta sillones, para circunvalar el mundo animal que tantas cosquillas le provoca. Más tarde usted se encarga de poner orden en el zoo, de hacer retroceder cada bestia a su salón, para evitar los pasos del lince recorriendo la sangre o que el grillo raspe de nuevo la armonía de los quelonios. ¿De acuerdo? Soy ya el perro conversador, mientras usted le revisa la boca a los caballos.
—Vuelo del fulgor al tizne.
—Hablemos de una criatura frotada en lenguas infernales. De cierta mariposa preindustrial: albina, blancuzca. No se trata de la niña llena de tatuajes, no es materia de escándalos cuando vuela. Su morfo aflautado, dije, se protege con una insistente cobija depurada e intachable. Digamos que semejantes mariposas podían con su albicie engalanar el aire de las novias, libar virginales y asistir a las bodas ataviadas con una bufanda impoluta: hasta los novios impresionados aplazaban por otro segundo el casamiento. En marzo se mimetizaban con los postreros copos del invierno, en abril auguraban el inicio de las níveas cosechas de algodón. Y así transcurría el tiempo, entre costaneras y yesos y mayúsculas cursivas. Hasta que una tarde finisecular y durante una jornada abusiva de doce horas, el tren esperado de la industria desplegó su avezada escalerilla. Bajaron orondos el humazo y el hollín, envueltos en una apretada atmósfera de aplausos. En las copas, los monos fruncieron su evolucionada frente. En el sillón, Darwin se desperezó, mitad hombre y mitad ángel. De forma concurrente, unos 30 mil osos se retiraron al fondo del bosque, a dialogar con las enronquecidas víboras. Unos cien ojos se hicieron río. El cardumen de los pelícanos levantó un ajedrezado vuelo de salmón y aletearon con la boca dura y fregada.
¿Qué hora era? Con pico levirrostro, brillaban las leontinas en la superficie puntual del arbolito y el vino se servía con cola de gato y reminiscencias de pelo de ardilla. El hollín perseguía una a una sus presas, a diecinueve castigos por hectárea. De un lado la brocha gorda del humo y por otro las fachadas flechadas por el hechizo de un nuevo amor. Y ¿qué ha sucedido con la amiga alba, a quien abandonamos en una rama de abeto casi a finales del XIX? El ojo de Darwin la circunvala, la persigue hasta Escocia y Noruega. Bajo la suma de las experiencias, la heterócera blanquísima se debate en un agonismo y otros apresurados corrimientos al negro. Su progresión frisa el sahumerio de las ciudades, que ya ambicionan en Inglaterra sus incomparables penumbras. ¿Qué hace la alba, qué trama a pesar del débil intelecto y su intrínseco desconocimiento de Shakespeare? Dispone de solo dos minutos: el lapso entre un nuevo y otro más reciente emporio. ¿Cuánto placer y horror provocaría en el ligustre comprobar cómo más chimeneas saltaban a la pradera con sus chispas de ojo de pantera (con perdón de las panteras)? La Biston betularia pasa a la historia como una mariposa sin opciones: evolucionar del alba a la fumosidad, del fulgor al tizne. De esa misma manera, perviven algunos en la memoria: es decir, fuliginosos y frugales en prósperos bosques de ceniza.
—Araña de las cuatro estaciones.
—Siguiendo el curso de los ríos y el manual básico de Haeckel, afirmo lo que afirmé antes: el ámbito de la araña es más profundo que el del hombre. Está en la página 140 del Dador impreso por Ucar en 1960. Regresemos al texto reciente y antiguo. Una araña distraída no distingue sexo ni edad ni nada referente a etnias, se acerca sola e intrépida por el hilo de su plomada a sufrir la embriaguez de beber a Vivaldi en las cercanías de la criatura humana: la melodía le provoca ocho temblores y una especie de cefalea de verano que curará con la hoja de la salvia. Mientras escucha, la laboriosa teje al compás de Las cuatro estaciones con estambre de sus entrañas. Su seda es un primor de influencias bemoladas que desgrana flores y lluvias desde el inicio de la primavera hasta el último cuarto de hora del invierno. El segundo movimiento arrecia molto andante con ayuda de un violín cuatrimotor que se detiene eventual delante de las palanganas que recogen las goteras tardías del verano. A esa hora coincide una mosquita parturienta y entra por un hueco de la cortina y advierte la aorta disponible del hombre o mujer embelesado de oídos. Se dispone a beber ciega, rapaz. Es el preludio de una intromisión en cabellos ajenos. Sin embargo, la trampa que funciona es la argucia de la araña, que así devora (mientras escucha) un insecto tierno de fácil deglución. Ocurre como al final de las operetas: Vivaldi ignora el drama y mueve la batuta, el embelesado o la embelesada ignoran el drama, la mosquita no cuenta porque salió de la historia por una puerta lateral y para la araña, en fin, no hay drama sino un festín bien combinado de música y carne de primera.
—El cangrejo y Hans.
—Aceptemos de mutuo acuerdo e hipotéticamente que la temporada de playa concluye durante un melancólico atardecer. Los bañistas recogen sus bártulos y preparan la partida, proyectando largas sombras sobre ese territorio del país. Entre ellos uno en particular, a quien llamaremos Hans, que se despide del último chapuzón haciendo ondear su bandera de felpa blanca: tiene cara de foca antes de peinarse y también luego de peinarse, pues se trata de una herencia familiar. Hans no nada nada, ni siquiera los diez metros estilo mariposa, tampoco es un naturalista de visita en el trópico que ahora piensa en la montaña desde los elevadores del hotel. Hans recoge las patas de rana y se suelta a bambolear por las arenas, presintiendo algún advenimiento de carácter insular. En la yerba alta, entre corales de la Polinesia y un cementerio de polimitas, descubre al gran cangrejo rojo en posición defensiva: lo acaricia parsimonioso desde su perspectiva de viajero. El crustáceo continúa la marcha transversal y pedunculada. Hans se abstiene de cazar al intruso, porque ha leído al señor Ryunosuke Akutagawa y comprende como muchos que es mejor aspirar a la Gloria que al Infierno. A la hora final de ese melancólico atardecer de marras, los bañistas se despiden marcados y con visibles ojeras salitrosas. En particular el afable señor Hans, que debe viajar hasta el polo de los esquimales en un destartalado VW de los años 40. Coincidentemente Hans no advierte que el cangrejo de marras cruza indemne la carretera por donde él vuela hacia su hastío.
—Conciencia vertebral del pájaro migratorio.
—Los murmullos agitan la vieja madera anclada, el ojo del pájaro prefigura un cierre de oro y una cama de hojaldre. El navío navega proceloso a la hora incierta de la bajamar: se deja perseguir en la tarde por el graznido de una sombra. En el oleaje contraído es menos difícil meditar: si cerramos los ojos, cualquier hora, incluidas las metálicas del mediodía, resuman nostalgias. Imaginemos entonces un bote a la deriva durante algún plenilunio de agosto, imaginemos el duro y abigarrado cordel que lanza el navegante. Debajo se sostiene una nocturna abstinencia: nadie pica, nadie promete picar. El hombre se rasca la espalda para comprobar que no está solo y presiente una rebanada de sangre inquieta en el hombro izquierdo. Domesticada por el ojo, la luna declina a babor. Otro pájaro regresa de su migración invernal y necesita en regalía dos minutos de asidero. Baja, se arriesga, tiembla, se posa. La madurez de su conciencia vertebral lo sostiene sobre las tablas de la popa, entablando de alguna manera una riesgosa fraternidad con los solitarios. El cigarrillo del navegante sigue un curso cósmico, del labio al dedo y del dedo al labio, astillando suavemente solo el pausado titilar de las estrellas.
—Una rana necesita otra rana.
—Agreguemos una rana eventual, antes de que por ahí pasen los dos enanos. La rana respira mejor que el hombre: cita también de Dador, por las mismas páginas. Dador es mi palimpsesto, el agua de ser amable con los entornos, un ojo de ciruela antepuesto al plomo. El asombro es una envoltura que cae y atraviesa dos nubes: pues bien, la timidez de la rana intimida cuando salta. Se logra oyendo la algarabía de la criada y la atusada astucia del hombre del jardín, que cultiva flores y legumbres. En el brocal del pozo se aquieta la rana en posición fetal: no va a saltar ni a orinar, sino que sueña despierta con un niño de la primavera y un falso cordel en la boca del pez. Salta y se solaza en la fugacidad del mercado. Inimaginable y sencillo es lo que sucede, aunque ni la cocinera ni el jardinero suponen. La rana huye de las piedras donde vive en perniciosa soledad. Y la piedra entiende ese impulso: una rana necesita otra rana. El brocal es un borde traidor, porque las relaciones entre los muros se valoran por un talud más o menos inclinado y las inscripciones venatorias del liquen. Traicionero incluso o sobre todo cuando se sueña con un príncipe verde de impulsivas patas verdes. El final de la historia solo confundiría al truhán y es fácilmente predecible, porque la rana se desahoga a gritos, cual si fuera a parir al príncipe que sueña. Hasta la gárgola un pajarito acarrea deshilachadas hilachas y un cono de hilandería artesanal. La criada se asusta y grita: nada sabe la señora de qué tiene Pilar que anda así, que croa con la cabecita baja. El farol ya está en camino. El péndulo del golpe cae como un ulular de tatuajes matinales. Pilar regresa rodando a su humedad, pero con traumatismos craneanos y la cadavérica palidez de una magnolia. Un acertado golpe de bigote y el cocinero se atusa espléndido y heroico. La cocinera recobra la paz perdida y promete para más tarde deliciosas frituras de ñame y la seda estrujada de otros apetitos.
—Desempeño matinal del ruiseñor.
—Vamos a oscilar entre el número y la unidad, hagamos por desviar la flauta en la dirección ondulante del aro. Éter del condotieri que amanece en montaña: guiño, brillo, despertar inconfesable pero con el apuro alígero de pulsar la rama. Un ruiseñor sueña risueño con la baba del ojo de su desempeño rural: una noria le frunce el ceño y para azorar al ave hay un señuelo sin dueño, acomodado con paja de maíz, sombrero deshilachado y estaca vertical en lugar de vértebras. La atmósfera insectívora se adelanta y distrae la completez del paisaje. El reflejo en el follaje hace lenta la audición. La piel tiende a caer sobre las plumas, como si el gordo del megáfono fuese a sentarse en una de sus piernas o patas: caso este legendario en que un ventrílocuo preferiría cantar él las notas que le fuera soplando su muñeco. Rayos de sol en las graderías. Una margarita aquieta su inaudible quietud. El ave desafía y allana, retumba: y ahora nuevamente matinal y repleto de cascabeles, suelta una gargantilla mágica, un acaudalado eco en dispersión, canto magistral de filarmónica y flauta que va sutil horadando las sinuosas oquedades del monte. Las trampas, stop, no funcionan por tiempo indefinido, porque a la multitud de orejas llega filtrado un trémolo de trinos tintineantes. Garganta de prestidigitador, patica presta en la rama: la melodía improvisa una verbena inmóvil de escuchas y radioescuchas y durante un espacio reglamentario ni salta el saltamonte ni el limón alza su pescuezo. El oblicuo gorjeo bordea la extensión inusitada y penetra en sordina por la cara oscura de la piedra.
- 12. Llevar luz en el rostro
—Si le diera a escoger, ¿qué animal querría ser?
—Sería el animal que soy. Es decir, hipopótamo por la vestidura, por el corpachón y la apariencia, con una pizca de león en las migas y algo de mariposa feroz para remontar las latitudes y escapar transformado a las alucinaciones. Ahora, si se trata de ser otro animal además del que soy, o sea, simultanear, posiblemente escogería entre gaviota y lechuza, pues no renuncio, en primera instancia, teniendo agua tan cerca, a esa vivencia sobre el mar, de aguardar en el puerto, estar allí para ver cómo llega el mundo, ni renuncio, en segunda, teniéndola tan cerca y estando yo inserto, a una visión aérea de mi propio zócalo urbano durante la madrugada, cuando el graznido agorero sobrevuela el sueño o la duermevela.
Las gaviotas, no obstante la suma escabrosa de la especie, se entretienen indefinidas en acumular nostalgias y en recibir pañuelos. La lechuza es un guardián polifémico y no hay nadie ni nadie, entre ratas y ratones, que guste de correrle debajo al vuelo cernido y al garfio pirata. Pero esas preferencias sería por una tarde, o por dos, cuando más, pues una altura prolongada terminaría en vértigo y melancolía por mi sillón. Además, puesto a escoger, así, con esa facilidad con que usted abre los reinos, querría probar suertes.
En mis planes estaría, por ejemplo, durante la siguiente noche, ser cocuyo, pues nunca comprendí, yo que intento comprender tantas cosas, ¿qué es eso de llevar luz en la frente? ¿Se trata de un simple invento de bicho o es la misma claridad esencial y laberíntica que conduce a ser poeta, profeta, redentor, líder, dios, guía? Tampoco vendría mal, ya que estamos en eso, darse una vuelta por la oscuridad con ojos y garras de pantera. Sería estupendo atisbar desde las penumbras y sembrar el pánico entre las pequeñas criaturas. Las panteras no rugen a la luna, pero yo, pantera snob, rugiría a la luna, haciendo uso de toda mi capacidad de aterrorizar, quizás solo para ahorrarme el trabajo de ser lobo también y así matar dos mamíferos de un tiro. Luego, cuando esperaran el zarpazo cruel, me retiraría amable y dócil y recitando aquello de tiene el leopardo un abrigo en su monte seco y pardo. Los miedos deben tener también sus sustos, para ir desprejuiciando a los temerosos espantados de cualquier terror.
—Ayer pedí una breve antología de paisajes. ¿Podría obtenerla hoy?
—En algún sitio de este texto debemos hacer constar que: 1) el trato consistía en que usted no se inhibiera de preguntar y que yo respondería (y respondí todo), 2) mis respuestas no tenían que ceñirse estrictas por los cuatro costados, porque finalmente en un diálogo dilatado quedaría cubierto todo el territorio, excepto aquel resbaladizo que no quisiéramos por acuerdo pisar, 3) en algunos casos yo podría posponer (y pospuse) la respuesta para el momento adecuado porque aunque no sé si es más fácil improvisar preguntas que respuestas, no estoy obligado a morder de inmediato su carnada, 4) se repitieron a veces las mismas preguntas y no ofrecí nunca una respuesta igual, porque cualquier palmo de tierra es inagotable y conversar suaviza las asperezas, y 5) la única censura a los prolongados intercambios vendrá rodando desde lo que provisionalmente llamaremos su conciencia hasta el ámbito de esta salita o al implacable olvido que intercala el paso sin olfato de los años. Pasemos ahora a los paisajes.
Paisaje A
Al colosal río apresurado y anónimo voy a llamarlo invisible, porque cuando miro no distingo su agua entre las aguas. Y cuando intento ponerle la oreja, descubro que es también inaudible. Siguiendo el curso supuestamente torrencial pero impalpable, columbro una glorieta de jardín y algunos de los pabellones del inmenso palacio. Sentado a la orilla del río, en la margen sur o quizás en la opuesta, Chuang-tse llena una página tras otra de sus comprensibles e incomprensibles jeroglíficos: es como si tomara dictado del aire o del trinar afinado de las aves o del cielo silencioso que lo contempla y se deja contemplar. Chuang-tse queda apacible y fijo y escruta sus propias ideas y las que fueron inspiradas por el viento, los pájaros y el color azul. Las escruta, lento, con una fruición y placer de torrente que baja a la llanura, luego de ser derrotado por los siglos y de vencer al tiempo, y se arremolina justo frente a la piedra donde alguien escribe hasta llenar siete abultados libros que irán con seguridad a desembocar a las muy sencillas y paradójicas palabras de la Verdad.
Paisaje B
La mariposa revolotea sobre la humedad del charco y no encuentra manera de beber. El agua sufre la impotencia de carecer de cuenco. La mariposa se regodea en la agonía de contemplar el paso del espejo y no poder atraparlo ni con su sombra.
Paisaje C
Este es un paisaje acentuadamente sonoro: el graznido de las gaviotas sobre el cardumen. La luz logra escamotear tanto el negro como el blanco de las alas en el aletear. La luz misma arrebata el candil de las transparencias y reflejos y te abandona como a una criatura ciega asomada a las aguas. Con ese anublado respirar no podrás distinguir entre el cielo y los arrecifes. No obstante, la nostalgia permanece: atando graznidos uno llega finalmente a recomponer el paisaje.
Paisaje D
Una ceiba y detrás el sol. O quizás el sol reclinado en la lejanía y todo un ceibal en las inmediaciones. Por supuesto, me asaltan las dudas. Quizás resulte más grato contemplar por separado: el sol allá, un paréntesis, y la ceiba acá. Sin duda, la duda es una calamidad. Recomencemos de nuevo: la ceiba circular y distante envía sus flechas incendiarias y el sol de extensión horizontal mueve ebrio y radiante el cósmico follaje.
—¿Algo que agregar con respecto a su fobia a viajar?
—El que hunde el remo lleva implícito un destino. Pero los destinos estratégicos son organizados a mayor distancia. Todo es ilusión: navegar hacia otra locación es abandonar una suerte estanciada, desertar del azar cotidiano. Es como en el ajedrez el cambio impensado de un alfil por alfil, que los dos circulan diagonales. Platicamos ya de mi calma móvil, de mi inmóvil trasiego, de mi ansiedad sedente: no me conformo fácilmente con una lejanía incierta, si en las inmediaciones arde un lujurioso fuego sin dudas entrañable y sin dudas pertrechado por un aluvión de imágenes que yo deseara desentrañar hasta la saciedad. De cualquier manera uno se mueve de un desplazamiento a otro, a diversas y simultáneas velocidades, y si algo me asombra a diario, ahora que ando por los 60, es la prisa de las alfombras y en particular la mía, que permaneciendo en su sitio con ligereza estable no cesa de arrastrarme hacia los crepúsculos. He hablado de los aviones y sus pasajeros. No me agrada circular en latas de conserva, con un abismo técnico y real debajo de los pies. Alcanzar una altura de cinco mil metros atado al asiento me hace sentir humillado por las aves. En el avión se logra apenas avanzar algunos pasos, si torpemente nos decidimos a caminar entre el asiento y la puerta del baño. De veras no le veo gracia a arriesgar imágenes y ensueños cercanos por una visión fulminante y dudosa de pájaro enlatado.
Cada vez que converso de viajes aplazados experimento un inaudito sentimiento de resurrección. No resulta fácil regresar de ninguna parte. Oí hablar de una mariposa que cada año escapa a las nevadas del Canadá, atraviesa Estados Unidos y capea el temporal en estribaciones de montañas mexicanas. Durante el peregrinaje al sur, la bandada supura gruesas gotas, mientras que el regreso es aún más agónico, porque la especie se deshace en un polvillo de oro y marca la ruta de su extinción. Las criaturas migratorias sufren una reiterada incapacidad anual para resistir: viajar de un verano a otro, implica desconocer la aventura de los inviernos. Prefiero la diversidad de las estaciones, de la misma manera que me rehúso a vivir entre dos maletas: una que hago y otra que deshago.
—¿No fue nunca a ninguna parte?
—Creo que usted sabe que sí, así que tomo la pregunta como una provocación. Viajé a Jamaica y México, además de rechazar ofertas que me hubiesen conducido a Madrid, París, a Roma quizás. De mis viajes por el continente guardo algunas imágenes: una montaña envuelta en nubes, un cerro deshabitado, caballos abrevando en una laguna azul, el morado rígido de la oceanidad, una mujer arrastrando cerdos por el callejón, una ciudad inmensa girando como una ventisca de cúpulas y gárgolas. En un paraje de costa divisé un bote y a su tripulación enfrascados con una tormenta local. Esa imagen distante y extraviada del par de remos resistiendo el embate del agua y el viento, que seguro se repite desde la época de Noé y aún tendrá reposiciones, me dejó intuir que ningún drama carece de espectadores, así como que no hay espectador que no disponga de dramas a su antojo con solo parpadear o soñar de espaldas al Triángulo de las Bermudas. No me falta la vivencia de una aeromoza afable practicando el minué e insistiendo en varios amables idiomas que uno se beba el café plástico que sirven allá arriba. Si de volar se trata, he volado a diversas alturas, si de mirar nubes por la ventanilla se trata, acumulo toneladas de nubes. Si cree usted que eso me hace más importante o popular, incluso podemos exagerar en secreto y anunciar que todas mis observaciones astronómicas las hice desde el aire o que conozco de bien cerca la intimidad de algunas estrellas.
—¿Su asma qué es: verdugo o compañía?
—El asma ha sido en fin una aventura general de mi persona y una particular de los pulmones, que no me hizo más débil ni vulnerable. En África se aprende a caminar enormes distancias con una gran carga de leña o agua en la cabeza y por eso precisamente se acostumbra a paladear agua silenciosamente cerca de las hogueras. El asma que no deja dormir conduce al libro: en los libros vive un ácaro que provoca asmas. Círculo cerrado: del asma al libro y del libro al asma, como del codo al caño y del caño al codo. Soy ese Lezama, porque de otra manera yo sería mi sucedáneo, con menos asmas quizás, pero tal vez con menos lecturas en los cimientos.
La musa de Proust era, como sabe, una asmática recalcitrante: y esa vigilia le permitió rastrear en el tiempo más que sus paseos aristocráticos por los salones. Si Proust, como se dice, no se identifica con los personajes que describe ni los sucesos que narra, es porque mira desde su botella de aire. Proust escogió vivir en los recintos del arte, porque los intemperismos resultaban incómodos. Los ciegos desarrollan optimismos táctiles, olfativos, auditivos, porque una invalidez normalmente debe agregar dimensiones. Yo no la sufro: me sumerjo en los placeres del asma y emerjo redivivo en la superficie de los astros.
- 13. Una ventana por abrir
—Usted habló de catedrales en el futuro. ¿Puede ampliar el concepto?
—¿Es más asombroso el titánico acoplamiento de los elefantes que el abrazo amoroso de las lagartijas? Con igual tijera erótica fueron silueteados los coitos del jubo y la anaconda. Los seres orgásmicos solo inauguran lo mismo: historia. La historia eyaculada o escrita de nosotros se erigió con un pie encima, foráneo y férreo, y entre ajenos y alternados bisbiseos y estornudos. Otros comenzaron por nosotros en los lugares que iban a ser nuestros. Nosotros adoptábamos en nombre de lo que íbamos siendo, tanto los vicios como las virtudes de los que no pudieron dejar de ser los aquellos. Similar a lo inaudito: que de la manga el mago se saque otra manga, o que la garra invada el pecho vecino para dejar a la fuerza el regalo de una gran calabaza. Arrasadores por ambición y excluyentes por vía de los escrúpulos, fueron reducidos por el tiempo a la condición de semilla espermática. Lo que aquí constituía virtud allá era vicio, el vicio de aquí alabada virtud allá. No hay simetrías perfectas ni entre los círculos ni en los gemifloros. La ilusión de la perfección le viene pisando los talones a la utopía desde el comienzo bíblico de los mazapanes.
Los que arribaron a estas ínsulas, penínsulas y territorios continentales, de no haber llegado se hubieran quedado obrando en la propia santidad, sin el resolutivo poder de reimaginar, solo imaginando por otro tiempo el repetitivo líquido feudal y el fausto renacentista. El estallido de imágenes universalizadas fluctuó alrededor del choque, con las consecuentes ondas expansivas en distintas latitudes. Pero en semejante colisión, ¿quiénes forzosamente aportaron el mayor caudal de sangre, más escapatorias, naufragios, nostalgias, quiénes el virgo para que los desvirgaran, quiénes la mano para que la cortaran? ¿Quién imaginó más imágenes entre las muchas imaginadas y dejó ahí resollando sus potencialidades cósmicas? ¿Qué y cómo colocó cada cual en sus altares? Hablemos de dioses derruidos y suplantados, de ceniza fertilizada en el baile de las oraciones, de perniles de cultura cortados para zanjar el hambre de un solo almuerzo, del espejito repartido para que más tarde la víctima admirara sus propias cicatrices. Me tapan la boca para que no se oiga el grito, pero el grito sigue adentro. El conquistador actuaba en minoría, y eso era su gran desventaja para apreciar la curvatura de los espejos y el claroscuro móvil de las vitrinas, atesoraba mirando a su puerto de origen, y eso era un estorbo enorme para volar raudo sobre la orquesta y el festín de los instrumentos. El conquistado resultaba una multitud inmolando la posibilidad inagotable de su propio polvo y por lo general una mayoría obligada a resistir con boca de rana y a temblar con pata de cocodrilo. Aquel metía monedas a su bolsa, el nosotros reptaba por los farallones. Y fuimos nosotros, los aquellos nosotros, los mutilados, los aglomerados en bulto bajo los aguaceros y donando enseguida todo ese sudor al cielo, quienes fulgíamos como las catedrales en el futuro del Viejo Mundo. Con los asaltos a mano armada en los callejones de América, se costeó una buena parte del postín europeo y su reiterado protagonismo.
Aspirar a nuestras catedrales en el futuro no es una renovación de escarnios ni una apetencia de trufar a la inversa. Tal afán solo lograría, si lograra algo, construir pírricas catedrales en el pasado. Eso, en caso de que el consenso de la flor aceptara retroceder a la yema venal. Algunas catedrales en el futuro las imagino como catedrales reales, elevando uno o dos campanarios. Otras como quitatapas sin contrafuertes ni etiquetas: una especie de barro de Murano, alquimista y trasmutable, o una cortina tropical, abierta y solícita, o una yeguada en estampida por valles sembrados de polen puro. Otras son más difíciles de imaginar. Que el libro quizás pase de su sitio en la cabecera a ser la cabecera misma, interiorizando poliespumas y linotipos, sería un mérito catedrático de la nación. El auge del poeta y la poesía, entendidos como ser creador y sumun creado, en medio de una escasez crónica de generales y acorazados, sería una catedral mayúscula a la que podrían aspirar todos los países y su concierto. Pero la gran catedral llegaría como una certidumbre: colofón de ritmo gótico, preciosas columnatas y rapsodias y comparsas de rutilar, muchedumbre que se juntaría a reconocer los padres fundadores, sin fanfarrias ni solemnidades y en el implícito concepto de que cualquier ser orgásmico es padre o madre fecundante. En esa fiesta, canto al individuo y la individualidad plenos, habría, por supuesto, más flores que artillería, más palomas que rencillas, e infinitamente más tolerancias que crucifijos o banderas. O no serían todavía esas las catedrales del futuro.
—¿Le tienen sin cuidado ciertos símbolos y estaría dispuesto a cancelar algunos?
—Resultan frecuentes esos arranques en mí, aunque no los exteriorice a menudo ni los utilice como emblemas. Es un revolverse contra cosas demasiado establecidas. Ocurre que los sedimentos se trasmutan en cieno y el acervo en demacrada tradición. Soy poco fiel a credos cuando me enfrento sobre todo a encurtidos de la cultura. No hay golpe de hacha definitivo, sino un brillo ventral que decapita al ser de su sombrilla y a la sombrilla de la luz que soporta en el tejado. Tomemos el ejemplo significativo de los corderos, ya que antes hablábamos del sabroso sabor de los corderos. ¿Simbolizan la pureza por su lana blanca o por la blancura de su lana? Entre otras cosas, blanca es el arma de Bruto cuando clava estocadas al Imperio. Blanca es la madre de Alberto, vecinos nuestros, que le inculcó al hijo la violencia para sobrevivir: efectivamente, ella vive en la violencia de tenerlo lejos y él subsiste entre barrotes y casi tan pálido como la osamenta de la muerte. ¿El cordero simboliza la inocencia porque pasta de una yerba rústica y sobrante? Quien discrimina la yerba ignora su condición de feroz almacén de energía arrebatada al sol. Hervíboro es el elefante y algunos dinosaurios y también usted, Homo sapiens, que traga lechugas y berros y tímidas acelgas, aunque de ninguna manera desprecia el sabor del cordero. De uva y caña se hace licor que torna aún más devorante y carnívoro el apetito de nosotros.
¿Cordero quien calla y transcurre con mansedumbre sobre la llama encendida de la vida? ¿Es bandera blanca o corbata de miel que devoran las hormigas? ¿Quien se hinca a implorar miel para la salud de su agrio señor? ¿Quien soporta carretas y carretones y luce un brillo especial en el cuello que atrae el fulgor de los metales? Hay sogas que, por supuesto, reclaman su pescuezo y pescuezos que no viven sin su soga. Pero todo aguarda su redención: pescuezo y soga y soga y pescuezo.
Ah, pero de pronto, resulta que: Vocor Agnus sun Leo Fortis (Me llaman cordero, soy un león fuerte). El Agnus Dei lanzando la moneda al aire, que puede caer por su revés. El débil invierte sus ejércitos y hace correr a los elefantes. El cordero como cordero puro es la degradación vacua del mito. Las briznas del león fueron repartidas y el cordero estaba en el reparto. El más carnívoro lleva cordura y cordero dentro. La despensa de los mansos acumula colmillos de agudo filustre detrás de los cristales de la mansedumbre. Los símbolos simbolizan lo suyo y lo contrario. Como lo imposible es posible, otro ejemplo entra al baile: el león es cordero, el cordero es león. Y la expansión continúa afilándose entre dos tensas debilidades: el miedo a no ser fuerte y el temor a que tu fuerza redoble odio y número de tus enemigos.
—¿Le convence el mito del lobo?
—Como animal, el lobo me resulta fascinante: por su estilo de correr con el ojo dilatado por el hilo de la noche. ¿No estaremos entrando al tema de los corderos por la puerta del fondo? Se dice que los lobos son símbolos del principio del mal y amparados en ese pretexto y desde hace siglos, asomamos ballestas y perdigones. ¿Criaturas endemoniadas vinculadas al aniquilamiento final? Posiblemente. Pero ¿aniquilamiento de quién? Por supuesto, sabemos lo que tragan los lobos y a quiénes pertenecen las pieles que se ofertan al contado o a plazos: los escaparates rebosan, en el valle las víctimas aúllan escandalizadas a la luna. El gran lobo caza con escopetas. El lobo mayor hace prevalecer su sueño y se enfunda en una piyama antes de ir a sus reposos. Apenas amanezca recargará cartuchos. ¿Cómo creer en la crueldad del lobo si lo vemos famélico languidecer en la cruz? Entretanto, alguien desayuna y sale temprano a probar puntería. ¿Cómo creer en la crueldad del lobo si apenas quedan siluetas a contraluz intentando borrar la huella esparrancada y ocultarse en la nieve remota de los sueños?
—Noto que usted no las tiene todas con los sistemas, poéticos o filosóficos. Sin embargo habla de un sistema poético propio.
—Toda superficie cóncava tiene una espiritualidad convexa y viceversa. Por su exterior, la copa resulta el objeto más inútil para contener líquidos y atesorar sabores. Yo, como usted habrá notado, me abrocho botones sobre las tripas del abdomen y guardo lápices y bolígrafos en el bolsillo que resiste las trepidantes diástoles y sístoles. Nunca podría tenerlas todas con los sistemas, porque no ignoro que vendrán sin paliativos otros reversos y versiones y que sucederán nuevos envoltorios: sin reinventarse no hay extramuros. Las adelgazadas pero sucesivas capas generacionales, biológicamente descendiendo, terminan por cambiar incluso el paisaje mental de los relojes. La eternidad por ningún concepto incluye a los temporales de aguas o a los sistemas de ideas o imágenes. Y cuanto más aspire el sistema en ese sentido, con más trastabilleos lo interrumpe la historia, que hilvana con diez mil hilos de colores la primera pulgada de su trama. Sin embargo, creo, el sistema que presienta sus vulnerables paredes desde ya caer en el estrépito del viento, que reconozca su falta crónica de zapatos y todos los agujeros del follaje, siquiera por simpatía o caridad todavía podrá bailar mambo en la otra orilla de las lluvias.
Es necesario tener un sistema y un paraguas: sabemos que esta agua moja. Sabemos que el paraguas es perecedero y que los aguaceros se repiten. La lluvia de mañana no la podré parar con el paraguas que murió. Pero sin dudas todo paraguas tiene su loable y doble utilidad: la de mantenernos a flote mientras lo deseamos y podemos. La inutilidad de la camisa ante el flujo de los tiempos, solo nos tienta a la desnudez del baño. Si me presento sin pantalones al público, ni siquiera querrán oír el parte meteorológico. Pero el sistema incluso, como prenda de vestir, resulta la más útil y bella, la más esponjosa y táctil, porque permite la estancia, constituye un ángulo poroso de respiración, un techo para los regresos eventuales, un botón cuando el de la camisa es puro hueco y la soberana guarnición de la sombrilla primigenia y magistral que se adorna con todo el estampado de los sueños.
—¿Entonces su sistema como…?
—Me refiero siempre y ahora a un sistema hambriento y devorador, abierto. No al sistema cerrado y normalmente sitiado. Un sistema imán, alimentado con cualquier aterrizaje o aproximación. Un sistema siempre en construcción. Un sistema confeccionado con sistemas, donde se pueden desprender astillas o ramas y cada fragmento arder con su propia combustión. Un sistema no con puertas de par en par sino sin puertas, para evitar los cierres. Una especie de catedral múltiple, impregnada de incesantes llamaradas y parpadeos. Como si en las tinieblas ardiera un gentío de cirios y alguien llegara con sus velas y sumara otras hogueras al resplandor. Por supuesto que yo deseara cualquier adición y que no fuera un sistema de alguna manera limitado por el tope de mis interpretaciones e imágenes. Podría incluso, sí, invitar a que se agregue, porque es un sistema laboriosamente improvisado con vanos, rendijas, entradas, aberturas, escotillas. Un sistema que tal vez se congelaría sin los recién llegados y las aportaciones. Si alguien acarrea en esta dirección, contribuye tanto a su posteridad como a la mía, sin miramientos ni avaricias: y por eso es un sistema que podría engullir y ampliarse, un sistema, ahora que viene a cuento, desinteresado y calculador, que no se complace con complacencias ni solo con mis celulitis y balanceos. Es decir, aspira a las esporas, espera nuevos paradisos.
—¿Entonces Lezama aspira a sus epígonos?
—Los epígonos son colas etéreas de cometas, aunque no se les niegan sus propias fosforescencias e imantaciones. Hablo de aportadores que aportan, que arrimen una lámpara o dos o mil, que hablen con lenguajes estelares y fumen sus propios tabacos. No me agrada la inconmovible pirámide de piedra, visible en la lejanía, pero inmutable y callada en el trasiego de los milenios. Es preferible una ristra incallable de voces pregonando en el misterio del tiempo, un hormigueo incandescente de individuos que rueden por los abismos y suban a las crestas sin que el fuego de sus antorchas ceda o reblandezca. Que mi invitación no ofenda a nadie, que nadie lo tome como un pistoletazo a bocacalle. No me considero anfitrión: mi deseo es ser siempre huésped que llega, recién llegado que se hospeda, alguien que para tocar a la puerta todavía sabe convocar a los incendios. El gran fuego congenia con el fuego como el agua con el agua, sin que nadie note las costuras. Cada cual, pues, traiga la cantidad de llamas que pueda o logre o desee cargar en sus anafes.
Arribando a los límites de mis posibilidades, entreveo la posibilidad de nuevos límites. Límites ilimitados, posibilidades imposibles: ese buir está en mis conjuros y campanadas, cuando me resta solo una ventana por abrir.
- 14. Algo de historia no vendría mal
—Observando los días remotos en que concibió sus primeros poemas, parejos a los actuales, sus ensayos, de similares plenitudes a los de hoy, así como sus novelas, elaboradas en dos tiempos semejantes, parece como si usted hubiese preconcebido en una hora su obra y a continuación sentado lentamente a escribirla.
—Podría alegar, para no responder, el hecho de que las intimidades prenatales son pompas biológicas sin memoria. Nacer y renacer es una aventura doblemente complicada por la esotería. Con precocidad amniótica yo supe que debía escribir y luego me asignaron con cierta oficialidad materna esa misión. Era código genético y luego familiar, hecho acaecido este último entre sillones y sofás y recalcado tiernamente durante los almuerzos. Así que la ventaja de salir con los disparos, me permitió adelantar en la carrera. Cuando razoné, a mucho menos de la mitad del siglo, que si eran más de las nueve de la mañana en mi reloj, lo era en otro sinnúmero de relojes y con igual precisión de ese día en lo adelante, recorrí un trecho en la comprensión de los horarios. Algo de historia no vendría mal, pero no es la ocasión. Alguien recientemente, tratando de caracterizarme, dijo que yo, Lezama, vine con la poesía, vi con el ensayo y vencí con la novela. A grandes rasgos, un día me senté: dibujé con signos cirílicos una apretada síntesis de escaramuzas y calculé en base a un calendario multiplicado por clepsidras y cronómetros. También mandé a encolar los sillones y puse agua a hervir en la hornilla.
No aspiro a una conclusión de mi persona confeccionada a mano. Ya de por sí resultan impracticables e imposibles las conclusiones, porque la última palabra es siempre una deflagración carente de sinceridad futura. Admitamos el lugar preferente de las inconclusiones.
—Para usted la poética es previa al poema. El sistema, la génesis de cualquier valor literario creado o increado. ¿Qué lo indujo a esa concepción de que conceptualizar es primordial y antecede a la página escrita?
—Si usted fabrica marcos de madera, no debe preocuparse. Pero si resulta el afortunado pintor, mucho antes de buscar clavos y listonería de madera por el patio, debe detenerse a mirar la luz. Recuerde que la luz que usted ve no es luz porque usted la vea. Si está parado en ese punto cero luminoso, debe comenzar un conteo regresivo, recular por el muro y poner un agua de infusiones a la candela. Lo demás bulle como si se dijera: es coser y cantar. Aunque siempre más cantar que coser.
—Usted posee no menos que la certidumbre de que su producción literaria está entre las más sugerentes y hondas de Cuba e Hispanoamérica, sin descartar al mundo. Pero permanece atado a esta salita pequeña y penumbrosa y a la humedad que transpira su hogar. ¿Por qué?
—No descarte usted tampoco que el tiempo diga otra cosa. Pero siendo así como dice, esta sala y esta penumbra fueron las cobijas de mis páginas, ¿tendrá algún valor museable desde ya esta casa de Trocadero, 162? Si se cumple que lo sea, yo habré tenido el privilegio de escribir en mi propia casa y en el museo que me legarán la nación y los compatriotas. Es como vivir en una catedral del futuro y que de alguna manera se lo avisen a uno a través de la prensa.
—Facilidad para conceptualizar, erudición, ingenio, frecuencia para producir imágenes y revelar resquicios del lenguaje, son atributos de su intelecto que usted aprecia y por los cuales da gracias. ¿Cierto?
—Es el antiguo conflicto del ruiseñor: si vuela, se salva, si no logra volar, estalla.
—De su persona emana una impresión continua de padre o abuelo liberal, democrático, abierto en la misma medida que lo pueda ser la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Fluye de usted una seguridad por sus convicciones y una inseguridad hasta por la primera letra de su nombre. ¿A esta altura de la vida necesita solo una oreja receptiva y sensible para sentirse al borde de la gloria? ¿No hay ninguna represión, sexual o de cualquier otra naturaleza? ¿Su estilo transparente es parte de un proyecto o una espontaneidad?
—Como diría tío Andresito, no son tantas sus preguntas como lo seguido que las hace. Creo moverme en una espiral tensa: en el sentido de las manecillas del reloj y en el opuesto. Hoy amanecí sin pasado, como suele sucederme, y no calculé ese despertar. Cuando me levanté fui a afeitarme, con el agua corriendo por el fondo nácar del lavamanos. La radio anunció una cifra de víctimas por las inundaciones en la China. Aplaqué la navaja, la cerré. La noticia me indujo al epigrama de referencias asiáticas que le mostré hace unos minutos. La cantidad hechizada no es sino eso: azar de ojos oblicuos, aunque espontáneo. En mis proyectos de vida dejé en libertad la sencillez que reposa en un conocimiento de lo natural. No me las doy de bueno, porque soy ángel y diablo. Pero las víctimas y el filo de la navaja actuaron sobre mi sexo: un encogimiento espontáneo, un acto matinal de contrición y sinceridad. He ahí una muestra de que solo escondo lo que tengo que es esconder. Lo que esconde usted. Lo que escondían Rahotep o Cleopatra, ante el espectáculo desbordado de las arenas y los presentimientos milenarios.
Con respecto a las orejas, las prefiero si es posible al borde de mi gloria. Aclaro: cuando digo gloria, no hablo de la boba seductora de los supuestos elegidos, que entonces no resisten ni un vaso de agua sin que se les vaya a la cabeza. Hablo de la gloria respetable de este tabaco Habano, legítimo de La Habana. Y cierto, la J, que comparto con algunos admirables tocayos, me crea la inestable perplejidad, casi la duda, casi la convicción, de que la pusieron ahí para que un día me jodan de verdad, o sea, con un tajo ventral jamás reparable.
—Algunos murmuraron alguna vez de cierta mitomanía suya sobre todo en sus conversaciones. Usted me ha platicado, citando a Antonio Machado, que las verdades también se inventan. ¿Qué dice al respecto?
—La verdad, como todos los rostros, es un asunto pasajero. Es un fruto que el tiempo va a devorar. Entre una verdad y otra, entre una verdad palpable y una impalpable, no hay interjecciones ni forcejeos. ¿Cómo desmentir una verdad mientras es verdad que lo es, pero cómo atajar su aflojamiento y destrucción cuando la humedad y la sed de los días le llegan al cuello? Algunas verdades, es verdad, se pueden tocar con la mano, como un árbol, y otras no son tocables, como eso a lo que llamamos tarde y no obstante en el trayecto intercala cúpula, follaje, nido, tres dimensiones y escalas del pájaro antes de que anochezca. El cielo, por ejemplo, es una invención de la que en verdad resulta difícil prescindir: a pesar de las demostraciones de la ciencia o del dedo, que tratan en vano de palpar. Si yo afirmo que el jarrón chino no es más que un hueco invertido o lluvia antes de derramarse, nadie puede gritar mentiroso. El que grita que Pinocho es mentira, dejará monstruosamente de ser ñato.
El acalambrado murmurador es una suerte de estulticia literaria, de aratinga que lee sin gafas o no lee, que ignora o se asusta cuando presencia la labor del ojo iridiscente y las técnicas de ficción para aplicar y hacer más rigurosa la transcripción de lo real. Reacciona como la comadreja y tal y como si viviera en una pre-era o en una grieta anterior a la imaginación. La historia no es el cogollo ni la sombra visible, sino sobre todo la palma o la caña alimentadora de numen o himen, es el vuelo logarítmico y el hilo ardiente en el basculador ferruginoso.
—Verle escribir sobre una tabla y a mano, provoca perplejidad. ¿Es una especie de esnobismo etrusco, una moda copiada del Renacimiento o resulta que no pudo abandonar nunca el modo colegial?
—Tal vez la empalizada que armo sea una suerte de aforismo sin traducción inmediata al español. Y por supuesto, soy un alumno impactado por su experiencia de escolar sencillo. Además, me baña el agua afable de la maestra que a orillas del Cornito impartía clases de botánica acariciando la flor de ateje que buscó su ventana. Abril y mayo simultanean bajo la lluvia y por eso tanto el ateje como el roble, la caoba y la siguaraya, crecen mejor cuando asoma la humedad. Soy por otro lado admirador de quienes trasiegan con acordeones y se doblegan en cuanto canta el canario amarillo que tiene el labio tan negro. Nunca formé fila entre los espectadores que compran ojos y luego le cogen un miedo horrendo a la sopa de pescado.
—Ha dicho usted que solo le interesa crear el poema. Lo admito porque es el acto primigenio, imprescindible. Pero veo el gozo que producen cada una de sus páginas impresas. ¿Sin ninguna oportunidad de publicar sería igualmente feliz?
—Es una interrogante demasiado especulativa. ¿De qué mundo pasado o contemporáneo habla? ¿De eras antediluvianas o de la vara de los inútiles aguadores? ¿Se refiere al caso de que yo fuera judío y negro y decidiera alquilar un piso en la cuadra del Reischtag, a la hora en que Adolfo se asoma a los balcones?
—Prescindiendo de aviones, ¿qué paraje de la Tierra o qué capital le gustaría visitar y mirar sin más dilaciones?
—¿Sabe qué me gustaría? Estar sentado en el Anón de Virtudes a fines del año 63, cuando allí tomé mi último batido de frutabomba. Pero eso está lejos, incluso para un Boeing 707 o el tren expreso que parte hacia Santiago.
—Hay un tal José Cemi que dice conocerlo. ¿Lo recuerda usted?
—En uno de mis viajes en tren a los orígenes, intercambié torres y caballos con ese maestro del tablero: fue él y no otro quien me enseñó el arte insuperable de los enroques. A veces nos saludamos de acera a acera y a veces desde los espejos. Es un señor muy serio que fuma en cohiba.
—Durante la vida, ¿cuántas veces se puede volver a los orígenes?
—Cómpreme diez centavos de filo, yo le ofrezco gratis un kilogramo de sinécdoques. Así usted podrá regresar cargado de alforjas a su casa y yo cortaré rebanadas al crepúsculo.
—¿Alguna vez se deleitó escuchando a Benny Moré?
—Benny Moré fue una especie de mogote compensatorio, que impedía que las frustraciones bajaran del nivel bailable: no hablo de un reclamo de sirenas tendido como trampa o de un cepo melódico para que el azúcar no supiera amarga. Frente a una cultura altisonante y hueca y al humo recurrente de los falsos misterios, la voz del Benny representó posiblemente el mayor fragmento de la fruta. La noticia de su muerte la leí en el periódico La Tarde e instintivamente, sin pensarlo yo, me subió la frase de Vallejo: Su cadáver estaba lleno de mundo. Tal música y tal músico trascienden las etiquetas: son varios cuernos soplados por un toro, el ruido impensado pero exacto para sacar de sus serviles sueños a las odaliscas.
—¿Presenció a Kid Chocolate en acción?
—Para ese maestro del guante tengo pendiente una tacita de café. Si lo ve, pacte un encuentro y aconséjele que se cuide de la derecha del gordo.
—Quisiera someterlo al largo interrogatorio de una pregunta sobre diversos personajes. Y que además usted conteste muy breve. ¿Accede?
—Siempre que usted se someta a mis lentitudes o rápidas acometidas, no veo inconvenientes. Comience entonces.
—¿Gardel?
—Colocó el arrabal en el centro de Buenos Aires y a Buenos Aires en el corazón del mundo.
—¿Faulkner?
—Un enorme granero sinfónico vinculado al sur.
—¿Rulfo?
—Ese señor nos enseñó una lección imposible: caminar hacia Comala y encontrarla.
—¿Beatles?
—Debemos aprender a tararear de nuevo.
—¿Neruda?
—Cada vez que me acerco el jabón hasta mi cara su cándida fragancia me enajena. Pero yo sé de dónde viene el aroma.
—¿Lewis Carroll?
—Quiero ser invitado a todos sus incumpleaños, pero por desgracia los conejos se olvidan de mí.
—¿Einstein?
—Igualó sillón con avión, cuando se trataba de las grandes esenciales distancias.
—¿Borges?
—Con él morir el misterio que está escrito en los tigres.
—¿Guimarães Rosa?
—Su continental discurso, con un apoyo infinito de comas, sacó al idioma portugués y al sertón de sus mayores atascos.
—¿Mijail Bulgakov?
—Padre de Margarita, suegro de El Maestro y crítico personal de un tal Poncio Pilatos. También el primero en volar en cueros sobre Moscú.
—¿Saint–Exupéry? Siete veces príncipe o quizás ocho. Abrió consultorio en un asteroide para curar incrédulos y adultos.
—¿Kafka?
—Quiso vivir una vida humana entre los hombres, pero solo tuvo oportunidad de respirar: el resto se lo debemos todavía.
—¿Picasso?
—Málaga se adornó la mejilla con tres narices y cuatro ojos y salió a recorrer y enmendar vidas.
—¿Marylin Monroe?
—La historia le debe un reinvento moderno: los suspiros.
—¿Alejo Carpentier?
—Rey de este mundo durante un siglo de luces.
—¿Dostoievsky?
—Su hacha pudiera ser aquel detector de mierda que aconsejó Hemingway.
—¿Podemos dar por cierto que a menudo comete el pecado de la gula?
—¿Cenar opíparo de una fuente de pescado, un pecado terrible? Anote usted enseguida el gran pecado imperdonable de todos los tiempos: la despensa vacía, el caldero ocioso.
—¿No es el miedo entonces a los aviones su razón principal para no viajar?
—Mis peregrinaciones de ser inveterado, mis vertebrados éxodos, mi trasiego mundial, no dejan espacios para asuntos de transportación. Le saco la lengua a las aduanas y a los aduaneros. Y los miedos se reservan para asuntos de mayor densidad.
—¿Aceptaría el consejo médico de abandonar tabaco y café?
—Me abandonarán ellos a mí.
—Creo entonces que se le recordará junto a su persistente tabaco. ¿Le importa?
—Siendo yo una especie de novísimo Hatuey sentado en una roca, creo que en su momento necesitaré a un renovado Cucalambé.
—¿La gordura le impide demasiados placeres?
—El placer de ser gordo quita frío y estrecha el vano de las puertas. Es de mi agrado vivir en días veraniegos y en un mundo que no puede evitar sus roces con mi carne.
—¿Una de las preocupaciones suyas es la prisa con que se desplaza el tiempo y acercan los días del juicio final?
—¿Debo responder en mi calidad de poeta o de abogado? Confieso que algunos juicios ya me los hicieron en vida. Por supuesto, me preocupa un período tan interminable como el que se nos viene encima. Pero incluso hoy, un día de sortilegios y claridades, la certeza de que para partir no me veré en los embrollos de hacer maletas y deshacer compromisos, es un alivio en medio de tanta trivialidad y la penosa fatiga de encanecer en la proximidad renovada y florecida de los balcones. Como ve, no me preocupan tanto mis preocupaciones.
—A propósito ¿de qué le sirvió estudiar derecho? ¿Se siente autodidacta en el terreno de la imago?
—Para andar derecho hube de estudiar Derecho. Si alguien me tilda de diablo, porque sé que no faltar quien lo haga ni razones para hacerlo, sepa que fui disciplinado en mis albores. El caos llegó cuando me gradué de ángel o el profesor aseguró que eran angelicales mis notas de bachiller, porque la poesía, que venía prendida en el borde de la solapa, salió a rechistar. El caos del autodidacta, si en realidad es un ser caótico y si se toma en serio el autodidactismo, es una pantagruélica epopeya contra la academia y la escolástica. Si estudio Letras, mi troquel hubiese sido quizás idéntico al modelo en uso y yo quién sabe si un poeta sinfónico trasegando en el corral precioso de la santurronería. Pero fui derecho a graduarme de Derecho, lo que me proporcionó un derecho festivo: bailar el baile entre la rumba y el violoncelo, cascar nueces a martillazos o al ritmo del Cascanueces, trepar la palma para ver Palma de Mallorca o las crestas del gallo de Mariano.
—¿Algún amor inconfesable?
—Algunos amores inconfesables y algunos inconfesados. Arrepentimiento por ninguno.
—¿Ahora que ‘Paradiso’ le trajo la celebridad se siente más novelista que poeta?
—El poeta se cierra el capote para soñar con una estampida de catedrales, un ángel que se afeita en el espejo o una golondrina bilingüe que abre la puerta a los demonios. Lo fastuoso del sueño no obstante nunca supera al ojo soñador. Digámoslo en otras palabras: el poeta trasnocha incluso durante el día, no se despega de las ventanillas, duerme solo al final de la jornada. Ocasionalmente entrevé un cerro despejado de nubes que altera los contraluces y ritmos del desplazamiento.
—¿Qué quita y aporta nacer y vivir en una isla?
—Ciertos designios de Dios coinciden con las teorías de las masas continentales a la deriva. Un solo gran continente hubiese sido una locura de codo con codo, un signo aritmético quitándole conchas a la panoplia de la diversidad. Las islas le restan marcialidad a los continentes, lo que viene a parar en un agregado de verosimilitudes y variantes. Restando se suma, de la misma manera que a veces la suma rompe el saco de las ambiciones. Que seamos islas tiene un sentido múltiple, estelar, comenzando por el hecho de la voluntad divina de aislar y obligar a tejer puentes en múltiples direcciones. Creo también que si todas las fronteras en todas las partes fueran de agua, la insularidad podría llegar a ser fanatismo o un entretenimiento peligroso. Distribución de volúmenes y dimensiones sobre los océanos antes de comenzar el gran juego de las aventuras: algunos pasean en trasatlánticos y yo paseo en bote o sillón. El del barco suspira por mis remos, yo a veces por una litera en tercera y por el humo clamoroso de las chimeneas. Y de esa apacible retención de líquidos, emana una cantidad hechizada de ambiciones y complacencias. Como si en la feria estuvieran vendiendo cucuruchos de maní cuando uno sorpresivamente sueña con la avellana importada de los inviernos.
—¿Logra usted sentirse insular y continental, cubano y americano servido en el mismo plato?
—Es una pregunta curiosa e insólita, como interrogante existencial, cuando sabe uno que tiene el mar, es decir, la frontera líquida, a menos de media milla de las incoherencias. Yo me rindo semanalmente a algunas perplejidades dirigidas a ese macuto de ser árbol y ser bosque. Sin dudas, es un tema al que debemos acercarnos sin prisa y sin boquetes en las mangas. La tentación de sentir primero el roce de la propia luz sufre un renuevo cotidiano: es que el día parece llegar cuando llega a nosotros. Al que vive entre montañas, le amanece más tarde. Pero los mapas, la historia, la cultura, el miriñaque en la cintura remota, esa capacidad ígnea del astro solar para iluminar de golpe una gran faja septentrional-ecuatorial-meridional, las distancias sufriendo las contracciones del radio, la prensa escrita, el cine y la TV, los barcos y los aviones en el trasiego, la antigua comunidad de orígenes, los destinos complementarios y dependientes, una actualidad que habla de tifones azotando o amenazando a un tiempo cuatro docenas de naciones, la lengua repartida, la vena repartida, el azar destapando metáforas semejantes, apuntan en la dirección contraria. Uno termina siendo un cubano que ama sobre todo a su gran patria americana y un americano cabal que sufre flaquezas particulares por una isla de amores. Esos dos enigmas de las transparencias te unen y te despedazan y engendran una gran tradición americana: el impulso gravitatorio y festivo hacia lo que desconocemos.
—Le vi temblar el día que cumplió sus 65.
—Si captó mi temblor, yo vi su angustia. Como ni los caminos ni los caminantes se detienen, es posible precisar el origen que recibió en el oro de las fiebres los venenosos consejos de la luna. Hablemos de pelota y no de parábolas, porque cuando alguien se encuentra urgido en el conteo de tres y dos no vale papelonear: mejor cortar el cono con una navaja embustera.
—Si me amenaza con mi edad futura, aclaro que no fue mi intención ofender ni atemorizar.
—Disculpe que parezca amenaza. Me permito, para dirimir ambigüedades, traer a colación al jinete que se asomó delirante con las innovaciones verbales y fue al mismo tiempo el señor amable que nos regaló espejos con la nueva imagen del ser y de la muerte. Siempre, si él nos antecede, podemos ampararnos en su amplia llave, que promete abrir de par en par el castillo de los encantamientos. No hay fin: no hay cántiga ni cántaros rotos irreparables. Si vine regreso, si regreso ya estoy aquí de nuevo. Y todo al estilo radiante quevediano del polvo enamorado.
—En ese día último, ¿volver a pensar en Martí y en Quevedo?
—En esta especie de tobogán sin ojos por donde nos deslizamos absortos, de pronto las palabras de ellos mezcladas con las nuestras se apoderan del tiempo histórico. Siento que la charla alcanzó eclosión, poder, altura. Merecemos algo más que disculpas, porque nos hemos colocado en el devenir incesante. Con las innovaciones del verbo, Martí nos trajo además maneras sencillas del ser, la altivez resonante cuando el aceite hervía contra la Isla, así como un modo límpido de pasar a difunto, abrazando la tarde con una constancia que ni las noches enmudecen. Si parpadeo no sospeche. Si me acodo, sosténgame un segundo. Hay tres plenitudes: nacer, crear y caer lento y manso al reposo prolongado de la memoria.
- 15. El labio debajo de la gota
—Entre ayer y hoy oí cinco veces la palabra estética. ¿Qué le sucede con la estética?
—¿Sospecha usted acaso que busco candados para cerrar a esta endevotada y a la vez casquivana y cerril dama? Lo más cercano a un sillón es un caballo matinal y lo más aproximado al balanceo es un galope loco, desmesurado, que brinca troncos y alambradas y persigue de cerca el rabo astuto de la zorra. A menudo cabalgo, porque incita aproximarse y desplegar abanicos justo al borde incompetente de los desfiladeros. Soy un aprendiz de ritornelo, que busca en sus vueltas circulares atrapar una pluma y nunca la totalidad absurda del ave. Oí hablar de un momento atencional y quizás solemne, de una comprensión acercada que deja en la roca ritual de las observaciones una cierta impresión de imágenes cerca del suelo y en el límite tenso entre las formas naturales y sensibles. El ojo desdibuja o calca, se dice, piruetea al mediodía con ayuda del rayo solar, y la luz nos abandona al saldo fabuloso y favorable de haber entrevisto semejanzas, una ilusión palpable de superficie pétrea y parda, ondulada y flamante, recia y desplegada, que entra al recinto introspectivo. Hurgar con un palito chino en el panal de avispas es altanero, pero menos que soltarse tropo abajo con la navaja abierta en los bolsillos.
Resulta comprensible la noción de que cualquier sistema pueda ser bello, pero no único. Lo gravitatorio y natural, llega a la posesión creyente del hombre sensorial, que por eso precisamente estornuda cuando le arriman una pluma a la nariz. Lo imposible es creíble por mediación de una caritativa donación y una desprejuiciada comprensión. La caridad engrandece al donante. Se puede además entender sin comprender y caminar hacia la divinidad sin deshacernos en cálculos de distancia.
Lo incondicional poético le ofrece una resistencia territorial a la causalidad aristotélica. Lo oblicuo es una serpiente en el seno que con su mordida inocula la inmortalidad: la inmortalidad es un receptáculo con fondo y sin salida. Una visión zoológica de la serpiente no conduce a la metáfora, ni aún cuando una decena de especialistas en ofidios hagan constar su pública aquiescencia. Yo busco desamparado en un territorio de lagunas diagonales, donde el fango da al tobillo y la luz al pescuezo: rehúyo el elitismo, la pócima cuatro veces al día, el recetario, el desdén. Tampoco perdí nada en las inmediaciones de las lindes y las definiciones, porque prefiero el paso lateral y la marcha a traviesa por el campo espigado.
Valéry ateo definió poesía y arte como el “paraíso del lenguaje”. El lenguaje, que nos embrida desde una locación más remota que la propia lengua, es la jabalina en la mano del aspirante a dios o a monaguillo. Ningún aro de fuego es obligado, ni aun la oblicuidad creyente o laica. No toco campanarios ni promuevo concilios. Lo importante es navegar, echar la vela, intuirle algún misterio y algunos secretos a los vientos y rastrear con la ansiedad suficiente en el laberinto de los derroteros. Valéry deseaba ir al paraíso que descreía, porque al poeta le importa más el poema y la poesía que los propios o imposibles habitantes estelares.
Cierre la navaja, le advierto, si va a golosear sobre la estética. En algunos salones oí decir que la estética es una panacea con doble fondo, una partera acuclillada debajo de la almohada o una ninfa que resurge y no acaba de llegar del fondo de los misterios. ¿Es el modo de clavar simetrías y asimetrías y el puñal en la flor? ¿Una hiena equilibrista que unta al espectador con perfumes eléctricos? ¿Es un calamar flatulento nadando con prisa hacia su hueco onírico? ¿Cuatro elefantes lamiéndose la esperma en la cuerda de una araña y viendo que se podía? ¿Venta al por mayor, incluidas traducciones, de aceites en estado rancio?
Pongo a su disposición mis perplejidades. Aunque muy en secreto, le confieso que atesoro suficientes cabalgaduras, tanto para los paseos como para los escapes. Al doblar, en un sitio con bocacalles y alamedas y ristras de ciclamores y robledares y una caravana de ficus, me aguarda una legión de leones que rugen inaudibles y velan por mí las 24 horas. Los describo como oscuros de melena y pétreos de riñones. Nos secreteamos mutuamente metáforas al atardecer, instantes antes de la invasión crepuscular de las aves. Acudo desarmado a las gregarias citas. A mis bestias les place devorar seres y objetos vivos próximos al océano y dejarme carroña, como si ellos y yo no fuéramos la misma boca y el mismo ansioso paladar.
—Destruir y crear el lenguaje ha sido una experiencia notable de su vida y casi una obsesión. ¿Hay algo que agregar a la obra escrita y al discurso oral en ese sentido?
—La agregabilidad es un elemento integrante de la infinitud y la eternidad: imposible decirlo todo, imposible agotar las experiencias y los métodos y los argumentos. La lengua, a pesar de su encarcelamiento dental, es la gran aventura luego de la masticación y la imprescindible y ritual deglución. Durante el día, que inicio con café y tabaco a despecho de mis desconfianzas en los hábitos, procuro invisibilizar mis lecturas, olvidar los simultáneos pasados que me fueron improvisando e intento llegar desnudo y transparente al acto creador de la escritura. Voy temblando, trémulo, tiritando, afrijolado de miedos, incluyendo el miedo a extraviar el miedo. Mi ventaja sobre la cuartilla polar es el frío de los temores sempiternos, que muerden mis dedos, mi carne rolliza, mi moco de pavo y me abandonan demudado e inconforme como el alacrán que ronca despechado en las cisternas. Por las mañanas redescubro o deseo redescubrir el lenguaje, porque una frase impensada y atónita, resplandeciente y fíbula, de repente y proterva, nos renueva pechuga y buche, calcañal y huella.
Yo contraje ese virus cuando de muchacho leí las primeras diez cartas, recibidas o enviadas por la familia. Todas comenzaban: Deseo que al recibo de la presente te encuentres bien. Por acá nosotros bien. Puaf, me dije. ¿Por quién y cuándo y dónde, en qué neófito cementerio o por qué adulterado cadáver quedó clavado ese clavo? Pensé, por supuesto, en el retroceso y en el devenir de los siglos. Acortando más: entre 1492 y 1970, entre Colón y Bradbury. Colón a su ama de llaves: Deseo que al recibo de la presente. Bradbury a sus vecinos de Marte: Deseo que al recibo de la presente. Bueno, en mi infancia todavía el buen Bradbury no había mecanografiado sus Crónicas y no sé si la teoría de los canales de Marte ya enviaba platillos en esta dirección. Mi parábola iba del Renacimiento a Einstein, del gran Miguel Ángel al gran Picasso. Debía comenzar yo por separar el folklore postal de la putrefacción y las rígidas y empobrecedoras costumbres.
Cuando escribí mi carta, la primera, comencé con una despedida. También entresaqué del diccionario una docena de bien rebuscadas palabras y las coloqué en fila marcial, como a un ejército confiado en aporrear a sus mariscales. Después puse: Queridos tíos o Queridos primos. Pensé también en poner la dirección dentro y en el sobre hablar de mis bronquios o de mi caballo de retratarse, que nunca va al trote ni al galope pero que al menos se balancea. Sin embargo, así no iba a llegar la carta y la carta no es carta si no llega. Es decir, mi impulso se equilibraba con el sentido práctico, en una dialéctica de comodines. De todas maneras, debajo de la dirección, con frenético descaro, anoté: Leer debajo de un sicomoro.
Desde entonces, amigo, de manera tangencial, subrepticia, incolora, en el torrente de la salmodia o de la filarmónica, cogido entre los fuegos del agua o las liquideces de mi economía, recomiendo siempre, de cualquier manera, repetir a diario la siembra de sicomoros. Puedo beber café a diario, fumar grandes y aromáticos tabacos a diario, y ya eso casi me resulta imprescindible, pero no dejo definitivamente atados mis caballos a tal leño y también los llevo a abrevar al otro lado de la cascada.
—Entonces, ¿muchos lenguajes escondidos en el lenguaje? ¿Con las mismas palabras podríamos hacer siempre el cocido nuevo?
—Las aves vuelan confiadas incluso hasta el segundo posterior al escopetazo. Salvo la eternidad, nada hay eterno. El latín murió y lo fueron matando, porque hasta un sombrero de fieltro desgasta el metal de las perchas. Un lenguaje para estar vivo debe desvestir y vestirse de continuo, abrirse el saco delante de las estatuas, descorchar vinos y trastabillar ebrio, olisquear en todos los sahumerios y adoptar lo que se aproxime y engrose, aun cuando no se trata de dejar las puertas desguarnecidas. En mi criterio, lo que entra por las rendijas entra para quedarse y no hay ratón vigilante que lo saque. Los lenguajes se enriquecen con el uso enriquecedor, de igual manera que el pote de la mermelada es asediado tanto por la trifulca atolondrada de las moscas como por el ojo múltiple y meditabundo y engullidor del infante José.
Para mí no hay aventura escrita, si el ojo del pájaro no es guiado por una falange o falangina creadora. Siempre me tengo cogido por detrás de la nuca, aferrado por la camisa. Constantemente entreveo formas de futuro, que yo no puedo poner ya en marcha porque a pesar de todo, amigo, me lastran los antecedentes y la vejez. Por mucho que huyo de los pasados simultáneos, del condicionamiento de mi historia personal y global, no es posible disimular todos los anclajes ni burlar hasta el último portero. Pero veo, distingo, atisbo: cuántas combinaciones, Dios mío, para cajas caudales o cajas anales, que no podré inaugurar en mis aguas ni patear con mi cola. No hay por tanto que adscribirse a un modo ni perseguir estilos ni falsificar ni imitar tendencias: el agua es nueva, decía Heráclito del río, pero cada sed es nueva también. Para cada corriente líquida que entra perfumando al ciclo hidrológico, se multiplica el aleteo de bocas ávidas que corren a poner el labio debajo de la gota.
—Ahora, lo invito a hablar de la imagen.
—Todos hemos venido dosificando el tiempo y la experiencia, para llegar castañeteando a este estado de insecto adulto. La capacidad de reproducirse crea de nuevo la imagen y llega con la madurez sexual de la criatura. Solo la cantidad de especies, hablando de mariposas, unas 100 mil, podría llenar todos los archivos de la memoria: sin embargo, el número de especies es ridículo con relación al número de individuos insustituibles por especie. Las aguas y los espejos y los espejismos son reproductores incansables e ingastables de imágenes, que es solo un aspecto mecánico del asunto. Yo tengo un espejito en el baño donde, por lo menos, haciendo una multiplicación sencilla, me vi hasta hoy la máscara unas 30 mil veces. Y ya le digo, es mi espejito, mínimo, y yo soy uno, José. En ese mismo espejo se ven otras personas de la familia, así como todo el que entra de visita y le inquieta cómo la luz le sale por el rostro.
El Imago Mundi es un producto de la teología que forzó a la ciencia y a los descubridores a procrear mundo. Petrus de Aliaco metió imágenes a un libro, cuando aún no existía posiblemente el calidoscopio, batió, cocteleó, y soltó ese vino sobre la mesa del Renacimiento. Su imago precursor nos inventó anticipadamente, cometiendo el pecado de la hipertelia, cometiendo el pecado etílico de precipitar en la sangre de su siglo un afán desmedido y urgente de nuevas imágenes. Colón llevaba desplegado el Imago Mundi cuando desde las extranjerías remotas asomó velas y vislumbró El Caribe. Recomenzó la construcción de imágenes a un ritmo realmente vertiginoso, porque fue como si los unicornios corrieran por debajo del agua y desajustaran los goznes y el silbido de las ventanas. A imaginarlo todo de nuevo, porque un mundo más completo renacía de las cenizas europeas.
Los aciertos de la imagen transformados en poesía resisten los tránsitos de las necrópolis y las esquínelas de las vestiduras, se deslizan aporéticos y danzantes, pernoctan escandalosamente sobre el mármol. La imagen es el triunfo sobre la carne y el metal, la eternidad posible llegando por el latido de la mano. La tortuga se levanta el cuello impasible para detener el invierno, pero solo una sorpresiva y reveladora metáfora hilvanada con el hilo de estambre de la imago nos salva de las verdaderas catástrofes.
Todas las infinitas variantes del Tarot y las mayúsculas cifras de imágenes que provocan las ausencias, son una astilla del espejo, y el cristal es una frecuencia atípica y continua que gira, danza, se desploma y destroza, como una lluvia ininterrumpida de estrellas y constelaciones y vuelve a levantar una cordillera de parpadeantes y bifurcadas catedrales. La imagen reaparece incesante, aun cuando incurre afortunada y efectivamente en grandilocuencias hipertélicas. Pero su resurrección impostergable remonta otros miles de cruces y cascabeles por el brazo. En el bohío se zampan un melón y en el palacio degluyen exquisitas rebanadas de sandías: el espejo del légamo es un intruso oportuno que intercala reflejos y compara las suertes. La cosecha de melones de este año, por cierto y según especulan los filósofos, podría flotar obstruyendo el océano Pacífico y convertir sus aguas en un pudridero de gatos barcinos.
La imagen podría coincidir con cualquier teoría, con solo algunos pasos de ballet y un movimiento de yuxtaposición. La imagen es su propia andariega condición, la comprobación exultante sin más testigos de sí misma, el santo y seña acordado para entrar imaginando y taconeando a los magistrales y todavía ignotos escenarios. Imagine usted vulgarmente que no imagina, que vació el tambuche de las imágenes: esa aterradora pero sobrecogida imagen de escombreo ya no le dejaría zozobrar, porque, amigo, el colmo, hasta un zapato negro en la oscuridad camina si llega a coincidir con el extraviado y ciego pie.
- 16. La boca es espiritual y preludiante
—Lezama, usted afirmó hace un rato que la conversación conduce a la novela. Pero lo dijo y siguió de largo. ¿Qué quiso expresar?
—En realidad, cualquier afirmación resulta apurada a la luz de meditaciones posteriores. Cierto es que la conversación, sin duda, conduce a la novela, porque la novela es una capital, un lugar ensoñado de cigüeñas, una meca, y todos los caminos finalmente conducen a la cosmovisión. Pero al novelista hasta una chinche en la butaca lo conduce a la novela, porque el poeta resuelto a la novela es una tromba incontenible. Al novelista, que no es sino el mismo poeta camuflado de pulpo aporético o de arismato que duda en las confluencias y bifurcaciones, por supuesto que conversar, un ejercicio de la lengua y el esófago y la laringe y el diente, así como un fluir visceral en que participan todos los tejidos conectivos y conjuntivos, es como ir encontrando conchas en la arena. Al meditar, al leer, al vivir, agregar el conversar sensible y abismado, vibrando en la punta de las serranías.
También es una cuestión de métodos. Algunos callan sobre lo que escriben y practican un sólido mutismo, otros, como yo, según el interlocutor, a veces sueltan prendas, en ocasiones en demasía. Pero si yo cuento sobre algo que elaboro o barrunto, ocurren dos cosas: una) pruebo a ver cuánto gusta, cuánto ruido es capaz de convocar, y dos) resulta que las ideas que hemos mascullado en solitario se enriquecen en el tránsito, porque uno agrega, enfatiza, añade hasta la sorpresa, porque a nuestro interlocutor lo necesitamos gozoso y exultante, que brinque en el asiento. Esas dos fuerzas emanan de la charla, aunque no siempre. Me ha pasado que algo que hablé se desinfló y nunca alcanzó la página en blanco. La idea parecía buena, sin embargo durante la charla soltó su cáscara banal. Esa depuración también parece tan saludable como el salitre respirado en las inmediaciones de Neptuno.
—Tengo la impresión reiterada, y no solo yo, que usted aproximadamente escribe como habla. ¿Es sólo una impresión o usted ejercita el método?
—Cuando me califico de misterio, no es porque crea que solo yo soy un misterio. De los misterios no excluyo a ninguno de los misterios. Soy misterio si somos misterio: el misterio se da y abunda en la colmena de los misterios. Lo que parafraseando aquello de que todos somos iguales solo que unos más iguales que otros, yo diría que quizás la única diferencia entre los misterios es que unos son más misteriosos que otros. ¿Quién duda que Martí fue un misterio mayor, un misterio engendrando misterios? Bajo la autoría de padres sometidos a la disciplina o los trajines hogareños, españoles los dos, ¿cómo se engendra ese coloso del pensamiento, ese patriota de tantas locaciones, al jinete de último minuto cabalgando sobre aguas bravas y espumeantes, al soñador que para colmo miró con ojos de poeta y anotó en sus cuadernos y diarios indecibles rafagazos porveniristas?
Agréguese que para uno, para mí, yo soy mi misterio más cercano, más íntimo, aunque no por eso más rápidamente descifrable. Mi misterio es mi misterio y me intriga, me preocupa, me regocija en ocasiones. No puse en claro todavía si hablo como escribo o escribo como hablo. Por supuesto, hay una evidente influencia en ambas direcciones, pero sin que logre precisar lo predominante. Tal vez vagamente intuyo, pero es solo intuición, que mi verbo creció primero y fue prevalescente, aunque más tarde la escritura desbordó la oralidad y la sometió, sin excluir ciertas vocaciones y fluencias operáticas. A la luz de mi vanidad, fósforo que jadea en el zaguán, me agrada saber, por usted y por otros, que mi conversación semeja una literatura. Lo acepto, siempre a condición de que mi literatura no sea tomada como simple cháchara escrita.
—Pensando en el asunto, sin haber ido lejos en ese rumbo, este caso, el suyo, yo lo calificaría de literatura hablada, además de literatura instantánea y lista para ser comprendida o atendida. Ella tiene la bondad de activar sus neuronas y fecundar futuras páginas escritas, así como el agravante de buscar el éter con una velocidad alarmante. En términos de medios de comunicación, es comparable a la radio. Todo vuela de inmediato por los ventanales, con la diferencia de que no hay guión previo.
—No. Lo hablado busca altura, es un producto con vocación atmosférica. Nuestras charlas estarán siendo oídas dentro de algunos pocos segundos por los ángeles curiosos que pegan sus oídos incorruptibles a todos los ruidos procedentes de tierra firme. Tal vez en el paraíso que nos está destinado, o en el averno que nos está destinado, se escuchen amplificados nuestros desvaríos vocingleros. Piense y ese pensamiento mejorará y fortificará su ánimo: tal vez lo primero que espiritualmente de nosotros llega al Cielo son estas charlas. También que de acuerdo a su calidad y esplendor así se nos prepara la recepción futura. El pez, recuerde, muere por la boca La boca es espiritual y preludiante. Las conversaciones desde ya son nuestros alegatos para cualquier juicio final.
—¿Hay antecedentes familiares de buenos conversadores? ¿Qué buenos conversadores escuchó en su niñez y adolescencia?
—Mi privilegio me hace privilegiado. Siempre me rodearon conversadores de abolengo: no creí nunca en la aristocracia de la sangre: eso es pamplina. La nobleza no proviene del bolsillo ni del poder ni de los líquidos circulatorios. Viene de otros gérmenes más humanos y conmovedores. Mi padre, a pesar de ser un militar, no era un ser bélico prendido a los galones ni a las jergas caudillistas o de infantería o al verbo ceñudo y encabritado. Podía ser que en los cuarteles su voz de mando se endureciera y pronunciara el sonido hosco y apremiante de las órdenes, pero en el hogar y con los familiares y amigos su ruido se distendía afable, risueño, humorístico, y no dejaba latitudes innombradas, de manera que recuerdo haber oído de su boca las palabras adelfa, torbellino, veleidad, sacrosanto, azor, inmaculado, cornucopia, migajuela, vivaqueo, desnudez, estatuaria, baobab. Mi madre creó una amplia certidumbre de susurros: como un bisbiseo que fuera despacio y manso hacia sus barandales. A veces yo acodado, ensimismado, era sorprendido por las intuiciones o quizás los acoplamientos telepáticos con mi madre, que llegaba y musitaba en mi oreja la respuesta que le estaba exigiendo al paisaje. Ahí en breve pero intenso, en un tú a tú en que ella era el candor inefable y yo la boca asmática, se producía un intercambio consolador y centrípeto o centrifugador por el reverso.
Baldomera, ni se diga: fue una preconciencia parlante, consejera, que solo veía peligros inmediatos o peligros en salmuera. Su principal preocupación era mi pecho. Su dedo tocando mi costillar fue una primera forma de identidad. Si tengo pecho luego tengo costillas y cosquillas, luego soy un vertebrado risueño. Y junto con los miedos, ella me lanzaba dentro, con voz algo estrujada y parpadeos herrumbrosos, un concepto desmesurado y amenazante del mundo. Aunque en ese mundo suyo, los peligros al fin eran superados, conjurados, malogrados y se imponía un colofón alcanforado, una poltrona ennubecida. Sus palabras de consolación eran equivalentes a los ungüentos y bálsamos que untaba a mi pecho. En algún instante de aquellas charlas crepusculares, Baldomera deslizaba verbos o palabras insólitas, que luego con el tiempo sorpresivamente iba encontrando en Góngora, en Quevedo, en Lope de Vega, en Cervantes. Mis tíos también aportaron lo suyo. Veía léxicos diferentes y superpuestos. Una especie de mosaico de palabras e ideas. Un cosmos suspendido a poca altura, que era posible alcanzar con mano de párvulo. Vino más tarde el tiempo de la universidad, de los compañeros de estudios. Cuánta charla para ejercitar el músculo verbal. Hubo que esgrimir fuerte la palabra, esquivar, aprender el arte del touché, driblear, ironizar, mantener la calma, dejarse llevar por la iracundia. El terreno se iba preparando a nuestro paso y la hojarasca nos era favorable.
Por ahora sepa y créame usted que cualquier historia es más larga que su punto final.
—En su novela ‘Paradiso’ abundan los parlamentos. Diálogos entre este y aquel, entre aquel y el otro. Y no son diálogos o charlas convencionales de novelas, sino charlas parecidas a estas nuestras. Algunas opiniones se han dejado oír al respecto, entre otras que no son diálogos de novela, sino quiméricos intercambios filosóficos, existenciales, poéticos, metafísicos, entre personajes que dejan de ser personajes y se convierten en entelequias pensantes o bocas parlantes de tesis y antítesis. Aún más y más cosas se dirán. Pero usted, ¿qué dice?
—Todo lo que se dice me interesa y aún más lo que resta por decir. Algunas cosas ya no las oiré o las oiré al estilo de los ángeles curiosos. Lo actual o lo futuro no van a encontrar desmentidos míos, ni ahora cuando soy José ni luego cuando sea un desempercudido difunto con alas. Cualquier obra debe ser enjuiciable y criticable, además yo no soy mi propio Ministerio de la Seguridad Personal. Comprendo por otro lado que nada se desplaza mejor hacia su blanco que la nutrida bandada de las aves canoras. Una novela y cualquier obra tiene el destino posterior o inmediato de someterse a la larga intemperie de las miradas. Ser mirado ya es un favor que recibimos. Ser muchas veces mirado durante largo tiempo es la gloria, la única, la soñada.
Como dice usted, esos diálogos imposibles de mis personajes sin embargo son reales. En esta sala se producen a diario y desde hace al menos un cuarto de siglo. Yo seré una entelequia y puedo no ser un personaje: eso no me deshonra ni me rebaja ni me abruma. Escapo al fluir anecdótico y soy mi propio espíritu navegando sobre el mísero costillar. Usted, amigo, a veces pierde ribetes y como una nube en movimiento adquiere la forma de un bote, de una campana, de un sátiro, de una flauta. Y eso lo debe alegrar, porque escapó al vaso, a su botella. No estamos tan presos ni somos tan mansos. Estas rebeliones sentadas se harán notar en los cimientos y en las antípodas. Nos fugamos de las manos de los cancerberos. Creían que solo lográbamos ser fijas gárgolas de piedra y resulta que podemos volar, soltar amarras, confundirnos quiropterológicamente con otras criaturas del atardecer, expandirnos, contraernos y después volver enfriados ya a la arquitectónica regularidad del aire.
—Es decir, y retornando a los inicios, ¿si hay tanto diálogo metafísico en su ‘Paradiso’ es porque ya esta salita es previa y los diálogos son previos? ¿Son este par de sillones un laboratorio de imágenes?
—En todo caso es una probeta, el laboratorio no tiene límites. Pero hay ensayo, cómo no. ¿Ahora juntos no descubrimos casi que cualquier diálogo es posible o imposible o ambas cosas, que no hay diálogos más reales en Hemingway que en Proust, en Zola que en Kafka, en Shakespeare que en Bradbury? La literatura se alimenta y se inventa a sí misma, a la vez que cualquier recién llegado más temprano que tarde encuentra su osamenta. Solo dentro del arte nada es imposible, porque al parecer el otro mundo padece por sus demasiadas leyes y prohibiciones. Una de las misiones quizás más trascendentes del arte sea esa: probar en vuelo todas las potenciales libertades y posibilidades de la imaginación.
La imitación de la realidad, imitación además de una realidad que entonces resulta salcochada, momificada, deshilachada, homogeneizada, se va distanciado en los carriles, se va desabrochando de sus patas de cabrito. Mi sala existe a una cuadra de El Prado, a mi puerta toca el cartero, en mi baño hay ducha y un cubito para el agua tibia: ¿es esto metafísico, somos nosotros una página filosófica o quimérica arrancada a la ciudad de La Habana, que aparece siempre y puntual en los mapas? No soy una sopa existencial. Soy todo un sólido cardumen adiposo, una especie de tres en uno. Para mi íntimo, yo soy un realista, aunque por supuesto, je, no es mi interés afirmarlo ni convencer, porque todos los diálogos los oí previamente. Si no los oí, es igual, porque los imaginé con atributos tan reales como los autobuses o los árboles.
No espero ni deseo que nadie se retracte de sus comentarios, que me honran y exponen y me hacen diverso. Soy de la misma sustancia vulnerable que es todo: ningún poder, ni siquiera el de la poesía, podría situarme fuera del alcance de las saetas críticas. No pueden ni podría haber perdurables dictaduras literarias intocables. Por el contrario, que todo el mundo toque. Por el contrario, agradezco. Y en esas palabras de otros me conozco y reconozco mejor, como si hubiesen levantado algunas de las cortinas del misterio. Solo que también dispongo, ¿no?, de mi forma de percibir el asunto y además respondo a una pregunta.
La salita me ha sido útil. En esta pequeña jaula aprendí a amar los encierros. Si me decantan del Lezama que he sido sobre todo entre estas cuatro flamantes paredes, apenas quedaría un esmirriado José amputado de sus diálogos.
- 17. Espejo titulado a mano
—¿Por qué ‘Paradiso’ a estas alturas de la vida, cuando ya conquistó cetros con la poesía y el ensayo?
—El arte de la novela es una pluralidad de hechizos. Y se nutre entre otras cosas de un estilo de disolvencia lúcido y en connivencia con la muerte. Narrar la despaciosa y preciosa agonía íntima resulta una forma de maloquear entre las piernas de nosotros mismos. Cuando ya casi conquisté la plenitud de mi pecho me interesa avanzar y tomar colinas a la espalda.
Además, amigo, en la jungla fantástica y en los grandes salones de la luz, nadie se conforma: ni con el Sol. Y Paradiso, aunque ahora es que abre toda la pobre flor de su vida, ya tenía hamaca y aspiraciones en mi mesozoico, ya bailaba ensoñadas rumbas ecuménicas con los trilobites, imágenes y mitologías propias más antiguas.
Cuando los espejos chisporrotean y crujen es que hay fogatas venideras y otras siete ristras de senderos. Si cubriéramos los espejos por donde deambula en paralelo la enmascarada no veríamos emerger el vaho dialógico ni sospecharíamos de las varias cornamentas del minotauro. El sorprendido es la única sorpresa palpable. La sed no es el vaso ni el agua ni el labio que bebe. La sed queda atrapada en el fondo de las tinajas.
Yo, amigo, me fui entusiasmando con mis ronchas de la piel y bien entradas las madrugadas perseguía una estrella dentro de los mosquiteros. Eran iluminaciones ontogénicas, astrales, desórdenes recientes dentro de un antiguo mal dormir: ellas, le fueron induciendo la palabra al sueño. Para mí soñar fue como toser, otro capítulo imprescindible de la noche. De mucho toser y toser, la enorme novela larga.
Por supuesto, hay otras causas y orígenes. Los orígenes son de una sobreabundancia incontenible. Súmele también precogniciones y anticipaciones. De ese lote en particular hay aún racimos donde algunos pájaros maduran y otros resisten a la saliva del tiempo. Porque todavía, confieso, hay más ángeles y demonios fecundando en mí. Tal vez llegar al Paraíso es otro punto de partida. U otro punto y aparte de las partidas.
—¿Qué fue, qué es y qué está siendo la novela para usted?
—Hablando en plata, la novela es el novelista y su parafernalia de imágenes trepando por los acantilados. El novelista en resumen es, con anticipaciones y baño intercalado, un insecto pretérito con proyectos demenciales. Su ambición es transformar o permutar. Y eso abarca tanto a una habitación, la primavera, todo el siglo XX o una carga de caballería con soldaditos de plomo. Paradiso igual es el disfraz de muestra de la voz del padre de Cemi o un sable ensangrentado.
Es una pregunta de realidad por realidad, que en ajedrez vendría siendo algo así como un ventajoso cambio de torre por torre o de caballo por caballo. ¿Por qué el novelista adiciona proyectos de sucesos si hay tanta aglomeración de sucesos vividos, tangibles, personales, íntimos y públicos, del dominio de la prensa o de los chismosos del barrio, y si además existe un trópico que da para abanicar en paciencia con todos los abanicos de la remembranza?
Hemos imaginado juntos, hace un rato, que la novela es una desmesura, ¿no? Que es un insensato afán de reemplazar, un intento de derrocar una historia por otras y un reinado por otros. Y luego, pues, nosotros dos en la estación de trenes embarcando una copia simultánea para cada destinatario epocal. Nadie se conforma con lo que tiene y ambiciona lo que no puede tener o no tiene o de ninguna manera tendrá. Es el pan enigmático de Pantagruel, anchuroso, que nos llama más que el pan normado que viene a la bodega.
La novela es una ínfula y una ínsula de loco, de quien desea prescindir de la historia personal y local y suplantarla por la historia que vendría, tal vez, de la aventura signada de los escolásticos, o del moro o del azteca celoso que hunde su daga en la aorta primorosa del amor. Me interesa tanto lo que sucede a los vecinos de los altos del 162, como el maleficio que pesa sobre la ciudad de Tsien Chen Fu, o lo que hablaré mañana con el doctor Santurce sobre la operación de mamá y las fulgurantes metáforas que asaltan a Plácido cuando ya la parca requinta el molinete.
La novela viene de haber vivido, es una acumulación que se salta las verjas. Se hace de huellas dejadas en el piso, de un suspiro detrás de una ventana. Es el juguete o el padre que perdiste y no volviste a encontrar. Cada vez que voy al libro me acuerdo de Martí, cuando entro a las cocinas hay un alboroto de papas y frijoles. Esto todo está ahí para que alguien lo escriba y la imagen salte de lo trivial a lo visible.
—¿La novela es reminiscencia de la aventura complicada de vivir? ¿Aserrín de haber vivido, ceniza viva del cuento que se protagoniza a cada instante del tabaco?
—Algo de eso tiene, por cierto. Al menos yo tengo algo así como los recuerdos en gavetas, con suficiente orden como repasar y repensar. En la gaveta 24 A1 tengo la nostalgia de haber visto un río y luego un avestruz en alguna parte: tal vez en la infancia o en el escaparate. En las gavetas contiguas tengo escombros del asma infantil soplando por un tubito. Mi madre está en la cocina, entre alcaparras y pasas, horneando algún pastel de cumpleaños. Mi padre lleva sable en todas las versiones de padre y mira por las ventanas con rango equidistante. Tal vez yo, criatura lampiña, estoy a su lado retozando con un cucharón y una olla. Hay una docena de gavetas con papeles colegiales revueltos con las planillas y panfletos de la universidad, cuando yo todavía creía que los pajaritos podían ser tocados con el dedo y los ojos mientras volaban.
Y tengo también recuerdos de una novia, en la adolescencia, especie de francesita risueña de ojos azules y piel canela, engalanada con un lazo rojo y las sombras violetas del tiempo. ¿Ahí la aguardo a ella o es además un inventario de colores? Cemi está presente en el escaparate de los caramelos y cenas opíparas, los primeros brindados por la mano blanquísima de mi madre y las segundas preparados a pulso por esa misma magnífica mujer.
Mire, y el escaparate de los chismes es inmenso. Ahí hay sobre todo los chismes del barrio. Los chismes literarios reposan en un cofre aparte, con cerraduras dobles. Pero de ahí también me nutrí y nutro a cada momento, porque en mis corrillos y pasillos cubano siempre se compartió el mejor ron, se fumaron los mejores tabacos y se intercambiaron las prendas del saber disimulado, chanceado, abrillantado por el sentido del humor y del choteo. Cuanto más caliente el chisme, más le quema el culo al caldero. Ese ajiaco de palabras maléficas y trozos de tocinos lacustres, adobados por la ironía liviana y cotidiana del jodedor cubano, podían llenar varias bibliotecas de mi gran biblioteca amurallada.
Si de chismes se trata, que vengan en grande y de los aires del mundo. Yo considero la locura profesión de redentores, de insanos cuerdos que no quieren ser ellos ni su amigo de la otra cuadra, sino Napoleón o Cristo, sin más alternativas. Ser de nuevo yo y siempre yo, sin eslabones, es desagradable y aburrido y rutinario, más que cosquillearle las membranas del paladar al mantel de los almuerzos.
Y eso, en verdad, para poder permutar historias y servirnos a la mesa algo distinto o mejor. El novelista, excéntrico atado y atando a su imaginería, no desea ser él siempre sino además sus personajes. Sino sus personajes siendo él. Aspira a encajar sus propios paisajes atinados, sus poliedros y desemejanzas de estreno. El novelista quizás bosteza con el árbol del patio o la alameda, pero por otro lado cómo gasta en hacer crecer el árbol verosímil en sus patios narrados.
Se permutan nubes por nubes, el fácil y asequible sol real por un tal vez anfibológico sol de palabras, que no alcanza a alumbrar un día sino solo un gran párrafo garrafal. En ese reino, resuelto con ganzúas y neuronas propias, el novelista es el teómano preciosista que hace aparecer reflejos en el río y dispone los colores del crepúsculo. Asimismo quien obliga a cesar con una tecla emocional el ímpetu de las aguas y el azul de los cielos.
—¿Finaliza ahí su indefinición de la novela o se alarga sin palabras en cualquier imposible dirección?
—Agregue, Félix, que el hombre, y en particular el ente creador, tiene la nostalgia acendrada de una estancia perdida, de una realidad escamoteada. Mi creencia es que la claridad de un hecho puede ser la claridad o la sombra de otro. La realidad se hace más nítida mediante ajustes y gestos de utopía. Dicho de otro modo: la realidad ya no percibida, por monótona y reiterada, por colindante e invasora, se corporiza nuevamente con perfiles compresibles en la rueca prometeica de la fantasía. O, dicho de otro modo: sin fantasía añadida, no hay realidad incorporable. Y entiéndase por fantasía, fantasía. La imagen recobra cuerpo de imagen en el trasiego presuntuoso, en el acarreo doblemente imaginado. La realidad es un territorio inmenso, que pasma, y al que nunca terminaríamos de agregarle aristas.
La novela es palimpsesto y palingenesia y dominó que se reparte hasta el cansancio. La novela es el reencuentro final de la realidad con la realidad y nos conocemos más a fondo y mejor en esos espejos titulados a mano e impresos en papel gaceta. Es una astilla de la eternidad y la inmortalidad, que usualmente habita en librero o bibliotecas. Nos creemos allí, en la palpable imagen que da cuerpo a los humos recónditos de la realidad. Es decir, lo imposible es lo posible y lo posible pasa por un rato al desván de los desusos. Es decir, la realidad se muerde la cola soñada para saber que no sueña. El arte, y con ello la novela, es el espacio gnóstico dimensionado por los poderes renovables de la imagen.
—En fin, ¿la novela es la novela y la no novela?
—La novela, en suma, es el hombre enhebrándose a sí mismo. Son los visajes de ida y vuelta al caos, a la fuente de las emociones, a las aguas sensibles, a las marismas del espíritu. La vida humana es quizás la tierra donde se solapan diversos contrapuntos: ahí, sobre ese cráneo evolutivo, la novela redacta sus primeros capítulos y da el boca a boca a los protagonistas. No hay boca solo para comer, está la boca mía para que sobreviva otro, está la boca de los silencios, la boca del lobo, la boca de leer en silencio hasta la campanilla, la boca del infierno del Dante y otras mil bocas nombrables e innombrables.
La novela es un itinerario de laberintos, un boceto a lápiz del dédalo existencial. Las claves se escuchan con el entreoído de la novela, se palpan con el entrojo de la novela. La novela que no se hunde excesivamente en el légamo de los asuntos y las situaciones encuentra claves más profundas. Una profundidad no excluye otras: todo es profundo, abisal, aún en su superficie. La profundidad la alcanza el poeta con su ojo de buey, con su lámpara de oro, con su olfato de asalariado rascando las entrañas.
La profundidad no es un agotador acto de meditación, por supuesto, ya que profundidad puede ser la cercanía del dedo, una luz especular en el rostro, el líquido abandonado a sus manantiales. No se habla en la novela de la profundidad del pozo sino de la profundidad que araña la nariz o le hace surco a la sangre. Es la profundidad cercana, desenterrada por el labio.
La novela es a veces un golpe de timón para sumergirnos fuera del agua y navegar a sillón. La profundidad filosofal casi siempre ha sido una marca tecnológica en la tela del tiempo: luego hay que aplicar quitamanchas y remozar.
La novela o algunas novelas no necesitan alejarse mucho para hallar esa otra profundidad novelada, poética por cierto, crepuscular a menudo, matinal a veces. La novela, más que un género, es la visión global del ojo arrastrando sus escaparates mágicos.
La novela es un cosmos plantado a sus pies, echado delante de sus almuerzos: llega el día en que usted debe repletarse de ese soplo hasta que se le salga por las orejas. La novela, no nos dejemos engañar por el metraje, es la misma poesía, pero de un extremo al otro, la misma poesía, pero rebosando con su magma las botas de Gargantúa. El poema necesita un lápiz, la novela mil. El poema se llena la panza con pocas metáforas, la novela las devora a pastos untada a sus personajes.
La novela, sin embargo, no es cuantitativa sino un pavoroso y ocasionalmente risueño resumen de otro mundo. Es como meter un conejo al sombrero y luego pasarse el tiempo sacando conejos y sombreros de la cabeza.
Por último, ¿qué hacer si no con esos cúmulos de experiencias vividas, con esos orgasmos logrados en el filo de los tenedores? Por las noches yo me sacudía del pantalón tales correntosos ríos espermáticos, y la corriente con sus meandros retornaban a mis bolsillos con los pies desnudos y un clavo entre los dedos. Los clavos, y todo estamos enterado de la novedad, le resultan indispensables a las historias y sus víctimas, si la historia efectivamente importa y sucedió.
—¿El papel de la poesía en la novela?
—La poesía, sobre todo la poesía, se liberaba de enormes protuberancias y oquedades, pero ya iba aprendiendo que el gago que gaguea bien temprano, luego en la tarde la misma lengua le pide más gagueo. Los gagos originales inventaron las silabas y luego miméticamente la humanidad le siguió el juego y gaguean por cuenta. No resulta posible ni lógico restringir ni poner horarios ni bozal a los asaltos. Mis fantasmas honoríficos fueron siempre una tropa de taparrabos y otra tropa desnuda a la hora de los amaneceres.
Me rogaba el verso blandiendo sus trenzas. Solicitaban además en otras lenguas, con rostros parturientos, con lamidos de hogueras, con el ánima en vilo. Y lo hacían a cada oportunidad, ora desenclochando corchos, almibarando frituras, haciendo rebotar una semilla fálica o una vulva cimarrona, ora entonando cantos de colibrí o soplando por una flauta castellana.
Yo sucumbía con gusto a los empujones. Yo me lancé al ruedo con una estilográfica y una Rémington antigua, porque el toro con sus cuernos me hincaba los tres tarros del impulso y un pomo de tinta azul.
—¿‘Paradiso’, en fin, qué es? ¿Un exabrupto demencial?
¿Sobreabundancia poética? ¿El último empujón mítico que lo sitúa a usted en el callejón de la Historia? ¿Un montón de sueños soñados y apenas vividos? ¿O una vida rozando y cicatrizando y vicenciada y después vuelta a soñar sobre el papel?
—Es todo lo que dice. Y seguro menos. Y quizás hasta algo más. Hay en nosotros siempre un período emocional y glandular. Es esa la época en que Marco Polo o Ptolomeo se agencian una suerte de medio milenio desgranado sobre las arenas. Y en el siglo siguiente, como las hormigas, van metiendo el pie candoroso en sus propias huellas precursoras, como si desde el astrolabio lograran divisar el microscopio.
Se encajaban previos espejos en los espejismos, porque en un posterior período dialéctico deducen que la historia semeja algo así como un ala a la deriva que va significando un pájaro distinto en cada cielo. El período emocional es mítico y el dialéctico postmítico. Los post son estancias ineludibles que se nos acercan sin llegar: una suerte de futuros acechando imprevisibles por las retaguardias.
La pregunta sería: ¿se le escribe a nadie, se confeccionan misivas sin destino? Y otra: ¿los destinatarios al final no rebosan o reembolsan multiplicando el borde de los platos, los destinatarios impensados no nos comparten luego en sus desvelos y veladuras?
¿El zapato, digamos, existe en pares en otra dimensión lejana al pie, así como el pie sigue indomable aun cuando por las avenidas lo obligamos a avanzar camuflajeado de pieles y cordones? ¿Cuándo las cosas son lo que parecen? ¿Al moverse en el radiante torbellino de las sombras o cuando se alejan quemando alas en los fuegos matutinos? Mejor no tener respuesta y que nos pongan las habichuelas en la misma jaba de los huevos. La realidad, por lo que comprendo, cualquier día y a cualquier hora, es un artificio irreconocible, tanto si observamos desde el ángulo caudal o desde el vuelo azaroso de los murciélagos.
Semáforo y puñal son dos artículos mejor comprendidos ¿desde qué ángulos? ¿El natural o el real? La naturaleza ha sido, como usted sabe, bastante vapuleada y atada a los renovados postes inquisitoriales. ¿Quién en su sano juicio cree que se vive a perpetuidad en la abundancia porque lleva hoy la billetera repleta de papeles? Si la billetera misma lograra recular saltaría al lago donde pupilas congéneres tienen brillos escarlatas en la oscuridad.
El sombrero, si lo dejaran, quizás se iría a pendenciar en las alamedas. Y la corbata iría sin dudas a robarle brisa a las palmeras. Y las gafas, en bandadas, escaparían tal vez para mirarle el simboide a los volcanes.
Estimo que hubo y hay sobreabundancia, líquido que impregnó la cuna y luego los bastidores. Hay toda una marea aún no usada anteriormente, un fluctuar de apuros entre dos cuerdas, un yo decantado en suave y rítmica expansión, una estatua aguardando junto a los rosales. Lo que sobra en grasa, me sobra también en ambiciones: como la anaconda puedo, creo, abrir cinco veces la anchura de mi boca.
Soy tal como el perro que canta a los gatos. E igual en la piel de los tenores podría ladrarle a la ausencia interminable de los gatos. La geometría sedente, lacunaria, que de pronto desborda el misticón y de un solo párrafo el alféizar mojigato y las fugas que nos fugan y pasa a usar la talla de los gordos, aprende además a dibujar rombos que semejan círculos y círculos que simulan la astucia del planeta.
Ya bailo a diarios en condiciones de dejar estampadas mis horas de zorro, de tigre, de cerdo, siempre con la prosapia del hipopótamo y la sinceridad alterna de las lechuzas. Me vuelvo hacia mí, fabulo y describo con la ayuda del espejo y alguien me mira con sus ojos míos.
—¿Y los personajes?
—El limón con sirope que sintetiza Licario, es mi bebida favorita para aunar y bruñir los desperdicios. Mi propósito, reitero, fue mezclar itinerarios cumplidos con itinerario soñados, confundir rectángulos con luna y dibujar una bandada colosal de aves, sitios de amparo a donde puedan emigrar los inviernos. El individuo de aquí y el resto entran por la ventana grande mediante dos escaleras: el cielo se detiene a perseguirlos y el gentío presencia infinitas escapadas.
Ya después de esto no podré repetir una emoción con igual convicción: la novela recupera o ayuda a recuperar el tiempo real y el tiempo humano y la dimensión menos artificiosa de las aguas.
Paradiso es, pues, mi salto oblicuo y natural hacia la vida. Con Paradiso me desvío definitivo del agridulce y lacerante barroco, de la normalidad irreal, hacia un espacio orate más abierto y palpable. Y no hay engaños, porque la calle llamada real es inexorable y polvorienta, mientras mis calles paradisíacas son una proposición no impuesta, rechazable, aceptable o no, a cualquier distancia u hora, el rincón de una libertad intrínseca disfrutable. Camino en mis dos ciudades y me descarrío en este Trocadero, 162 y en el otro Trocadero del limbo.
¿Una vida de billeteras atestadas y despóticos zapatos y avenidas, es lo que deseo? ¿Es la realidad de la que no debo evadirme jamás, jamás, ni por las páginas alucinantes y ansiosas de las narraciones?
A donde escapó el candor y la pobreza irradiante, quiero marchar yo de tarde en tarde, con mi montura al pelo y los pies desnudos. Al finalizar el crepúsculo, los ómnibus abren las puertas, pero el tiempo dormido no va a su río ni abre un vado agonizante. El río cabalga sus propias aguas y nada en su propia prisa y se alimenta de las lluvias que bajan del cielo, en un ciclo divino e hidrológico, repleto de humedades y peces.
Escribir Paradiso ha sido mi acto generoso inaplazable. Así evito con elegancia cualquier fanfarria malediscente. Y entrego sin forcejeos a la escenografía de la vida la rectitud cristina que me precede y la curvatura einsteniana de mis gestos.
Esta entrevista fue publicada originalmente en Bohemia, La Habana, el 27 de agosto de 1993. Se publicó posteriormente por la Society of Spanish and Spanish American Studies, University of Colorado en Boulder, en 1994, con edición y prólogo de Emilio Bejel.
Entrevista al escritor Félix Guerra en el centenario de José Lezama Lima, por Dmitri Prieto
José Lezama Lima. Foto: Cuba.cu
Este pasado 19 de diciembre cumpliría 100 años José Lezama Lima (1910-1976), cubano controvertido, autor de libros famosos, padrino intelectual de generaciones de creadores, muchos todavía en activo. Lezama fundó la revista Orígenes (1944-1956, una de las mejores en Hispanoamérica de su tiempo, donde publicaron los más grandes escritores de la lengua), entre otros muchos proyectos culturales. Célebre en vida por su “hermetismo”, Lezama engendró un “sistema poético”. Efervescente mirada a las culturas del planeta desde la poesía, donde Cuba se manifestaría en la “era imaginaria de la posibilidad infinita” inaugurada por José Martí. En 1959 saludó efusivamente la Revolución.
Lo vieron –cuentan– con una escopeta de perdigones en la azotea de su casa cuando lo de Bahía de Cochinos. Pero rápidamente por su hipotético elitismo comenzaron a atacarle tanto políticos oportunistas como algunos intelectuales notables.
Conocido como poeta y crítico, en 1966 publicó Paradiso, novela instantáneamente tornada en escándalo debido a su explícitamente erótico capítulo VIII. Obra otrora prohibida, aún hoy se considera de difícil comprensión. Sabedor de continentes, Lezama sólo visitó tres de nuestros países vecinos. Nunca viajó después de 1950 (no sabemos qué decisión pesó más: la política estatal o la personal del propio escritor). Murió en medio del llamado “periodo gris”. Sólo publicaron una mínima nota: la censura ideológica imperaba sobre Cuba. Hoy Lezama es considerado uno de los mayores autores del idioma español.
El poeta y periodista Félix Guerra es uno de aquellos jóvenes afortunados que lograron entrevistar a Lezama (en 1965-1976. Para leer debajo de un sicomoro, publicado en 1998). Conocí a Lezama a través de las entrevistas de Félix Guerra. Conocí personalmente a Félix por su participación en la Red Observatorio Crítico. Es también ecologista y autor de libros infantiles sobre el cuidado del entorno. Hoy le toca al entrevistador ser el entrevistado.
—Félix, eres autor de una célebre entrevista a José Lezama Lima. ¿Cuáles son tus recuerdos más originales de ese gran escritor cubano?
—A decir verdad, Lezama era una originalidad constante y una persona de altos quilates. Su manera vasta y jadeante de hablar, por ejemplo, no tenía antecedentes en mi memoria. Hablar pomposo y solemne, pero gesticular y moverse sencillo y natural eran un contraste inusual nunca visto por mí.
Luego, si prestabas atención a lo que decía, pues entonces la originalidad se le impregnaba a cada palabra de su repertorio. Tengo el recuerdo curioso de haber ido con el poeta gordo a tomarnos un batido en el Anón de Virtudes, que estaba en la esquina de Industria y Virtudes, allá por los años 70. Saboreaba mi batido cuando Lezama de pronto se puso un dedo en la memoria y dijo: “¡Ah! Pero no”. No era lo que creí, sino que estaba soportando, el poeta de élite, la famosa y popular “punzada del guajiro”, según confesó risueño.
En las conversaciones cotidianas, mientras saludaba a algún vecino o vecina que se detenía en su ventana, Lezama hablaba del regio universo humano y de sus más remotos agujeros. Él vivió en aquel barrio de Colón, humilde y prostituido en una época, como si habitara el planeta del Pequeño Príncipe y se codeara con reyes, princesas y pedantes flores. Y esa forma de entender el pueblo y la élite es para mí una de sus sorprendentes originalidades.
—¿Es posible que Lezama les hable a quienes leen otros idiomas o han vivido siempre fuera de Cuba?
—Estoy convencido de que sí. Precisamente el lenguaje de Lezama era a un tiempo muy cubano y muy universal. Y culto. La cultura es un metalenguaje que sirve para entenderse con cualquiera, mientras que la ignorancia no te permite entenderte bien ni con el vecino.
La obra de Lezama Lima tiene un enorme viso mundial, en particular la poesía y el ensayo, a mi modo de ver, porque habla de lo que le acontece a los seres humanos en cualquier parte, tanto sus dramas íntimos como públicos, que vienen a ser los mismos. Y en particular, además, la novela te trasmite con cierta fidelidad algunos dramas muy específicos. Estos dramas, bajo un prisma de colores lezamianos, no sé por qué, a veces escandalizan. Pero eso dura una época, que son algunos años. Después resulta un aditamento untado a las historias literarias.
Contar dramas no es una rutina inalterable. Los grandes dramas humanos no cambian en las esencias, pero ocurren en nuevo entornos tecnológicos y con detalles éticos y estéticos antes vedados al autor y al lector. La ética y la estética sí cambian, pero igual que el escritor cambian los lectores de cualquier latitud.
La comunicación se restablece cuando caen tabúes y prejuicios y la cultura funda nuevos espacios de comprensión.
—¿Qué es lo más significativo en la vida de Lezama antes y después de l959? ¿Fue Lezama un revolucionario? ¿Por qué?
—Un poeta verdadero es siempre lo que se dice un ente revolucionario. José Lezama Lima aportó considerablemente, durante el siglo XX, a la forma de mirar nuestra cultura cubana desde el mundo. Y también a extender la mirada cubana sobre el territorio colindante. Si nos fijamos, Martí creó una obra literaria que no se parece a la antecedente literatura cubana. La enriqueció considerablemente, le dio nuevas resonancias, la transformó en algo más extensivo y dilatado. Martí no dejó la cubanía ni la identidad donde estaban, las llevó bastante más lejos.
Lezama, como alumno y seguidor, obró a la manera de Martí y fue prolongable: se amplió a nuevos territorios y lenguajes narrativos, conceptualizó hasta demarcaciones más amplias, generales y generosas.
Félix Guerra: Foto: blogs.ya.com
Lezama se desenvolvió en esos límites sin límites, antes y después: su ambición era dotar a Cuba de mayores itinerarios hacia dentro y hacia fuera.
Él, como Martí, sintió a Cuba tan ancha que la confundió con el mundo.
—Caracterizando a José Martí, tanto Julio Antonio Mella (ese estudiante rebelde, fundador en 1925 del Partido Comunista de Cuba, a quien por su belleza masculina Lezama llamó “Apolo”) como el propio José Lezama Lima usaron la palabra “misterio”. ¿Coincidencia?
—Martí no se explica fácilmente. ¿Esa dimensión de dónde le vino? ¿Cómo un cubano pobre, hijo de militar español, tomó el yugo para alzarse sobre él y crecer en la oscuridad? Martí se ubica entre los hombres más ilustrados y renovadores del siglo XIX. Su humanismo clásico aprendido creció hasta hacerse creador, tercermundista y periférico, antirracista, antiesclavista e independentista.
Es a un tiempo el poeta y el guerrero mayor, quien escribe los Versos sencillos y muere al galope en Dos Ríos. Es un romántico, asumiendo la tradición y un modernista asumiendo la futuridad. Llama imperialismo a los imperios, no odia al español ni a nadie, expande el amor a todos y con todos. Piensa cuando sueña y sueña cuando piensa.
¿Es extraño, o tiene gran exactitud lo que apreciaron Mella y Lezama? Ellos calcularon la estatura de Martí y lo llamaron “misterio”. Mella bebió en Martí, Lezama bebió en Mella y Martí. Lo que no puede encerrarse nunca en una definición, ni política ni ideológica, es un misterio que nos acompaña y da continuamente de beber.
—¿Qué me dices del “sistema poético” de Lezama?
—Él decía que su sistema estaba hecho de sistemas. Un sistema incompleto que siempre está agregando. Un sistema creciente, inquieto, renovado, entonces no es un sistema cerrado y rígido y acuartelado, que son los mortales defectos de los sistemas. ¿Imagina alguien un sistema poético con un candado en la puerta? El sistema cerrado crea dogmas, uno detrás del otro. El sistema que se cierra, por muy grande que sea y por muchas verdades y lógicas que crea poseer dentro, se convierte rápidamente en algo así como un gran danés repleto de garrapatas.
Un sistema cerrado se detiene en el tiempo, se fermenta y corrompe. Por su saber enciclopédico, Lezama tendía al sistema, a la visión ampliada y concatenada, pero después de navegar por esa corriente y observar las márgenes advertía entonces sobre los peligros del fanatismo y los dogmas. “Abra sus puertas –decía– a todos los saberes y quédese joven. No aprenda a ser viejo ni con los años”.
—El aprecio por Lezama, ¿es inevitablemente un fenómeno de “elites culturales”? ¿Puede haber un “Lezama popular”?
—Dmitri, creo que eso no necesita ya ser demostrado. Lezama, como él ansiaba, pronto comenzará a ser leído quizás hasta por los niños. El desconocido apresado en textos no publicados y por las paredes de su casa de Trocadero está ya en las librerías, en los debates, en las bibliotecas, en los estantes hogareños, en la prensa, en las ferias, en el cine, en la TV, en la calle. En cualquier parte se conversa de Lezama. La elite se propaga y va extendiendo y cubre a la población en su casi totalidad, a los ciudadanos, a los individuos, cinéfilos y lectores. La gente deshila de ese misterio. Un fantasma recorre Cuba.
El aislamiento no lo crea siempre ni mucho menos el poeta, ni lo crea la peña literaria. Lo configuran y crean el runrún, la propaganda y los medios informativos, además de los tabúes y prejuicios. De algunas elites creo yo que no fueron autocreadas sino creadas de siempre desde fuera. Las omisiones y las censuras crean autocensuras y elites. El no-debate y la falta de pensamiento crítico y de información sí crean elites y crean desconocidos y olvidados. ¿Quién quiere asistir en solitario y en soledad, o poco y mal acompañado? ¿Quién asiste si no lo invitan y lo incluyen? Promover cultura, abrir ventanas a la diversidad, informar sin escamotear realidad, es antídoto eficaz contra las llamadas elites.
Por supuesto, para llegar a Lezama se necesita una lectura grande y otra chiquita. Leer mucho edifica accesos, abre carátulas y los más enigmáticos códigos. Una diferencia con otros autores es que Lezama no busca al lector sino que deja su obra a la intemperie y cada cual encuentra sus caminos de ida. A cambio, ofrece dramas imprevistos, cifrados, en clave, que obligan al lector a un arduo y estimulante ejercicio de intuición, imaginación y conocimientos.
—¿Qué nos diría Lezama hoy?
—Dmitri, perdón. No respondo a esta pregunta porque no me parece muy operativa. Es como decir, quizás, si no hubiese muerto. Se especula con algo imposible. Y se pone sensiblero el que responde y luego el lector.
Esta entrevista con el autor de la entrevista con José Lezama Lima se publicó el 26 de e diciembre de 2010 en el Havana Times.
- 17. Espejo titulado a mano
- 16. La boca es espiritual y preludiante
- 15. El labio debajo de la gota
- 14. Algo de historia no vendría mal
- 13. Una ventana por abrir
- 12. Llevar luz en el rostro
- 11. La madurez de su conciencia vertebral