Algunas de las luchas en Otramérica tienen apellidos que se repiten: un salario digno, algunos derechos sociales básicos, un Estado con una institucionalidad democrática básica, un discurrir en el que la vida vaga algo y el futuro de los hijos no sea una hipótesis. Son pocos los lugares, aunque los hay -como Bolivia-, donde se esté construyendo por cambiar el modelo de sociedad. En la mayoría de las batallas sociales se busca lo que algunas sociedades de Europa ya gozan. Pero acá, en esta Mismaeuropa desde la que escribo ahora, nadie aprecia lo que tiene. También es cierto que los derechos adquiridos se podrían conjugar en pasado, ya que os ciudadanos del mundo cómodo están dejando que les arrebaten sin contrapartida lo que tanta sangre y pelea ha costado.
La comodidad parece adocenar, convertir a las sociedades en masas informes dispuestas a olvidar, a callar, a inmovilizarse en aparente lujo a cambio de no esforzarse, a fuerza de proteger las cuatro cosas que aparentan esa comodidad.
¿Para qué se lucha? La pregunta no es retórica ni pesimista. No viene un «para nada» después. La pregunta busca una reflexión maximalista. O se lucha por un cambio total de modelo o no se llegará a nada. El posibilismo pragmático de la socialdemocracia o las reivindicaciones postmodernas de la nueva era solo llevan a fracasos, traiciones y salvamentos individuales. La mala noticia es que desde lo individual no se logra nada. Las luchas deben partir de la reflexión profunda sobre qué sociedad se quiere construir. Ésta, en profunda crisis desde los 90 y ahora en evidente cataclismo, no se ha parado a repensarse. Probablemente no se hace porque cambiar significaría para la clase media europea desacomodarse, renunciar a pequeñas estupideces que proporcionan el efecto placebo de la supuesta felicidad.
¿Para que se lucha? O se lucha para un cambio social total, o solo se conseguirá mayor confort, pero no mayor justicia.