“Casi siempre es en las obras de arte, si no es a través del amor, donde vemos la transfiguración de los seres y las cosas”, escribe Bárbara Mingo (Santander, 1978) en su libro bicéfalo Vilnis (Caballo de Troya, 2021), uno de esos ensayos híbridos, anfibios, al decir de Álex Chico, donde prima más la intuición que surge de la hipótesis (y la conjetura) que los verdaderos datos razonables, medibles (y casi ciertos). De esta forma, nos anuncia Mingo el propósito de su libro: “Fui a Lituania a ver los cuadros de Mikalojus Konstaninas Ciurlionis, un pintor que primero se dedicó a la música, que llegado un momento se lanzó a pintar frenéticamente y que murió a los treinta y cinco años en 1911, dejando una mujer y una niña de seis meses a la que nunca llegó a ver, trescientos cuadros que son como estampas de un mundo esquivo y trescientas cincuenta piezas musicales que suponen la base de la música culta lituana. Quiero escribir de su vida y de sus asombrosos cuadros, y lo haré a través del viaje”.
Así las cosas, en la primer parte del libro (hasta la página 65) se traza un perfil biográfico más o menos canónico del músico y pintor lituano, que se abre hacia unas pocas páginas que exploran el sustrato y la finalidad de su arte y la posible naturaleza teosófica de su pintura (incomprobable) para, finalmente, convertirse en la crónica (menos objetiva que sensitiva) del paso -y el deambular- de la autora por las ciudades de Druskininkai, Vilna y Kaunas.
Un viaje que termina con una importante revelación. Es la siguiente: “Comprendí lo que quieren decir las místicas orientales y occidentales cuando dicen eso eres tú y hablan de la identidad de todos los seres y las cosas. Y es que efectivamente no hay diferencia entre recibir claro y transparente el canto de los pájaros y nuestro propio runrún”.
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Ciurlionis intentó fundir en su obra el lenguaje musical con el pictórico en busca de una expresión más precisa del mundo. En algo que “se trata de una transposición más que de una superposición de elementos”. Así, nos dice Mingo, Ciurlionis tiene “una concepción cordial del arte”. Y esa misma cordialidad es la de la que se sirve la autora, “aprovechando la vida de Ciurlionis para sacarle un reflejo a la mía propia”.
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En una carta de 1906 a su hermano, Ciurlionis afirma: “He decidido dedicar mi trabajo, pasado y presente, a Lituania”. Moriría, sin embargo, el 28 de marzo de 1911; a resultas de una neumonía. Llevaba más de un año encerrado en el sanatorio de Pustelnik. El diagnóstico: estaba exhausto. La hipótesis de Mingo es que la entrega a y por su patria acabo con él: organizando exposiciones nacionales, pintando centenares de cuadros para donarlos a un museo que no existía, y sin tener un solo rublo. A ello hay que sumarle su introducción brutal en los territorios herméticos, para los que, piensa Mingo, que quizá no estaba preparado. Y, entretanto, encima, estaba tratando -contra viento y marea- de montar una familia. Sentencia Mingo: “El compromiso con Lituania lo agotó”.
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Se le atribuye a Ciurlionis ser uno de los precursores de la abstracción; su pintura remite a mundos fuera del alcance de los sentidos. La musicalidad de su estilo neblinoso deposita una confianza total en la sensibilidad del espectador. Pero sentía que no le entendían, Ciurlionis, que le aplaudían, pero que el público y la crítica no eran capaces de ver lo verdaderamente valioso de su trabajo.
Tampoco Mingo entiende por qué eligió a Ciurlionis (1875-1911) para su investigación. Su relación con el pintor y músico lituano, “no solo uno de los inventores de Lituania, sino también el tótem alrededor del cual se entrelazaron los lazos del folclore y de la modernidad”, es una incógnita y, en el libro, trata de dilucidar cuál es ese hilo que lo une a él.
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Ciurlionis murió poco antes de la independencia de Lituania, y su figura fue utilizada como bandera por parte de muchos lituanos.
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Y, así, volvemos otra vez al principio. A la forma de este libro y al hilo que encuentra Mingo con Ciurlionis. Pues, de súbito, entiende que no va a entender nada de Ciurlionis, que no va a ser capaz de llevarse un mensaje de su visita a Lituania. Y que, además, eso no importa. Por una razón muy importante: porque Ciurlionis es un mapa; un mapa de la vida de la imaginación. Así, en su deambular por las calles de Vilna, flaneureando, Mingo entiende (sin entender) que “represento con mi cuerpo el paseo de la imaginación”, que “reproduzco el reino de la imaginación en mis pasos”. Tras ello, felizmente, a Mingo le invaden “una animación y una convicción muy fuertes”.
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Esa misma pasión, esa misma intensidad que agotaron a Ciurlionis sirven aquí para alentar la génesis y escritura de Vilnis; igual que una misteriosa figura que emergiese inopinada del paisaje lituano, así se forja la enigmática verdad de Mingo: gracias a la conjetura y la hipótesis.