El título de este artículo no es original. Me lo ha sugerido otro título que he leído, y releído, varias veces, Y entonces… ¿para qué nos habíamos hecho periodistas?, un excelente artículo de la periodista Olga Rodríguez, que os enlazo por si todavía no lo habéis leído.
Declaro sin tapujos que mi título es una copia, pero lo que voy a escribir no: lo que voy a escribir es de mi propia cosecha, sangre de mi sangre, que decimos cuando hablamos de asuntos relacionados con la familia, con lo más próximo; es de mi propia cosecha aunque aquellos que me conozcan ya me habrán escuchado o leído cosechas en esta misma línea.
Yo me hice profesora –si me permiten que lo diga así, en este sentido coloquial- por accidente. No era esa mi vocación. Mi vocación era y es el periodismo y sólo con el tiempo he entendido que enseñar la vocación de uno y ayudar a otros a que descubran que esa es su vocación es la vocación elevada al cubo.
La educación es un pilar esencial del ser humano y un elemento vertebrador de la sociedad en la que todo ser humano se desarrolla. De ahí que la labor del profesor, del maestro, del tutor, sea de vital importancia como hemos sabido siempre y como cada día se pone más en evidencia e incluso se reivindica con decisión. Esa educación no puede ser un simple negocio: si la educación se convierte sólo en objeto de negocio, se habrá perdido la posibilidad de educar y la institución que así lo haga jugará en otra división. Ni tampoco puede ser un medio por muy útil que resulte: la educación es uno de los fines que toda sociedad debe trabajar, potenciar y cuidar porque de ella depende su propia evolución y su capacidad para salir más reforzada de las crisis de las etapas anteriores. Cabría suponer que un buen nivel de educación y una educación generalizada nos ayudarían a aprender de los errores y a acometer los nuevos retos con mayor competencia. Claro que igual es mucho suponer.
Con estas premisas me resulta más fácil intentar responder a la pregunta de ¿para qué nos habíamos hecho profesores? Una pregunta que me ha suscitado el artículo citado, pero que, sin duda, los profesores deberíamos hacernos a menudo. Desde luego nos hicimos profesores para enseñar, y compartir con los estudiantes de Periodismo la profesión más bonita del mundo, pero también para ser partícipes de la propia evolución del periodismo. Para alguien que cree en la importancia y la utilidad del periodismo, colaborar en la formación de los futuros periodistas es una forma –seguramente utópica, pero honesta- de garantizar el futuro de la profesión en la que se cree. E incluso de enseñar la profesión en la que uno cree, aunque no siempre se corresponda con la realidad. Y aunque uno sabe que no puede cambiar el mundo, es empeño de cada día poner el granito de arena que colabore a mejorar o a cambiar su parcela. Algo así como lo que hacemos los padres cuando reciclamos, cuando intentamos no gastar más agua de la debida o cuando peleamos por los derechos sociales adquiridos pensando en que con esas pequeñas acciones colaboramos a garantizar el futuro de nuestros hijos en un planeta a veces inhóspito.
El periodismo es mi vocación y creo que es más fácil transmitir aquello que uno siente y en lo que uno cree: con sus debilidades y fortalezas, con sus propuestas de mejora y sobre todo con todo lo que está por venir. El periodismo es una manera de entender el mundo y de estar en el mundo y no se puede enseñar sólo desde la transmisión de conocimientos por muy bien sistematizados que estén. He tenido profesores que me han enseñado desde estos planteamientos y tengo algunos compañeros con los que comparto cada día unas pocas certezas en este sentido y algunas esperanzas a partir de lo que nos queda por hacer.
Nos hicimos profesores para enseñar y para aprender, porque cada día en las aulas es un aprendizaje continuo, un dar y un recibir. Nos hicimos profesores para no dar casi nada por sentado, para no dormirnos en los laureles, para no conformarnos con aquello que puede hacerse mejor y podemos enseñar a hacer mejor, para intentar influir en la realidad a través de nuestro estudio y nuestro análisis y, sobre todo, a través de nuestros alumnos. Nos hicimos profesores para que aquellos que un día serán profesionales tengan un lugar en el que refugiarse. Si no somos eso, poco somos y, como escribe Olga Rodríguez, preguntarnos sobre el para qué hacemos las cosas nos puede ayudar a no caer en la indiferencia. Una indiferencia que puede llegar a convertirnos en lo contrario de lo que un día quisimos ser e incluso a mantenernos en el lugar equivocado. Plantar batallas que uno no puede ganar es absurdo, pero no ganar tu propia batalla es insustancial.
Hace unos días tuve la fortuna de que David Jiménez me escribiera la siguiente dedicatoria en su libro El lugar más feliz del mundo: “Admiro tu trabajo y estoy seguro que un día te sentirás orgullosa de los estudiantes que formaste. Te deseo que encuentres tu lugar más feliz”. De momento he encontrado el lugar en el que quiero seguir librando mi particular cruzada en favor del periodismo y de un periodismo cada día más útil y nutritivo: la docencia.
Chelo Sánchez Serrano es periodista y profesora en el Grado de Periodismo de la Universidad Pontificia de Salamanca. En FronteraD ha publicado La crisis de nunca jamás y ¿Qué hacer (qué decir) el último día de clase de un curso de periodismo o un día como hoy? En Twitter: @cheloradio