Suena The Köln Concert Part 1,
de Keith Jarrett
De ello ya hace más de una década seguramente pero recuerdo perfectamente como en una conversación que versaba sobre algunos modos de representación de la violencia en la pantalla, y las decisiones tomadas por Michael Haneke en Funny Games (ídem, 1996) sobre el uso del fuera de campo, como surgió el nombre de Pier Paolo Pasolini. En ese instante confesé que tan solo conocía parcialmente su filmografía y que, por ejemplo, todavía no había visto su última obra, Saló, o los 120 días de Sodoma (Saló o les 120 giornate de Sodoma) y que, sin embargo, tenía enorme interés por hacerlo. Entonces el cineasta José Luis Guerín, uno de los interlocutores, me interpeló diciéndome: “¿Para qué? Si no tienes necesidad, no la veas”. Yo, que a veces debería hacer más caso, evidentemente no lo hice, tal vez, persuadido todavía aún más por esas palabras disuasorias, tal vez porque me lo tomé como un reto. No lo recuerdo. Sin embargo no olvido que unos meses después, cuando la vi, entendí perfectamente lo que había querido decir Guerín. Si a la luz de una conversación se habla de la citada película, y con mayor motivo si alguien afirma no haberla visto, yo recuerdo esas palabras.
Nadie sale indemne de la bestialidad que representa una película como la última que hizo Pasolini. Es imposible. Su alcance a nivel emocional y estético deja una huella indeleble que seguramente impida volver a verla. Si me atreví, finalmente a verla, admito que no he vuelto a hacerlo, ni creo que lo haga jamás. No creo que Pasolini buscara otro objetivo. No se trata de provocar, no se trata de escandalizar, porque eso quedaría reducido a una simple polémica como cuando teorizó sobre la distinción entre “cine de prosa” y “cine de poesía”, del cual se autoproclamó representante, y en cuya discusión el cineasta francés Eric Rohmer entró al trapo. Saló… es un azote, pero uno detrás de otro, sin que la película haga apología de la violencia, ni se recree en la morbosidad causada por la violencia y el sexo. Ahí está el artista, el intelectual, de vuelta de todo, hastiado, encolerizado, situándonos frente a las vejaciones y humillaciones y torturas ejecutadas por un Poder que se muestra sádico y arbitrario. El film lo expone de manera frontal y directa, sin el más mínimo adorno, sin el menor atenuante. Pasolini decidió enfrentarnos con la abyección aun a riesgo de ser acusado de abyecto. Para él, era su grito desesperado. Ya no había otra forma de hacerlo.
Pasolini, como todo el mundo sabe falleció el 2 de noviembre, Día de los Muertos, de 1962. Se cumplen cuarenta años de su muerte por asesinato. El misterio sobre lo sucedido aquella trágica noche en la playa de Ostia todavía sigue sin resolverse. El caso se ha reabierto en 4 ocasiones. La última el 3 de mayo de 2010 a raíz de las investigaciones hechas por el abogado Stefano Maccioni y la criminóloga Simona Rufini y que habían entregado el 27 de marzo de 2009 a la policía romana. El pasado 2 de febrero de 2015, la fiscalía volvió a solicitar que el caso volviera a archivarse al no demostrar nada las nuevas pruebas. De momento, Pino Pelosi, un chapero, con el que se había visto a Pasolini la noche de su muerte, sigue siendo el único culpable de su muerte. Las teorías siguen siendo teorías, aunque más ciertas que una versión oficial que siempre fue puesta en duda, que hoy en día nadie cree.
Pasolini fue un cineasta incómodo, un artista beligerante, un intelectual conflictivo. Sin embargo, después de Salo…, se convirtió, según indicaba su siguiente proyecto, en un hombre de acción. Ya no era suficiente con su obra, ya fuera a través de sus poemas, sus imágenes o sus ideas. Mientras así sea, en nuestro mundo civilizado no hay problema, por mucho que a este se le represente como un mundo inmerso en la barbarie. De la misma forma que Pasolini, tristemente, hablaba decepcionado de cómo habían cambiado los tiempos de Accattone (ídem, 1961) y que ese mundo había también sido devorado por el consumismo capitalista, puede que se sintiera hoy día decepcionado viendo Saló… convertida en objeto de culto, en obra artística reservada a intelectuales de ideas supuestamente elevadas.
Sabemos a raíz de todas las investigaciones posteriores[1] que, a su muerte, Pasolini estaba trabajando en una monumental novela de más de dos mil páginas titulada Petróleo. En ella, bajo la forma de una alegoría tal y como había planteado en su última película, el cineasta pretendía poner de manifiesto las actividades criminales e impunes llevadas a cabo por la mafia, el gobierno y las grandes empresas petrolíferas. Petróleo se inspiraba en la vida de Enrico Mattei, presidente de la ENI (Empresa Nacional de Hidrocarburos) tristemente fallecido el 27 de octubre de 1962 cuando el avión en el que viajaba estalló en pleno vuelo. Mattei se enfrentó a las grandes empresas petroleras al tomar la decisión de incorporar a países pobres, y prácticamente expoliados por aquellas, para que negociaran directamente con la ENI, mientras esta les proporcionaba tecnología para extraer y refinar el crudo.
No fue hasta 1994 cuando el fiscal Vicenzo Calia, al reabrir la investigación de la muerte de Mattei, cuya versión oficial liquidaba el asunto achacándolo a un error del piloto, cuando se estableció una primera relación entre la desaparición de Mattei, el asesinato de Mauro de Mauro, periodista que investigaba la muerte del presidente de la ENI, y la misteriosa muerte de Pasolini. La conexión era un libro, Questo es Cefis, que la mujer del fiscal encuentró en un puesto de venta de segunda mano, y que los amigos de Mattei habían escrito con seudónimo y en el que denunciaban a los asesinos. Pasolini había conseguido el único ejemplar existente, en realidad una fotocopia de uno de los dos originales desaparecidos de la Biblioteca Nacional, del que se había hecho servir para algunos capítulos de Petróleo. Un libro, este, al que le falta un capítulo, supuestamente robado de la casa del cineasta una vez muerto y que se titula “Luces sobre ENI.”
Ese citado y escamoteado capítulo aparece en la edición de la novela con el título y la página en blanco. Mientras, la muerte de su autor forma parte de la crónica negra de un país que parece a día de hoy preferir que algunos pasajes de las décadas 60 y 70 del siglo XXI permanezcan en blanco. Han pasado 40 años desde que en aquella playa de Ostia, en el extrarradio romano apareciera el cuerpo casi irreconocible de un hombre de mediana edad a quien posteriormente el actor, y ex amante, Nineto Davoli, reconocería como Pier Paolo Pasolini. A él, que convirtió la figura sacra de Mateo en un comunista y santificó a la gente vulgar y anónima de la periferia de Roma, nada más lejos que aspirar a convertirse en un mártir: “¿Para qué?”, tal vez se preguntaría. Y lo mismo puede que me respondiera si le reconociera que no he vuelto a ver Saló…
Más allá de su obra, Pasolini se nos presenta como un ser humano libre, que no tuvo miedo. No es descartable, pues, que él mismo frente al misterio de su muerte se preguntara “¿Para qué?”. Consciente de que podía escavar su propia tumba cuando afirmó en uno de sus célebres artículos publicados en “Corriere della Sera” un año antes de su muerte:
“LO SÉ. Se los nombres de los responsables de los golpes de estado y de los atentados en Italia y de la serie de golpes realizados como sistema de protección del poder.
[…]
Lo sé. Per no tengo pruebas. Ni siquiera tengo indicios. Lo sé, porque soy un intelectual, un escritor, que intenta seguir de cerca todo lo que sucede, conocer todo lo que se escribe, imaginar todo lo que no se sabe o se calla; que ataca cabos aparentemente inconexos entre sí, que ordena las piezas desorganizadas y fragmentarias en un cuadro político coherente, que restablece la lógica donde parecen reinar la arbitrariedad, la locura y el misterio.”
[1] Reconocer la figura del cineasta español Javier Rebollo, una de las personas especializadas en el tema en este país, y sin cuyos artículos al respecto, parte de este no sería posible. Agradecimientos.