La decimoséptima sección de la serie “Para todos la filosofía”, en Para todos la 2, ha sido “Sofistas y sofismas” (retransmitida el 13/05/2015).
Cuando alguien nos enreda en una discusión, decimos que es un sofista. Y como querer convencer a los demás de lo que pensamos es una pasión que todos compartimos, usamos la palabra para intentar persuadir. Esto es aún más visible en política.
La palabra “sofista” viene de sofia, o sea “sabiduría”. El sofista es “el que sabe”. En la Grecia clásica, estos personajes gozaban de una cierta autoridad, eran maestros para los ciudadanos que deseaban tener una cierta relevancia en la ciudad. Enseñaban lo que había que saber para conseguir prestigio. Y de entre sus enseñanzas se encontraba la retórica, el arte de argumentar para triunfar en una discusión.
“Sofista” comenzó a significar algo peyorativo ya en la Antigüedad debido a las críticas de Sócrates. Sócrates consideró a los sofistas como una influencia nefasta para la vida democrática puesto que no buscaban la verdad, sino ganar, y para ello poco les importaba tergiversar la verdad si eso les convenía.
El uso de sofismas, es decir de argumentos falaces que tienen como objetivo ganar en una discusión, está muy extendido. Todos los usamos. Es cierto que en política se hacen más visibles. Por ejemplo en la actualidad se usa continuamente el “y tú más”. Si nos detenemos a pensar, el “y tú más” no debería invalidar el contenido de una afirmación: la posibilidad de que quien acusa a otro de corrupto también lo fuera no debería convertir al acusado en no corrupto. Y sin embargo, parece que atenúa la acusación como si un error, una injusticia o un vicio no lo fueran tanto cuando quien los señala es una persona que a su vez comete fechorías.
Se parece este sofisma al que se conoce con el nombre de argumento “ad hominem”. Consiste en atacar a la persona que sostiene determinada tesis y no la tesis misma. Somos víctimas de una perspectiva errónea: la verdad o la falsedad de una afirmación no depende de quien la sostiene, pero los que escuchamos nos dejamos a menudo llevar por la impresión de que el personaje que defiende algo no puede estar diciendo una verdad, si él mismo está desprestigiado.
Para demostrar que todo el mundo puede usar sofismas, quiero poner el ejemplo de un sofisma que hizo mi hija cuando apenas tenía 6 años. Todos los días, al volver del colegio, tiraba la cartera en medio del pasillo con grave riesgo de quienes pasábamos por allí. Yo le indicaba machaconamente que la dejara en su cuarto. A la enésima vez de hacer lo mismo, me cabreé y la amenacé con lanzar la cartera por la ventana. Ella quiso calmarme con un argumento y me dijo: “mira, ya sé lo que vamos a hacer; si dejo mi cartera en mi cuarto, me das 25 pesetas; si la dejo en el pasillo, no me das nada”. Argumento lógicamente impecable (si p entonces q; no p, luego no q), pero, como puede observarse, siempre gana ella. Le da la vuelta al principio sobre el cual estaba basada mi amenaza. Yo pensaba que cuando se hacen las cosas mal, hay que castigarlas. Ella pensaba que es el hacerlas bien lo que debe ser premiado.
Saber que, en la argumentación, puede haber sofismas nos ayudaría a tener un criterio más independiente. Si vemos el engaño, el truco, de un argumento, podemos ser más eficaces a la hora de buscar la verdad.