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Mientras tantoPara lo que sirve el teatro que no sirve para nada

Para lo que sirve el teatro que no sirve para nada


 

Ensayo de Hamlet con Miguel del Arco

 

 

Incitado por Ricardo Menéndez Salmón, y de lejos por Eduardo Lago, me sumerjo por fin en las nebulosas aguas, en la turbia corriente de Submundo, la novela de Don DeLillo. Es allí donde una noche reciente encuentro:

 

«—¿Es Mario de quien estás hablando, Badalato? Le vi una vez en televisión dije, en una secuencia en la que le meten en un coche camuflado para llevarle al juzgado y uno de los detectives le pone la mano en la cabeza para que no se golpee contra el marco de la portezuela y yo, ahí sentado, pensaba ¿por qué será que los policías se preocupan siempre tanto de que los criminales no se golpeen la cabeza? Últimamente parece que no piensan en otra cosa, los policías, más que en protegerles la cabeza con la mano».

 

Y no hay la menor duda de que DeLillo no ha visto la foto de Rodrigo Rato, ni de que los policías que detuvieron a Rato habían leído a DeLillo. ¿O sí? Es cierto que DeLillo puede haber visto la foto porque la reprodujo el New York Times en su edición digital. O incluso en la de papel. La foto era muy buena. Pero DeLillo publicó Submundo en 1997, y aunque nos gusta jugar con el tiempo, y la influencia del presente en el pasado, como dijo Borges, no podemos hacer trampas de esa manera. 

 

Pero sin ir muy lejos, en la página siguiente, es decir, en la 365, leemos:

 

«la otra cosa que recuerdo es que nadie me puso la mano en la cabeza al introducirme en el coche ya que, evidentemente, no es algo que soliera hacerse entonces, es algo que han desarrollado posteriormente, lo de impedir que el criminal se golpee la cabeza al entrar en el coche».

 

¿Porque sería un castigo añadido que no está recogido ni en el código penal ni en los protocolos de actuación de las fuerzas de seguridad de Estados Unidos y de las policías que imitan los procedimientos de la policía estadounidense?

 

¿Lo hacen siempre, al margen de que haya fotógrafos o camarógrafos de televisión cerca, porque necesitan demostrar al mundo (y a los electores, e incluso a sí mismos) que ellos cumplen primorosamente su trabajo, y no se ensañan con los criminales dejándoles que se golpeen la cabeza contra el marco de la puerta, se hagan una brecha, y luego acaso con la mala fe que con harta frecuencia se gastan los delincuentes, o los presuntos delincuentes digan que la herida que sangra se la causó un policía que abusó de su autoridad, y de que fuera esposado? Porque la mayor parte de las veces que los policías le ponen la mano en la cabeza para que no se golpeen los delincuentes, o los presuntos delicuentes, con el marco de la puerta al introducirlos en el asiento trasero del coche, van esposados.

 

¿No será que los policías, como los mafiosos, aprenden a base de ver películas? ¿Aprenden a actuar, a comportarse, como aprendimos nosotros a besar?

 

Antes de decir adiós a este post, porque son cerca de las cuatro de la madrugada del miércoles y ya es hora de desistir, me gustaría insistir en la necesidad de cultivar saberes que no sirvan aparentemente para nada, en ese sentido obsceno de servir que tiene tanto de rentabilidad contante y sonante, a corto plazo si es posible, que podamos medir en rendimiento económico, en satisfacción que se traduzca en efectivo, como el dinero. Por eso quiero aprovechar un precioso fragmento de la última novela de Jenny Offill, Departamento de especulaciones que, traducida por Eduardo Jordá, publicará en breve Libros del Asteroide. Dice:


«P. El gorrión, ¿es nativo de este país?

R. Ahora sí lo es, pero antes, no hace tanto tiempo, no había gorriones en América.

P. ¿Por qué llegaron los gorriones a este país?

R. Porque los insectos mataban tantos árboles que hacían falta pájaros que matasen a los insectos.

P. ¿Salvaron los gorriones a los árboles?

R. Sí, salvaron a los árboles.

P. En invierno, cuando no hay insectos y la nieve cubre el suelo, ¿no lo pasan muy mal los gorriones?

R. Sí, lo pasan muy mal, hasta el punto de que muchos mueren de hambre».

 

Jenny Offill suele poner en cursiva, no entre comillas, las citas que forman parte del collage de su novela. Por eso cuando escribe «Lo que dijo Kafka: Escribo para cerrar los ojos», la segunda parte va en cursiva. Por eso también va en cursiva la cita de los gorriones.

 

 

 

 

Foto de Enrique Fibla. Un momento del ensayo de Hamlet, dirigido por Miguel del Arco, al que pudieron asistir los alumnos inscritos en Buscando a Hamlet, el primer curso que se imparte en la escuela errante de fronterad.

 

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