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Para sobrenadar en la sociedad líquida. En torno a Zygmunt Bauman

“Las élites culturales son más omnívoras que nunca, y ya no tienen nada que decir a la multitud unívora”, alertaba Zygmunt Bauman, crítico con “la ideología del final de las ideologías”

 

“El progreso ha dejado de ser un discurso que habla de mejorar la vida de todos para convertirse en un discurso de supervivencia personal”, alertaba el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman (Poznan, Polonia, 1925), premio Príncipe de Asturias de Comunicación en 2010, que falleció el pasado 8 de enero en su domicilio de Leeds, la ciudad inglesa en que residía desde hace más de 30 años, como profesor emérito de su universidad.

 

Acuñador del concepto de “sociedad líquida” para hablar de la incertidumbre de la época actual, en que todos los ámbitos tradicionalmente concebidos hacen agua por todas partes, aludía a su propia emergencia como pensador adosado a un único rótulo para ilustrar el reduccionismo y la simplonería, meramente mercadotécnicos, del discurso dominante en la sociedad actual. Con ese cuño, cimentado en la “modernidad líquida”, convirtió, al menos, en papel mojado el cansino y huero término de “posmodernismo”, que tantísimo cundió durante el adelgazamiento de las vacas gordas en la precrisis. Ahora, según su esquema, viviríamos sumergidos en la incertidumbre de una cultura global sencillamente “oceánica”, sobrenadando entre las aguas emergentes y margullando sin fin en el alcantarillado de las redes sociales, que se han pasado por la licuadora las normas y estructuras vigentes desde la Ilustración. Lo que ha caído es el sentimiento de pertenencia comunitaria, y el prójimo, lejos de ser ya un entrañable –o dialéctico– compañero de viaje, es ya un colega de naufragio, y “un antagonista de quien resguardarse…”.

 

Una situación hipercrítica difícil de solucionar, justamente, si todos los instrumentos para enfrentarla son, asimismo, disolventes y disolutos; toda vez que, para Bauman, vivimos en una época que se caracteriza por ser “omnívora”, “escapista” y, precisamente “posparadigmática”.

 

Ahora bien, a diferencia de las complacencias estetizantes del posmodernismo, eso no quita para mantener la guardia. Al contrario: frente a la desorientación generalizada y el egotismo desaforado, el también autor de Vivir con el tiempo prestado nos alerta de la flagrante “ideología del final de las ideologías”. Contra quienes pregonan la muerte de la utopía y del progreso, Bauman matiza que lo que ha entrado en bancarrota es la acepción “colectiva” de esos mitos, y no los mitos mismos. El progreso ya no consistiría, como antaño, en “adquirir velocidad, sino en emprender un esfuerzo desesperado por no descarrilarse, por evitar la descalificación y la exclusión de la carrera. No pensamos en el progreso en el contexto de elevar nuestro estatus, sino en el de evitar el fracaso”. Paralelamente, sí existe la utopía, también individual, y es “el escape”. Se trata de “escapar a la necesidad de pensar en nuestra condición infeliz, variando de identidad si es preciso; no reflexionar, sino actuar sin descanso, y despojar cualquier atisbo de incertidumbre. En un permanente cambio de disfraces radica la encarnación actual de la utopía”.

 

Para ilustrar su pronóstico sobre la extraña mezcolanza del exceso de individualismo y restricciones en la líquida sociedad actual, Bauman solía apoyarse en una célebre leyenda inglesa, que apunta a una especie de síndrome de auto-brexit, cada cual en su idiota círculo de tiza. Trata de un náufrago (una de las tantas lecturas, tal vez, del Robinson de Daniel Defoe) que, quedando confinado en una isla desierta, termina construyéndose tres chozas; la primera la convierte en su vivienda habitual; la segunda es el club social adonde acude los sábados y en la tercera coloca un cartel en la puerta de “prohibida la entrada…”.

 

Y para metaforizar, además, “la ansiedad” como patología característica de la enorme celeridad en el ritmo de vida actual, el intelectual polaco la ha representado con la elocuente imagen de una estación ferroviaria de trenes de alta velocidad, que van pasando a todo meter, uno tras otro, delante de nuestras narices, mientras permanecemos apostados en el andén, sin que nos dé tiempo a subirnos a ninguno de ellos.

 

Dotado de un proverbial sentido pedagógico, Bauman solía echar mano, también, de una elocuente analogía para explicar la transformación del sujeto de la modernidad a nuestros días. Mientras que los usuarios de la cultura moderna (una voz que surgió, por cierto, a imitación de la agricultura: como cultivo espiritual, justamente) se comportaban como “jardineros”, la metáfora de los usuarios de la cultura en la modernidad “líquida” es la de los “cazadores”. Aquellos veían “en el fin del camino la realización y el triunfo de la utopía: su afloración”, explica; “mientras que para los cazadores llegar al fin del camino equivaldría a la derrota ignominiosa y final de la utopía”. Así, para los jardineros, la utopía era el final del camino, mientras que para los cazadores, el propio camino es la utopía”. El más esencial legado de Zygmunt Bauman era, en conclusión, alertar sobre la necesidad de reforzar los diques de resistencia y contención a una sociedad y una cultura que hacen, justamente, aguas por todas partes.

 

 

El malestar en la cultura líquida

 

En uno de sus libros emblemáticos, La cultura en la modernidad líquida (2013), Bauman analiza la licuación y hasta liquidación del discurso cultural, tal y como se ha venido concibiendo desde la Ilustración.  Según su esquema, con anterioridad –en lo que denomina la época de la modernidad “sólida”–, coexistían armónicamente una “alta cultura”, que servía de ideal y modelo pedagógico generalizados, y una específica “cultura popular”. Hoy esos diques se han barrenado, y en sus aguas revueltas se impone únicamente el espectáculo, bajo el imperativo del mercado, con públicos que “ya no se involucran si no es por mediación de eventos expresamente fabricados por la mercadotecnia”, alertaba. De ahí que ciertos artistas y productos que antaño se tildaban de “comerciales” u “horteras” hoy reciben mayor tolerancia, junto con distanciamiento, más abstencionista que crítico, por los públicos más diversos.  

 

Lo determinante es que la cultura ya no es más “un agente de cambio, con la concreta misión de educar a las masas y refinar sus costumbres”, explicaba. “Antes era un instrumento de navegación destinado a guiar la evolución social hacia una condición humana universal”, define. En cambio, en la actualidad, “ya no consiste en orientaciones sino en ofertas, ni en normas sino en propuestas”, pues “la cultura se asemeja ya a una sección más de la gigantesca tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo, con productos que se ofrecen a personas que han sido convertidas en clientes, y como tales, están hechos para el máximo impacto y la obsolescencia instantánea”. Es más: “Las élites culturales son más omnívoras que nunca, y ya no tienen nada que decir a la multitud unívora que está en la base de la jerarquía cultural”, subrayaba.

 

 

 

 

Antonio Puente (Las Palmas de Gran Canaria, 1961) es escritor, periodista y crítico literario. Escribe en los diarios La Razón y La Provincia, y en diversas etapas ha colaborado con El País y Abc. Es autor de ensayos como Poesía y posmodernidad y Crítica de la razón comunicativa, y de poemarios como Contraluz o el mar liquida su comercio, Agua por señas, Sofá de arena y Ojos de garza. En la actualidad es director de Comunicación de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, en Las Palmas. En FronteraD ha publicado La devaluación de la muerte: entre el ‘pijama de madera’ y el cenicero y Archipiélago portátil. De la ‘Utopía’ de Tomás Moro a la muerte de Fidel Castro desde el mirador canario.

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