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El propósito de este reportaje nació de una propuesta, la de Carla Fibla, colaboradora de fronterad y corresponsal de la cadena Ser en Amán, para que descubriera “los entresijos” de la ONU y explicase por qué “una estructura inicialmente sana y válida es tan ineficaz”. Su petición llegaba tras haber viajado a Gaza y haber palpado, como tantos otros que han ido allí, el gran fracaso de Naciones Unidas en cumplir su principal misión: mantener la paz.
La sugerencia de Carla fue ahondada por mi mujer, Gemma García, corresponsal de TVE en Nueva York, tan desilusionada como ella con la ONU si bien, en su caso, tras viajar a Haití. Allí pudo comprobar el fracaso en otra de sus tareas fundamentales: acabar con el hambre y la pobreza. En lo cotidiano del salón, me pidió resolver una pregunta parecida a la de Carla. Aunque la formuló de una forma que puede quebrantar las normas de pulcritud semántica de esta revista, la reproduzco tal cual, porque ataca, con esa forma tan española de hacerlo, es decir, directamente y a las claras, el meollo de este reportaje: «¿Para qué coño sirve la ONU?»
El origen de esas peticiones, a las que se sumó el fundador de esta revista, Alfonso Armada, se debe a que probablemente soy uno de los pocos periodistas españoles que más tiempo ha invertido en informar sobre la ONU: tres años en su sede de Ginebra y cinco en la de Nueva York.
En un principio, me planteé el reportaje como una especie de operación logística por tierra, mar y aire. Debía, primero, retirar cientos de prejuicios sobre la ONU. Después, navegar por la Historia, sorteando el Cabo de Hornos del aburrimiento. Y, finalmente, sobrevolar las montañas de la burocracia describiendo, por ejemplo, todas sus agencias y sus cometidos.
Siguiendo ese plan, que excedía con creces el guión de un reportaje y entraba en el de un libro, empecé a escribir advirtiendo a los lectores acerca de los prejuicios que rodean la ONU. Unos prejuicios que suelen ser extremos. Del todo o nada. Por ejemplo, cualquiera de sus funcionarios está dispuesto a defenderla de toda crítica tanto porque cree, de buena fe, en su misión, como porque le va el sueldo en ella. O los de muchos diplomáticos, más dados a revelar su malfucionamiento en privado que a exponerlo en público; gajes de su oficio, claro. Pero a quienes también les va el sueldo en su existencia. Por ejemplo, son ellos, junto con los funcionarios, quienes sostienen que si la ONU no existiera sería necesario inventarla de nuevo. El tercer bloque de prejuicios es el del gremio al que pertenezco, el de los periodistas, dedicados por lo general a críticar la ONU sin compasión. Una crítica que nos permite mostrar la censura a los poderes sin miedo a que el jefe nos diga que la noticia no puede se publicar porque supone dejar sin publicidad a nuestro medio (situación que suele ocurrir si los dardos van dirigidos contra grandes empresas como El Corte Inglés o el Banco Bilbao Vizcaya). Aunque, en ocasiones, esa crítica es sincera y honesta porque exigimos a la ONU que haga cumplir lo que los Gobiernos no cumplen. Los siguientes prejuicios son los de las sociedades de todo el planeta. La esperanza es, como sólo puede serlo, de hoja perenne y, por ese motivo, los pueblos se empeñan en ver la ONU como su salvadora, así lo consiga o no. Finalmente, los últimos prejuicios, los míos. Los peores. Unos que, tras ocho años de cobertura de la ONU, se proyectan hacia los funcionarios, los diplomáticos, los periodistas, los pueblos y, por supuesto, la propia institución. Con todo, quizá mi mayor prejuicio es que defiendo su existencia al igual que hicieron Albert Einstein, Sigmund Freud, la varonesa Bertha Von Suttner, el presidente estadounidense Thomas Woodrow Wilson o tantos otros que, como publicaba en diciembre pasado Le Monde Diplomatique, soñaban con una estructura internacional que pusiera freno a la guerra.
Sin embargo, todo el plan de reportaje saltó en la primera entrevista que hice y que provocó que este artículo no sea lo que iba a ser. Porque, en definitiva, tras esa entrevista me di cuenta de que todo lo que había pensado escribir era una justificación histórica de la insoportable levedad de la ONU. Pero, ¿de qué sirve obstinarse en defender una organización que en este momento está fuera de juego? No se debe mirar al pasado para justificarse, sino para aprender. La razón de la existencia de la ONU está en el futuro de la humanidad pero, en general, llevamos mucho tiempo mirando tan sólo hacia su pasado.
Esa primera entrevista que cambió mi idea del reportaje fue con un diplomático italiano, que también ha trabajado durante años en las sedes principales de la ONU en Ginebra y Nueva York y que ha dedicado mucho tiempo a la reflexión de cómo debería ser un gobierno mundial.
Durante una comida en un restaurante tailandés no muy lejos de la Primera Avenida y la calle 46, donde se sitúa una de las puertas principales de la organización, ese diplomático, que prefiere no dar su nombre, hizo dos afirmaciones que, por lo general, están aceptadas por todos los que se aproximan a la organización, funcionarios incluidos. La primera está implícita en el motivo de este reportaje: «La ONU está en crisis». La segunda es la causa de esa crisis: «Las relaciones internacionales para la que se creó la ONU ya no existen».
La inexistencia de tales relaciones internacionales no sólo se debe a que acabó la Guerra Fría sino, como él mismo me apuntó, a la aparición de nuevos actores internacionales, como India y Brasil, y al hecho de que las sociedades y los pueblos viajan ahora a la velocidad de la luz gracias a internet. Aunque, sobre todo, se debe también a que «vivimos en un mundo en el que tienen más peso los ministros de Economía que los de Asuntos Exteriores».
Fue exactamente en esa afirmación donde la idea de este repotaje cambió. Es cierto. Las negociaciones más importanes a nivel mundial y que probablemente tengan más repercusión en nuestros sistemas de vida son las que celebra en este momento el G20. Son unas negociaciones para intentar recuperar un poder económico que ha escapado al control de las sociedades. Aún más. Ni tan siquiera los ministros de Economía son tan importantes. Después de que hace apenas dos años, los Gobiernos de los países occidentales tuvieran que entregar dinero a los bancos para que no se colapsara el sistema financiero mundial, ahora las grandes multinacionales y los mercados, comandados por los mismos que causaron el hundimiento del sistema, ponen de rodillas a esos Gobiernos, obligandoles a reformas que, una y otra vez, recortan derechos económicos y sociales que las sociedades desarrolladas se habían dado en Parlamentos democráticos.
En esas negociaciones sobre el futuro del mundo, la ONU no está ni se la espera. La ONU se halla tan desorientada como ese niño de tres años que juega alegre al borde de la playa hasta que, de repente, le pasa una ola por encima y empieza a llorar porque no sabe quien le ha quitado el cubo y la pala. Esa ola que ha pasado por encima de la ONU se llama globalización y no ha sido tan pequeña como la que sorprende a un niño en la playa. Ha sido un tsunami.
Actuando como los sismólogos, que saben que una gran ola va a llegar a la costa porque minutos antes el nivel del agua se retira de la playa, Robert Heilbroner, catedrático de la Nueva Escuela para la Investigación Social de Nueva York, y Lester Thurow, catedrático del Massachusetts Institute of Tecnologie, introdujeron en 1998 un capítulo nuevo a su Economics Explained, un sencillo, pero magnífico libro sobre el funcionamiento del sistema capitalista, que editaron por primera vez en 1982. En ese capítulo se podía leer lo siguiente:
«La naturaleza del nuevo problema planteado por las multinacionales y el comercio global no es, en el fondo, un problema de lucha competitiva entre naciones. La cuestión subyaciente es diferente. Es la lucha por la redefinición de la soberanía nacional en sí misma. El verdadero desafío lanzado por las multinacionales y el comercio global es que el mapa económico no casa con el mapa político. Esto suscita la pregunta de cómo la soberanía nacional será protegida o cómo se perderá al ensancharse y profundizarse la producción y el sistema financiero internacional».
Esa pregunta era la que tenía que haber respondido la ONU hace díez años. Ni tan siquiera se la planteó. Pero, al fin y al cabo, tampoco se la puede culpar. La ONU no es más que el reflejo del mundo y de los 192 países que la componen. (Y, en su honor, hay que reconocer que durante años, en la década de los noventa, las distintas agencias e instituciones de la organización, desde el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo a la Organización Internacional del Trabajo, advertieron que la globalización estaba dejando fuera a millones de parias de la tierra, pisoteando los derechos laborales de millones de trabajadores y agrandando las desigualdades.)
Esa pregunta, desde otro punto de vista, se la había hecho antes Albert Einstein cuando soñaba con la ONU: «El camino que conduce a la seguridad internacional impone a los Estados la renuncia incondicional a una parte de su libertad de acción, es decir, a su soberanía».
Al fin, lo que los Estados no supieron entregar voluntariamente a la ONU se lo han llevado por la fuerza los mercados.
Las Naciones Unidas habían nacido allá por el 1945 con “el ideal de evitar el flagelo de la guerra a las futuras generaciones”. En breve, mantener la paz, un ideal de profunda raíz política. Durante la Guerra Fría, hasta la caída de la Unión Soviética, los fracasos en ese objetivo, la guerra de Corea, la de Vietnam y otras muchas, estaban compensados y superados por un logro tan grande que sólo necesita cuatro palabras, tal y como lo expresa Raúl Cervantes, funcionario de la ONU, geógrafo, historiador y amigo con el que he compartido muchos momentos de alegría y alguno de pena: «Evitar la tercera Guerra Mundial».
Pero ese logro terminó con la Guerra Fría. Desde entonces, cada conflicto en el planeta ha sido un fracaso sin compensar. Y no han sido pocos ni graves: el genocidio de Ruanda, la guerra de los Balcanes, el conflicto palestino israelí y, por supuesto, los de Afganistán e Irak. De hecho, en ninguno de los tres últimos la ONU tiene un papel político relevante, a pesar de que los tres le han costado dolorosas muertes de sus funcionarios, algunos tan valiosos y queridos como el brasileño Sergio Vieira de Mello.
No sólo es el escándalo del fracaso en Ruanda, los Balcanes y, sobre todo, Oriente Medio. Ahí sigue el Sáhara, en mitad de ninguna parte y sin visos de que se vaya a resolver después de treinta años de campamentos de refugiados. Ni tan siquiera el comité de descolonización es capaz de solucionar el problema de una roca como Gibraltar, aunque le dedique un cuarto de hora al asunto año tras año.
Cuando se hacen estas observaciones, los funcionarios de la ONU inmediatamente saltan en defensa de la organización y ponen como ejemplo la actuación de última hora, como la del Congo en este momento. Pero tan loable esfuerzo, aún pendiente de éxito, no sirve para justificar todo el aparataje político de la organización.
Como todos sabemos, el órgano encargado de mantener la paz es el Consejo de Seguridad, un órgano vital que entró en estado de coma en el año 2003. El acta médica de ese estado de inactividad cerebral la firmó George W. Bush (junto con dos tristes testigos, el ex primer ministro Tony Blair y el ex presidente de Gobierno José María Aznar) cuando invadió Irak.
Lo curioso es que Irak fue uno de los grandes éxitos del Consejo de Seguridad ya que éste nunca dio a priori su autorización para la guerra. No la podía dar. Las únicas razones verdaderas recogidas en la Carta de Naciones Unidas para atacar un país son que esa nación represente una amenaza a la paz o que haya perpetrado un acto de guerra que justifique la legítima defensa. Estados Unidos jamás fue atacado por Irak e Irak no supuso en ningún momento una amenaza para la paz, más allá de la que inventaron en su día los Gobiernos de Washington, Londres y Madrid, algún servicio de inteligencia y bastantes medios de comunicación, en su mayoría estadounidenses.
Pero ese mismo éxito, el de no autorizar la guerra, fue seguido de un fracaso mucho mayor. El Consejo de Seguridad no pudo detener a Estados Unidos, la nación que realmente quebrantó la paz. Es en la relación con éste país donde las ruedas de la ONU patinan en un lodazal desde que terminó la Guerra Fría.
Prueba de la inactividad cerebral del Consejo de Seguridad es que, en el último año, sólo ha hecho titulares en todo el mundo una vez, cuando impuso sanciones a Irán, a instancias precisamente de Washington. Al mismo tiempo, ese estado de coma inducido es muy conveniente; no sólo para Estados Unidos, también para Rusia, China, Gran Bretaña y Francia, ya que mantiene las constantes vitales de un anticuado status quo que preserva sus intereses, más regionales que globales.
Conscientes de esa irrelevancia política, funcionarios, diplomáticos, muchos periodistas y miembros de organizaciones no gubernamentales hemos intentado durante años compensar los fracasos en el mantenimiento de la paz con la actuación de la ONU en el frente humanitario.
Elena Crego, miembro de la organización no gubernamental ACSUR Las Segovias, que ha trabajado en paralelo a Naciones Unidas y tiene, como ella misma explica, «una visión de la ONU desde el balcón», cita numerosos éxitos en ese frente, éxitos que se miden por millones de seres humanos. Entre ellos, figuran el trabajo de la propia UNRWA, que se dedica a cuidar de los refugiados palestinos, la labor del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, que ha ayudado a vacunar hasta el 80% de los niños en los países pobres o ha reducido las cifras escandalosas de la mortalidad infantil, la de la Alta Comisaría de las Naciones Unidas para los Refugiados, que da un techo, aunque sea el de la tela de sus tiendas de campañas, a catorce millones de personas en todo el mundo, el de la Organización de las Naciones la Agricultura y la Alimentación, que ayuda a cultivar a los agricultores de los países pobres, y el del Programa de Naciones Unidas para la Alimentación Mundial, que da de comer a muchos de los casi mil millones de hambrientos que hay en el mundo. Y son muchos, muchos más los éxitos, incluidas las operaciones de emergencia, como la que se pusieron en marcha tras el maremoto de Indonesia o las más recientes de Haití o Pakistán, con todos los fallos que algunas de ellas tuvieron para arrancar.
Pero esas ayudas humanitarias no dejan de ser la otra cara de la moneda. UNRWA lleva funcionando sesenta años, tantos como el brazo político de la ONU ha sido incapaz de resolver el conflicto palestino israelí, mientras que los refugiados en todo el mundo son en su mayoría víctimas de las guerras que no ha evitado el Consejo de Seguridad.
Aún peor, el aumento del hambre en el mundo, la falta de escolarización, la pobreza de países como Haití, la incapacidad para lograr una agricultura y una economía sostenibles, son reflejo del fracaso en otra de las grandes razones de existir de la ONU: la evolución hacia mejores niveles de vida.
Esa razón de existir la ha dirigido tradicionalmente el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), uno de los organismos más importantes del sistema que compone la ONU y que actualmente está más en la sombra. Hace años, por ejemplo, que su informe anual lucha por conseguir un lugar en las noticias del día. Curioso cuando se trata de un informe que las naciones de todo el mundo deberían esperar con tanta atención como el Mundial de Fútbol, siquiera por lo que les va en él: su posición en la lista de países más ricos no económicamente sino humanamente; es decir, cuáles son los países que tienen mayor nivel de educación, menos pobreza, mejores servicios de sanidad, mayor expectativa de vida, mayor igualdad entre hombres y mujeres, menores desigualdes entre pobre y ricos, etc. A cambio, cualquier informe sobre competencia económica o situación del Producto Interior Bruto de un país, parametros mucho menos precisos para conocer la compleja realidad, reciben infinita más atención.
La Cumbre del Milenio que se celebró en el año 2000 aprobó ocho objetivos de desarrollo para el año 2015. Entre ellos reducir la pobreza y el hambre, aumentar la educación primaria, promover la igualdad de hombres y mujeres y asegurar un medio ambiente sostenible. Fueron los fuegos artificiales con los que se puso broche de oro al siglo XX y a los tiempos en los que parecía que la organización podía llevar a cabo esa labor. A día de hoy, cuando sólo faltan cinco años para su vencimiento, tan sólo hay mejoría leve en uno y medio: se ha reducido la pobreza pero ha aumentado el hambre y se rebajado la mortalidad infantil.
Atrapada en estrategias de comunicación que señalan que el fracaso cansa a las sociedades opulentas, la ONU y las organizaciones no gubernamentales que la apoyan se desesperan en mostrar unos progresos que se miden en milímetros mientras la distancia entre ricos y pobres, desarrollados y en desarrollo, industrializados y en vías de industrialización, se empiezan a medir en años luz.
Se tome la estadística que se tome, todas muestran, desde 1960, una mayor desigualdad entre ricos y pobres, tanto dentro de las naciones industrializadas como entre éstas y las más pobres. En 2006, el 1% de la población poseía el 40% de los ingresos mundiales, según datos del propio PNUD.
La ONU es incapaz, incluso, de capitanear en este momento logros de desarrollo genuinamente suyos, como la concienciación ecológica que catalizó en la Cumbre de la Tierra en 1992 o la promoción de la igualdad de la mujer. Por supuesto, existen las agencias para ello; por supuesto, se hacen las reuniones mensuales, trimestrales, semestrales, anuales, quinquenales y decenales, para su seguimiento; y por supuesto hay gente entregada a ello. Pero, luego, llegan las cumbres del clima y cosechan fracaso tras fracaso o se incumplen protocolos como el de Kyoto sin que nadie sea castigado, mientras en el frente de la igualdad muchas sociedades apelan a las diferencias culturales para mantener la opresión de la mujer.
El principal argumento de muchos funcionarios, diplomáticos y yo mismo cuando tales fracasos ocurren es: «Bueno, la ONU no puede hacer nada. La ONU es el reflejo de sus 192 Estados. Son los Estados los que tienen que dar el paso adelante.» Es cierto, pero no deja de ser un argumento de doble filo: Si no puede hacer nada…
Aunque se desconocía aún el alcance del tsunami de la globalización (todavía en 1999 Isaac Mark, entonces ministro de Asuntos Exteriores de San Vicente y las Granadinas, creía poder evitarlo cuando aseguraba ante la Asamblea General de la ONU: «no se puede esperar de nosotros que bebamos esa taza de cicuta que es la globalización para mayor gloria de los diseñadores del nuevo milenio»), el languidecimiento de la ONU se veía venir desde entonces.
En el año 2000, un diplomático español me daba un titular que transmití a través de la Agencia EFE: «La ONU se ha convertido en el >Speakers’ Corner del planeta». En efecto, sus asambleas y cumbres se asemejaban cada vez más al rincón de los oradores que, en una esquina de un parque londinense, se suben a un cajón de madera y pregonan sus recetas para acabar con los males del mundo sin que les escuchen más que algunos paseantes ocasionales.
De hecho, tan poca importancia parece tener ya lo que se diga en la Asamblea General que, la semana pasada, algunos oradores, no poco importantes (muchos de ellos latinoamericanos, como el brasileño Inazio Lula Da Silva o el ecuatoriano Rafael Correa) no se han subido al cajón de la cumbre de revisión de los Objetivos del Milenio; ausencias que dieron lugar a que la ONU se vistiera con el color gris de los trajes diplomáticos, cada vez más en boga en detrimento del azul cielo de su bandera.
Por ese motivo, porque se veía venir la esclerosis de la organización, muchos diplomáticos y expertos en relaciones internacionales propusieron su reforma hace diez años. No se dieron cuenta de que estaban dando a luz al germen de otro fracaso: aún no se ha hecho ni tiene visos. Lo más que se conseguió fue una declaración de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (Estados Unidos, Rusia, Francia, Gran Bretaña y China) asegurando que no iban a renunciar a su veto; es decir, no van a renunciar a uno de los instrumentos que impide, precisamente, la resolución de los conflictos.
De todos los cambios que necesitaría el sistema de Naciones Unidas, especialmente uno que le diera la capacidad de prerservar la paz económica mundial, acorde con los tiempos en que vivimos, toda la cuestión de la reforma se ha reducido prácticamente a ver cuántos países más consiguen un asiento permanente en el Consejo de Seguridad.
Algunos argumentan que se ha hecho una reforma del Consejo Económico y Social pero, dejando a un lado que los mismos que la han hecho aseguran que no la entienden y que nadie, fuera del sistema de Naciones Unidas, sabe para qué sirve ese órgano, ¿qué poder tiene? Ninguno. Sólo hace recomendaciones y propuestas. Otros aseguran que existen instituciones económicas especializadas adscritas al sistema de Naciones Unidas, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, en el que se integra el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo. Pero, en realidad, tales organizaciones están más para servir los intereses económicos del actual sistema que las necesidades de los pueblos.
Incapaz de hacer la reforma por dentro, se ha puesto a hacerla por fuera. El Palacio de Cristal de su sede en Nueva York está en plena renovación como una operación de cirugía estética para ocultar la vejez. Era necesaria, hasta por razones de higiene, pero Elena Crego recoge el espíritu que debería tener la reforma cuando recuerda que la Carta de las Naciones Unidas encomienda a la organización “promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad” del ser humano, así como “reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas”.
Y añade: «Para ello, las Naciones Unidas deberían estar comprometidas en la definición y puesta en marcha de un nuevo modelo de desarrollo económico y social, al servicio de los pueblos y no de los Estados, que acabe con las injusticias, consecuencia del actual modelo capitalista neoliberal».
Sin entrar a valorar el modelo neoliberal, está claro que los mercados y la economía capitalista no sirven para promover valores como la justicia, la igualdad y la dignidad. Sus propios ideólogos lo reconocen, el sistema está desprovisto de moral y sólo tiene un único valor, el crematístico. Puro beneficio económico. Según esos ideólogos, no hay más ni debe de haberlo para que funcione el sistema.
Son muchos los que este año, subidos a su cajón de madera en la Asamblea General, han coincidido en esa necesidad de reformar la ONU y de dotarla de instrumentos económicos internacionales. Sin ir más lejos, el ministro de asuntos Exteriores español, Miguel Ángel Moratinos: «La ausencia de una regulación internacional favoreció las crisis de las entidades financieras (…) La lección de la crisis es que los mercados internaciones necesitan para su desarrollo no sólo la mano invisible también un sistema regulador global».
El diplomático italiano anónimo que cambió este reportaje fue más allá cuando afirmó que «más que una reforma, la ONU necesita una refundación.”
Sin embargo, él como todos los que conocen la Historia, saben que, al igual que ocurrió con la Sociedad de Naciones, esa refundación no se producirá hasta que haya una crisis parecida a la que llevó a la creación de la ONU: una guerra mundial; precisamente la que, hasta el momento, sí ha permitido evitar.
Por ese motivo, porque lo que hay en juego es tan importante, empieza a haber un sentido de urgencia. Como dijo Moratinos: «No podemos continuar mucho más con esta espera porque sentimos en nuestras espaldas el aliento de la Historia».
Mientras no se haga esa refundación, la esclerosis seguirá avanzando. También los prejuicios. Pero si alguien está contento por su futura muerte, está equivocado. De nuevo, el fracaso a la hora de reformar y refundar la ONU no es más que el reflejo del mundo y de los 192 países que la componen, no de la institución en sí ni de sus funcionarios, por más que muchos de ellos opongan resistencia ante el miedo a perder sus parecelas burocráticas y sus buenos sueldos. Por tanto, el fracaso de la ONU es el fracaso de todos y si las campanas doblan por su muerte no estarán más que doblando por la nuestra.