Hasta el momento yo pensaba, según Bergson me había enseñado, en la existencia de dos tiempos bien diferenciados, a saber, el tiempo matemático -el que marcan los relojes y es medible por cualquiera -y el tiempo vivido- ese tiempo subjetivo que se confunde con nuestras urgencias, miedos, alegrías o desesperanzas. Me parece que el libro de Virginia Woolf Mrs. Dalloway los señala perfectamente: mientras de manera inexorable el Big Ben marca las horas de un día de junio, Mrs. Dalloway nos muestra toda su vida, y 24 horas matemáticas se convierten en la esencia misma de lo que ella es, algo inconmensurable o que sólo posee una medida particular y subjetiva. Leyendo los ejemplos de Bergson, pensé en una expresión que las mujeres nos decimos unas a otras ante la inminencia de un parto y que encierra virtuosamente los dos tiempos, el medible y el vivido: “¡Que tengas una horita corta!”.
Ahora bien, el libro de Jorge Moruno No tengo tiempo me ha enfrentado a otra realidad, a una actualidad en la que ambos tiempos, el matemático y el vivido se confunden para no formar más que una amalgama no medible, aunque esta vez no por motivos subjetivos: cuando no se puede separar el tiempo de la vida del tiempo del trabajo, cuando no hay horas de trabajo bien delimitadas, el proyecto de una vida está totalmente integrado, formado y transformado por lo que es rentable desde el punto de vista de la producción y del valor económico. “Somos -dice Moruno- como un móvil perpetuamente enchufado”.
El resultado es que el tiempo de trabajo, que en un pasado -el de mi propia vida laboral- estaba escandido por los horarios y los calendarios, tiende ahora a ocupar la totalidad de la vida, y por lo tanto no se mide, porque para qué. Ahora bien, las personas pueden ser comparadas entre sí gracias al tiempo vital del que disponen. Esta es la nueva desigualdad: hay a quien le falta más el tiempo, el tiempo hoy en día es como la riqueza. Quizá lo que separaba a Virginia Woolf de su criada no era sólo que una tuviera una habitación propia y otra no, sino que Nelly Boxall tenía que dejar de escribir su diario de improviso para pelar los guisantes de la cena. Cuestión de tiempo, y no sólo de espacio.
Usando el mismo referente que usa el autor, podría decir que este libro se nos ofrece como la pastilla roja de Matrix, esa que nos revelará la negrura y la porquería del mundo en el que vivimos. Si la elegimos, a pesar de que con la pastilla azul seguiríamos en un mundo de colores, estas son algunas de las cosas que empezaríamos a vislumbrar.
Para empezar, hay que entender que lo que hay que combatir no es exterior a nosotros mismos sino que está encarnado en nuestros deseos y eso lo hace todo más difícil porque, aunque nuestra conciencia nos dicta, en honor a la verdad, que tomemos la pastilla roja, desearíamos que el mundo se pareciera al que nos presenta la pastilla azul.
El mundo de nuestros deseos y aspiraciones está en gran medida pergeñado por la publicidad. La publicidad -dice Moruno- produce mundos. Ya Deleuze nos había explicado que el deseo nunca es deseo de esto o de aquello, deseo de lo que se carece, sino que el deseo es una corriente que fluye entre los objetos concatenándolos. Los publicitarios lo saben y nos presentan unas imágenes de un mundo apetecible: no deseamos un coche sino un estilo de vida en el que está comprendido ese coche.
Y en esta sucesión incesante de imágenes estamos atrapados. Nuestras vidas tienen más de virtual que de presencial. Así nos imaginamos la vida, así la reproducimos instantáneamente en un fluir continuo de fotos, vídeos, mensajes. Vidas, claro está, radiantes y felices. Nuestros deseos se han convertido en necesidades, en demandas, y eso ha espoleado el inmenso mercado de mercancías. Porque todo puede aparecer en pantalla, todo es susceptible de convertirse en mercancía. Si hay dos palabras que la publicidad agita de manera constante, estas son “libertad” y “felicidad”. Hay que ser libre y feliz. No perder la sonrisa, ser positivos, eliminar los conflictos, vivir el máximo de experiencias (y sobre todo fotografiarlas para que todo el mundo vea que somos felices y que vivimos vidas maravillosas).
La ecuación que Moruno nos presenta es clara: la vida feliz de la virtualidad publicitaria, incorporada como estilos de vida a los que se aspira, tiende a totalizar la existencia; en la existencia real el empleo escasea, es precario y no da para cubrir las necesidades básicas; la vida precaria está lejos de las vidas esplendorosas que nos presenta la publicidad; pero la publicidad también ofrece una imagen positiva a la que agarrarse y con la que superar esa situación: hazte emprendedor, hacedor, un doer. Ya no se trata entonces de ir a la fábrica, porque en la fábrica no hay trabajo, sino de ser uno mismo una fábrica. Y de esa manera es como se borra la diferencia entre el tiempo del trabajo y el tiempo de la vida: ya no hay trabajo y vacaciones sino que nos encontramos ante las “trabacaciones”.
El mundo de los emprendedores es muy amplio porque la vida misma es un yacimiento de negocios. Todo lo que tenemos cada uno de nosotros es susceptible de convertirse en un servicio para un público que pide cada vez mejores servicios (y no mejores condiciones de vida, como apunta Moruno), servicios que externalizan necesidades, necesidades que se han visto multiplicadas por la ampliación de nuestros deseos.
La diferencia entre un trabajo y un servicio se encuentra de nuevo en el tiempo: un trabajo fija un horario, un servicio se basa en la disponibilidad, o sea en la ausencia de horario. Del desempleo nace la ignominia que se hace llamar “economía colaborativa” aunque es un eufemismo y está muy lejos de serlo: Uber, Airbnb, Deliveroo. Poner en el mercado lo que antes no estaba en el mercado, hacer provechoso económicamente lo que se tiene (una casa, una habitación, una bicicleta, un coche). Aprovechar el tiempo para ganarse la vida. Mi sorpresa de persona mayor cuando he descubierto, gracias a Moruno, que existen aplicaciones que te ofrecen abrazos para dormir la siesta.
En definitiva, cuando el empleo escasea y se precariza, lo que nuestra sociedad nos ofrece son “soluciones para realidades infames sin cuestionar lo infame que es la realidad”. Como dice Moruno, deberíamos preguntarnos, ante los servicios que solicitamos, quién es esa persona que con su tiempo nos hace conseguir tiempo porque no tenemos tiempo. Y comenzaríamos entonces a ver el otro lado de la luna.
Moruno cita profusamente a los filósofos. Sabe, con Wittgenstein, que pertenecer a una sociedad, ser miembro de una comunidad hablante, obliga a incorporar una reglas del juego, unas prácticas o formas de vida, que acabamos confundiendo con el único juego posible. También sabe, con Spinoza, que nuestros conocimientos y nuestras verdades siempre son parciales e impugnables. Cuando afirma que “podemos elegir qué comprar pero no un modelo de vida basado en la compra” junta ambos saberes: no podemos elegir la sociedad en la que devenimos lo que somos, pero podemos atisbar que el mundo no está comprendido todo él en ese juego único, lo que es ya una puerta de salida.
Hay que cambiar las relaciones, las prácticas y los imaginarios, si queremos otro tipo de bienestar, otro concepto de riqueza, otro remedio para la pobreza y para la injusticia. Es digno de tener en cuenta la atención que le merece a Moruno el feminismo. Le ha enseñado algunas certezas que provienen de lo que el feminismo sostiene: que la independencia que los varones adquirieron con el trabajo remunerado, con la venta de la fuerza de trabajo y el salario, fue posible gracias a la dependencia de las mujeres, que se ocuparon en todo momento del trabajo no productivo, de la vida reproductiva. Y este esquema de relaciones hombre/mujer, que no ha pasado a la historia, es una llamada de atención hacia el hecho de nuestra dependencia mutua. Posee una virtud, que no es la de que las mujeres verdaderamente tenemos menos tiempo que los hombres, sino mostrarnos que existe una riqueza fuera del mundo del empleo, no medida por el tiempo del trabajo, que prioriza el bienestar y la atención hacia la vida, la de quienes nos rodean, con los que formamos comunidad.
Si la tendencia general es a que cada vez haya menos empleo, eso no tendría que ser ni motivo de nostalgia, ni origen de reivindicaciones absurdas. La mecanización de muchas tareas horribles es una cosa estupenda. Nos lo recuerda Moruno apelando a la película Billy Elliot, al convencimiento del padre del chico bailarín de que es bueno librarse de ser minero. No sirve tampoco la aspiración, que se repite como un mantra, del pleno empleo, o del aumento del empleo. En una ocasión le oí a Moruno decir que mientras la izquierda siguiera reivindicando el descenso del paro estaríamos sosteniendo un mundo de precariedad.
De esos razonamientos nace su defensa de la Renta Básica Universal (RBU). El libro combate lugares comunes acerca del fomento de la pereza, y otros males asociados, para hacernos concebir que quizá eso o algo así podría ser, en efecto, una solución más deseable que el aumento de vidas precarias, sin tiempo para nada, al servicio de la monetarización de todas las actividades humanas.
Lo que garantiza la RBU no es un dinero sino un tiempo, un tiempo garantizado. Un tiempo que puede hacer que los talentos y los proyectos no se pierdan por culpa de la precariedad, una cooperación no enfocada al beneficio económico, una participación política que hoy en día los pobres tienen vetada por falta de tiempo. Como dice el autor, siempre ha causado escándalo que los pobres tengan tiempo, ya sucedió con las vacaciones pagadas.
Es cierto que este libro no satisface la necesidad, que tenemos al leerlo, de que nos ofrezcan una solución deseable, por fuera del consumo y del mercado. Sólo algunos atisbos. Abre, sin embargo, las ganas de seguir reflexionando. Y nos da a conocer, a los más mayores, algo más de esta generación del 15M. El libro termina afirmando “es nuestro tiempo”. Pues sí, eso mismo dijimos nosotros también en los años 70 del siglo XX: “d’un temps, que ja és un poc nostre”. Ahora es el tiempo de nuestros hijos y de nuestros nietos, un tiempo que, visto desde el prisma de Jorge Moruno, es creativo y entusiasta. Gracias por haberlo escrito.